Domingo 19 de noviembre de 2017
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La puerta del ascensor se abrió como por ochentava vez. Estaba mirándome el dedo chiquito. Lo tenÃa rojo porque se me resbaló una maleta de la mano esa mañana. Ella parecÃa una bailarina de ballet. Lo que más me atrajo fue su cuello. TenÃa el mentón pegado al pecho y su nuca sobresalÃa sobre todas las cosas del mundo. Justo después del tin que suena cuando llega el ascensor, oà cómo tomaba aire casi en un suspiro, levantaba la cabeza, se reincorporaba y salÃa. Quise creer que venÃa hacia mà con su pelo mojado en una moña y la cara recién lavada. Nunca supe si era huésped del hotel, pero en todo caso no se habÃa registrado durante mi turno. Olvidé mi dedo meñique y me la grabé toda en la cabeza, por si salÃa muy rápido y no volvÃa a verla. TenÃa un pantalón de sudadera delgadito y un saco gris de capucha.
Era cierto que venÃa hacia mÃ. Cuando estuvo cerca noté que tenÃa los ojos encharcados. Sus lágrimas se resistÃan a salir y seguro no podÃa enfocar bien, porque parecÃan una piscina a punto de desbordarse. Entonces tuvo que pedirme que le consiguiera un taxi y su voz, una voz honda y grave, se quebró de tristeza. Nunca he sentido que alguien me necesitara tanto. Fue a tumbarse en un sofá del lobby, muy cerca de donde yo llamaba el taxi. Sus lágrimas empezaron a salir en un silencio mustio que no fui capaz de romper. HabrÃa podido preguntarle si estaba bien, pero hacerle esa pregunta a alguien tan triste era francamente tonto. Lo que necesitaba de mà era un taxi, nada más. Empecé a dar los datos y entonces me preguntaron que a nombre de quién el servicio. Tapé el auricular con una mano y le pregunté con mucha prudencia: "Su nombre, señorita". Ella miraba hacia ninguna parte y no se dio cuenta de que le hablaba. SeguÃa llorando, sin gemir, sin moverse, casi sin parpadear. Ni siquiera se limpiaba las lágrimas, solo las dejaba caer y de vez en cuando se chupaba los pómulos como haciendo un puchero muy sutil. Me pareció inútil volver a preguntar, asà que le inventé un nombre a la operadora. Luego me acerqué y le dije que en cinco minutos llegaba el servicio. Ella salió de su ensimismamiento por un segundo y me dijo gracias como si le hubiera salvado la vida.