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Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que serÃa una misa cantada en aquellos años remotos.
No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.
La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquà descendiendo del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristÃa a besar la mano a los padres y acepta un sitio en su mesa.
Casa sombrÃa y desnuda. Lo más alegre que allà habÃa era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras; ninguna suyaÂ?
Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decÃan esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es esta: la causa de la melancolÃa del maestro Román era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentÃa.
Y no porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le salÃa informe, sin idea ni armonÃa. En los últimos tiempos hasta sentÃa vergüenza de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada.
Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel la sensación de esa felicidad ya extinta�
Y le decÃan que no era nada, que eran achaques de la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse de las derrotas que el boticario le propinaba en el juego de "gamao"; otro, que era cuestión de amores.
El maestro Román sonreÃa, pero para sus adentros se decÃa que aquello era el final. "Todo acabó", pensaba.
¡Imposible! ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza profundamente original; tan solo algo que no pareciese de otro y que se relacionase con la idea comenzada. VolvÃa al principio, repetÃa las notas, intentaba revivir un retazo de la sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos primeros.
El maestro Román, agotado por el malestar y la impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la visión de la pareja no le traÃa la inspiración, y las notas siguientes no sonaban. -La, la, laÂ?
Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el papel escrito y lo rompió.
El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró.
* J. M. Machado de Assis.
Brasil, 1839 - 1908.
Considerado el mayor nombre de la literatura carioca
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