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Domingo 31 de diciembre de 2017

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Cultural El Duende

El modernismo en América

31 dic 2017

Francisco Iraizós

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Si alguien me dijera que ha visto florecer orquídeas en la meseta de los Andes, no me costaría poco trabajo el creerlo: pero como, después de todo, la noción de que ciertas plantas sólo pueden criarse en determinadas condiciones de terreno humedad y temperatura, es noción moderna y no está bastante asimilada a mi organismo para ser inseparable de mi pensamiento, llegaría tal vez a admitir que aquellos caprichos vegetales arraigan a doce mil pies sobre el nivel del mar, en medio de una atmósfera rarefacta y en un suelo barrido por los vientos de las dos cordilleras.

Otra sería mi respuesta si oyera contar que las orquídeas producidas por la meseta de los Andes, son flores regulares, de pétalos simétricos rodeados del respectivo cáliz. Diría entonces que el autor del cuento no sabe lo que son orquídeas.

Tal es, aproximadamente, la serie de impresiones que debe de haber en el lector de un periodista salvadoreño, al revelarle éste la existencia del "modernismo americano"; al hacerle entrever el cenáculo de los nuevos apóstoles, que no forman docena sino legión, y al abrumarle con la noticia, copiada de Clarín, de que la reciente familia permanece en las regiones de lo etéreo, de lo azul.

¡Modernistas en América, es decir "decadentes" en una tierra que conserva aún el olor de la naturaleza; "místicos" en un ambiente agitado por los ecos de la Enciclopedia; "parnasianos" en las colonias intelectuales de Byron y Musset; "estetas" en el coro que canta himnos a la obra de Edison, el artesano; "diabólicos" en la escuela donde se enseña a conocer al demonio por el catecismo del padre Astete: eso no se concibe ni con la mejor voluntad del mundo!

Y luego, si se recuerda las particularidades que sirven de substractum psicológico a la expresión neoliteraria de Europa, como, por ejemplo, la nostalgia de lo desconocido, el cansancio de la realidad, el odio a la canalla, los refinamientos del sadismo y del pasivismo, se las busca inútilmente en el espíritu americano, que tiene a su patria por la mejor de las patrias posibles, y se ríe de Schopenhauer, y se sabe de memoria el código de la igualdad republicana, y practica el amor troglodita ni más ni menos que cuando le sorprendieron los conquistadores.

Ante esta predisposición social y este medio físico, tan abiertamente inhospitalarios, era preciso atribuir a un prodigio la presencia del extraño viajero; pero el prodigio está realizado: hay modernistas en esta América virgen... de modernismo.

Será prudente calificarlos modernistas, con beneficio de inventario. Algunos de ellos, que pregonan sus vicios finiseculares, no es más que un tardío imitador de Anacreonte; el otro, que cree descubrir dolores inauditos, remeda, sin saberlo, la "desesperación de los románticos"; hay quien fulmina maldiciones contra los tiranos como en los buenos tiempos de Demóstenes y Víctor Hugo, igualmente pasados de moda; y quien dedica sus horas de ocio a buscar voces en los diccionarios, para agruparlas según el método de los maestros que no emplean ninguno.

El resto se entrega a la menos seria de las ocupaciones: la de perseguir mariposas literarias.

Estos últimos mancebos coronados de amapolas, han de ser los que inspiraron a Leopoldo Alas la ocurrencia de que el modernismo americano está en el período de lo etéreo, de lo azul.

Y es engañosa la similicidad de los modelos. Tal plegaria de Verlaine a la Virgen parece una perla diáfana, cuajada en el purísimo manantial de la fe, donde beben el niño y el carbonero de la leyenda católica.

¡Pero cuán lenta y dolorosa elaboración cuesta esa lágrima del Atormentado! Es el producto de transformaciones que espantarían a Fausto; un hornillo infernal le prestó su fuego; se preparó en retortas de lujuria y pasó por alambiques de remordimientos para ir a caer sobre la flor del sacrilegio, en cuyos pétalos se balanceó largo tiempo, antes de mostrarse al orbe como la gota de la fuente cristalina, en que se abreva la grey de los castos y de los pobres de espíritu.

Tan complejos y refinados como Verlaine son los demás del Decadentismo y ofrecen todos ellos la misma dificultad de imitación para los que no tienen, siquiera en proporciones modestas, esta intensidad patológica que alivia dando a luz obras divinamente perversas.

¿Cuánto tiempo durará la incompatibilidad del genio americano con la evolución artística que nos alucina y seduce?

No he leído el concepto íntegro del ilustre predicador de "paliques"; pero sospecho que con tal paradoja sólo ha querido decir que los modernistas de América no son tales modernistas; que las orquídeas psicológicas arraigadas entre la nieve de los Andes no son tales orquídeas, sino florecillas blancas y comunes semejantes a las que pueden nacer en cualquier Laponia intelectual.

Y añade el periodista salvadoreño citador de Clarín, que su modernismo es "sano" y no llegará tal vez al grado de corrupción del parisiense. Sano es, en efecto, como los burgueses coloradotes que hacen la filosofía de la digestión con el mondadientes en la boca; es cándido como las camelias que la adornan, y es tan inocente que no vislumbra la idea socrática despertada por el nombre de "efebo" con que se bautiza.

El modernismo verdadero, exceptuando su cabotinismo simbólico y su ecolalia infantil, es una de las más aristocráticas y tentadoras enfermedades. Obedece a esa vaga inquietud que se apodera de un cerebro para el cual no tiene finalidad la existencia; busca en todos los rincones del pensamiento, sacudiendo todas las fibras del organismo, más allá del dolor y del placer, más allá del bien y del mal, una gota de agua salada que haga soportable el insípido manjar de la vida ordinaria.

De ahí provienen sus hermosas aberraciones, su manía de lo imposible, su odisea al través de todos los infiernos y de todos los paraísos.

Me felicito de que nuestros jóvenes se sientan atraídos por esta enfermedad que, según la valiente expresión de Gómez Carrillo, es preferible a la robusta salud que disfruta la bestia humana.

Pero si no poseen un haz de nervios irritable a la más ligera excitación de lo desconocido; si perciben el mundo exterior como lo percibe la paquidermis de la generalidad; si se entusiasman por lo que interesa al comerciante, al empleado y al agricultor; si se advierten perfectamente equilibrados y adaptables al ambiente social que les rodea, no les conviene cultivar las nuevas formas literarias ni adquirir un modernismo periférico que no resistirá al más superficial examen de la crítica.

No lo sé; pero mientras no se transfigure aquel, sólo tendremos modernismo de aluvión, y el rey Rubén Darío reinará sobre los mil ruiseñores que gorjean en su garganta, sobre las estrellas que descienden a contarle sus secretos, sobre las hadas que le visitan en sus sueños, sobre las armonías que se despiertan a su paso, sobre las miradas de seres que brotan al soplo de su mágica y soberana fantasía.

Algo incorpóreo es su reino; pero no sería raro que muchos monarcas lo quisieran para sí.

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