La muerte es un misterio de sufrimiento, nos interpela a todos, es un hecho de experiencia inmediata que no necesita demostración. Basta abrir los ojos para contemplarla por doquier. Todo cuanto está dotado de vida orgánica acaba por morir y perecer en plazo más o menos lejano.
Escribió la ya legendaria Madre Angélica fundadora de EWTN: «Vivimos en una ciudad efímera. Todo en nuestra existencia conspira para revelar la verdad: que se trata de una vida de paso, de un momento fugaz en nuestro camino hacia la eternidad.
- Cada día, cuando nos miramos al espejo, vemos a una persona diferente, con nuevas arrugas, expresiones más flácidas y decrecientes habilidades.
- Nos esforzamos para ser promocionados, conseguir una casa mejor, y en el momento en que lo logramos comenzamos a perseguir otro sueño de mayor envergadura.
- Vemos los altibajos de los famosos en sus éxitos y fracasos momentáneos, y comprobamos la naturaleza efímera de los éxitos mundanos» (Respuestas no promesas).
Es digno recordar cómo Francisco de Borja llegó a ser un gran santo jesuita: «la reina de España era especialmente hermosa, pero murió en plena juventud, y Francisco fue encargado de hacer llevar su cadáver hasta la ciudad donde iba a ser sepultada. Este viaje duró varios días, y al llegar al sitio de su destino, abrieron el ataúd para constatar que sí era ese el cadáver de la reina. Pero en aquel momento el rostro de la difunta apareció tan descompuesto y maloliente, por la putrefacción que Francisco se conmovió hasta el fondo de su alma, y se propuso firmemente: "Ya nunca más me dedicaré a servir a jefes que se me van a morir". En adelante se propone dedicarse a servir únicamente a Cristo Jesús que vive para siempre».
Y como la vida, así será la muerte: vida mala, muerte mala; vida buena, muerte buena. Lo normal es que cada cual muera conforme ha vivido.
«Cada cual dará a Dios cuenta de sí» (Romanos 14, 12). «Dios dará a cada uno según sus obras» (Romanos 2, 6, San Mateo 16, 27). «Todos hemos de comparecer ante el Tribunal de Cristo para recibir el pago de lo que hicimos en la vida presente» (II Corintios 5, 10).
Dice el Evangelio de San Juan: «Los que hayan hecho el bien, resucitarán para la vida; y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (San Juan 5, 29).
Para responder de manera adecuada a la pregunta: «¿A dónde vamos después de la muerte?», es preciso clarificar la naturaleza misma de la muerte, donde ya no habrá ni tiempo ni espacio. Entrar en la eternidad es entrar en un nuevo modo de vivir.
Es dogma de fe católica, que inmediatamente después de la muerte los que mueren en pecado mortal se van al infierno; y al cielo -después de sufrir la purificación, los que la necesiten- las almas de todos los santos.
Personas enlutadas, con surcos abiertos por las lágrimas acuden a los velorios, entierros y Misas conmemorativas. Y uno se pregunta: «cuánto interés se toma por las almas de los fallecidos, pero ¿qué se hizo por ellos mientras vivían en este mundo?», porque frecuentemente mueren sin sacramentos, sin purificación de los pecados, habiendo permanecido meses enteros enfermos de consideración, guardando cama permanentemente. Y no se les ha atendido, sea por el abandono de los familiares, sea porque no querían asustarles al presentarles en casa un sacerdote, sea porque se ha buscado atención sacerdotal sin éxito, «porque el párroco estaba ocupado». Y murieron sin Dios, sin su ayuda, sin su perdón, sin su viático, quizás condenados por pura negligencia personal familiar y eclesial.
Porque, una vez que han traspasado el puente de la muerte, para nada les sirven -ni a los justos ni a los injustos- las flores y las velas, ni las Misas, puesto que la sentencia ya está echada para la eternidad. Las benditas almas del Purgatorio sí requieren sufragios.
Está muy bien que se den muestras de aprecio por los difuntos. Pero estaría mucho mejor que se preocuparan de los que van a morir, a tiempo, a fin de que no les faltasen los auxilios espirituales que pueden apartarlos de la condenación eterna y conducirlos al Cielo.
Los cuidados corporales debidos al anciano disminuido en fuerzas y a todo enfermo, tienen su importancia y su valor cristiano; pero son incomparablemente superiores los que se refieren al alma. Estos se relacionan directamente con la vida eterna; aquellos afectan tan sólo a esta pobre vida temporal.
La recepción de los santos sacramentos en el trance de la muerte es un verdadero mandamiento de la Santa Madre Iglesia de modo que el enfermo grave que rehúsa recibirlos o los familiares que por no asustarle o por cualquier otro pretexto estúpido no le avisan a tiempo -sobre todo si el enfermo no se da cuenta por sí mismo de que está gravemente enfermo- cometen, sin duda ninguna, un verdadero pecado mortal (Teología de la salvación, P. Antonio Royo Marín, OP).
¿Qué debe recibir un enfermo católico de parte de la Iglesia?: - La confesión sacramental. - El Santo Viático: el Cuerpo de Cristo. - El sacramento de la Extremaunción. -La bendición apostólica. - Las plegarias de recomendación del alma.
Por favor que no nos adornen los velorios, entierros y Misas de nuestros amigos y familiares difuntos con la patética cancioncilla "más allá del sol", no necesitamos adormecimientos, necesitamos atención sacerdotal.
En cuanto a nosotros se refiere: «cuándo moriremos, no lo sabemos. Cómo moriremos, tampoco. Pero sabemos que si morimos en pecado mortal, nos condenaremos». Señores, estamos a tiempo todavía.
german_mazuelo_leyton@yahoo.com
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