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Domingo 03 de diciembre de 2017

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Cultural El Duende

Ejecutivo en la niebla

03 dic 2017

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Nerviosa, la mujer endurecía a momentos los brazos sobre el volante del automóvil. Fernando tenía que forcejear con ella para que lograra las curvas, hasta que la mujer se enfadó haciendo detener el vehículo en medio descampado. Pero Rebeca, es que debes poner más sueltos los brazos. No te violentes, sólo quiero enseñarte lo más rápido posible como tú misma me lo has pedido.

Al regresar, el silencio de Rebeca incomodaba. Con la mirada en la ventanilla, quería tender un puente que la llevara lejos, muy lejos, allá, entre las montañas. Fernando recordaba a su madre enseñándoles a él y a sus otros hermanos a pelar papas, luego a preparar diversos platos, inclusive tortas y galletas. Algo enternecido, quiso tocar el hombro de su mujer. Ella lo esquivó con torpeza.

Casi al llegar: ¿Y si fuéramos a la pizzería esa de la que te hablé? A mí me llevas a casa, me siento mal. Sí, cariño, olvidaba que esperamos un hijo. ¿Esperamos? ¡Ja! Espero. En eso escucharon tocar a una banda. Fernando se veía nuevamente golpeando el tambor con entusiasmo al pasar por la plaza principal. ¡Fernando! Casi chocas con esa camioneta.

Rebeca leía una revista, mientras él, canturreando, delantal sobre el pecho, pelaba zanahorias, destapaba la olla, picaba cebollas, sazonaba la carne. Sonó el timbre. Voy a abrir, no te afanes, fueron las palabras y el gesto despectivo de la mujer. Quítate más bien ese delantal. Pase, pasen; por aquí, por favor. Sírveles unos traguitos, Fernando. Voy a ver la cocina. La mujer sirve los platos. �l va pasándolos. ¿Otra vez con el problema de la empleada? Así es, hija. Qué vamos a hacer, son unas abusivas. Solamente quieren cocinar, ya no quieren limpiar la casa, a veces ni lavar, menos planchar. Falta que te digan que sólo quieren cantar y bailar.

¿Más salcita? ¿Un poco más de arroz? Con la boca llena, su amiga: Qué bien cocinas, hija. Fernando debe sentirse el hombre más feliz con una mujer como tú. Revolviendo recuerdos, pensaba que debió apartarse de ella cuando casi toda la familia lo acosó, esa primera vez que ella lo había llevado a su casa. Le preguntaron si tenía ganado vacuno o terrenos. Les dijo que estudiaba administración financiera. No, no, no, dijo el tío de mofletes colorados, qué cosas tienes para ofrecer a Rebequita. Como estaba algo bebido, tuvo ganas de mostrar su molestia arrojando unas palabrotas, antes de levantarse y despedirse. La idea de perder a Rebeca, reblandeció sus intenciones.

Tu mujer no sabe ni hacer mercado, decía su madre; es una floja. Y cada vez que se amargaba: Nunca debí enseñarles a mis hijos a cocinar, sabiendo que iban a resultar sirvientes de sus mujeres.

Aun así, disminuido, Fernando tiene una pequeña alegría. Su hermano, además de preparar la comida cuando carece de empleada, debe sacar al perro todas las noches, y su mujer le ha prohibido fumar en su departamento. Sonríe y grita interiormente: Yo fumo, qué carajo, fumo. Y prosigue retostando el arroz en la cacerola. Mira la mancha de humedad en la pared que forma la inmensa cara de un niño gritando. Se pregunta si sería cierto que su madre vio a Rebeca abrazada de un tipo.

Qué ha pasado con sus dedos, licenciado. Los tiene tan rasmillados... como si� hubiera estado cocinando. No. Cómo pues. Estoy practicando kárate.

Qué te parece mi peinado� Perfecto. Ojalá viéndote así tu marido se anime a comprarte el auto. Ya es demasiado que apenas tengan esa camioneta. Y él es ahorrativo. Exígele tu auto. Podemos ir juntas a los baños termales.

Un, dos. Un, dos. Rebeca, por favor, no te distraigas, haz bien los ejercicios. Ella para dentro: Qué mierda me importarían estos ejercicios, si no tuviera que mantener pendiente de mí a Fernando.

El espejo del baño refleja los ojos adormilados del hombre. Con sus cabellos ensortijados, mientras va cepillándose los dientes, semeja un cordero que de tanto correr echa espuma.

Pasa el calor de la tarde. Entra a su dormitorio. Rebeca duerme recostada sobre el cubrecama. Quiere acariciarla. Lo inhibe el temor de sobresaltarla. Recuerda sus chillidos cuando una de las primeras noches quiso poseerla como al descuido: ¡Me has asustado, torpe! ¡No me toques ahora! Se acomoda con mucho cuidado junto a ella. Imaginando que ella lo abraza y besa acariciándole la cara, imaginando que ambos ruedan unidos sobre una alfombra de césped convirtiéndose en colchón de nube queda dormido. Serás muy ejecutivo, Fernando, pero eres también un calzonazo, le dijo la trabajadora social en una fiesta.

Después de preparar una torta helada, Fernando lleva a Rebeca al aeropuerto. Deben recoger a una antigua amiga de su mujer que llega del Ecuador. Durante el almuerzo, la mujer pregunta: ¿Es usted machista, Fernando? No... De ninguna manera. Rebeca lo codea. Bueno... soy varón y usted comprenderá... Qué mal, qué mal realmente se portan ustedes con nosotras. Salvajes, es el calificativo que les cabe. Disculpe la torpeza, Fernando, pero yo soy franca. Salud por las mujeres, que somos la felicidad de los hombres. �l, algo achispado por la bebida, se mira las manos. Las ve tan rudimentarias y fuertes, que se admira cómo puede contenerse para no golpear la mesa, para no gritarles que puede resultar peligroso confundir la tolerancia y la humildad con la falta de valor. Papá, papá, se le acercan sus niños. Levanta a uno de ellos, luego al otro, haciéndolos sentar en sus rodillas. La visita los mira con una sonrisa un tanto despectiva. Es más difícil ser madre cuando una mujer está liberada, dice con tono científico. ¿Quién es libre?, se atreve a preguntar él. Pareces un insatisfecho, le recrimina su mujer.

Licenciado, debe usted asumir la dirección de la empresa, le dice el presidente de la compañía, antes de informarle que viajará por un mes. En el cumpleaños del administrador, hacen beber a Fernando hasta marearlo. Es tan amado, dice una de las secretarias, cómo puede su mujer decirle vamos ogro a comprar juguetes para tus ogritos. Uno de los auditores cae como un monigote. Fernando lo levanta y acomoda en un sillón, le llega el recuerdo de su viaje a pie con varios compañeros de colegio, cuando al cruzar un río que les golpeaba el pecho tuvo que sostener a su amigo para que no cayera. Siente deseos de llorar. No sabe si por el pasado o el presente, sólo brilla en su memoria su brazo aferrado al otro, gritándole que dejara de manotear.

Canta que canta: Tú me acostumbraste/ a todas esas cosas./ Y tú me enseñaste/ que son maravillosas... Fernando plancha los pañales del bebé. Rebeca está viendo su telenovela. Sonríe: El protagonista no ha muerto, solamente lo han herido.

Jaime Nisttahuz. La Paz, 1942. Poeta, narrador y ensayista.

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