Edmundo Camargo Ferreira. Sucre, enero 21 de 1936 - Cochabamba, marzo de 1964. Poeta. Miembro de la Segunda Generación de Gesta Bárbara. Durante su infancia residió en la ciudad del valle. En 1955 se trasladó a España donde estudió Filosofía y Letras. En París conoció a la artista y pedagoga Francoise Vaervele con quien contrajo matrimonio. Europa relacionó al vate con la literatura surrealista, determinante en su obra. Dos años después de su retorno a Bolivia (1960) enfermó gravemente, y a partir de entonces testimonió su peripecia mortal en sus creaciones.
Se publicó póstumamente los poemarios: Del tiempo de la muerte (1964) y Obras completas (2002). En narrativa: La escalera (1978)
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Batanes de la pena
Viejo el planeta tiene
la forma de una lágrima
que algún dios lloraría
de un ojo ya sin llanto.
La sombra da su sermón
a fraile a la tierra mendiga
que arrastra en los caminos
su sandalia de polvo y el árbol pasa lista
a su alumnado de pájaros violeta.
Yo quisiera esperarte
sin este pergamino de pena
escrito con tu nombre.
El tiempo te recorta del libro de la noche
y solo queda un hueco
por donde pasan roncos los planetas.
Si estás hecha de la plegaria
que repiten los árboles,
cuando juntan las hojas de sus manos
y eres dulce como
el verso desnudando la piedra.
Hoy la noche ha llegado
mordida por los perros y el aire cuelga
un gallo difunto sobre el viento.
Amor, ya no dejes tu paso junto al pozo;
allí se ahogó la luna,
y flota muerta. Pasa de largo
hasta encontrar mi sangre
creciendo hacia mi alma
hasta tocar el sueño,
porque la muerte quiere
medir nuestra existencia
para su metro exacto
de tierra hereditaria.
Estoy solo, más hecho de silencios
que de olvido, en tanto que la sombra
es una plaga de ratones
royendo este pedazo de luz trasnochadora
y se enmohece
la herrería metálica de un grillo.
Ya mi voz va agotando
su lenta concertina
porque no llegas a borrar
el cinema de otoño sobre el alma,
acaso tu vacío puede zurcir
las redes de la noche
que aprisionan los astros
y que hoy un mundo
deshizo al huir de la nada.
Mi dolor sale a gritos a predicar
tu nombre en el camino,
mas la tierra mendiga
solo extiende la mano
donde cae la moneda de estaño de la luna.
Pinares
Los antiguos pinares
huelen a cielos sudorosos
a días que ondean
como trigales amarillos.
El viento cuelga su esqueleto
en ellos posa el sol sus palomares
líquidos.
Acaso sus raíces
han palpado el rostro
de muertos inefables
o reunido los órganos
de un pájaro de cal.
Hoy sacian oscuros corazones
de madera en incunables de agua
en esos pergaminos
grabados en hueco
con países
donde el viento
tiene barbas de apóstol.
Y coléricos
alteran el aire seco
sacudiéndolo en su telaraña
desprendiendo
hojarasca de humo disecado.
Recuerdan
que ángeles diluidos de estío
bajaron a vendarles
las llagas
cuando la tierra
desecaba sus rojos leprosarios.
***
Y saben que al tiempo
de las metamorfosis
una voraz primavera
los brotará del fondo
de la tierra donde
cadáveres segregadores
de minerales venenosos
estarán esperando
a un dios estremecido
de sangrientas linfas.
Canción
Me echaré de cara a la tierra
el cielo está habitado
más vale que el árbol
disperse mi corazón como una flauta
en fin que el trigo
se acenize en mi boca
el cielo está habitado.
En mis tibias el aire ulula
el estanque se mueve tras mis pasos
el agua marcha sobre sus patas
la piedra se abre como una oreja
maquinaria bien aceitada
gira sus átomos
los pájaros no fueron hechos para cantar
gusto su peso en las ramas
sus metales chirriantes
que la lluvia lima y corroe.
La oreja contra la tierra
descubrirá un mediodía
de hace diez siglos
el ojo llora ceniza
la miel de un nombre
se cuela a las encías
busco un sueño con las manos
bajo un cielo habitado
maduro como la poma a punto de caer
vale más caer de pecho a la tierra
dejar crecer la piedra en los bolsillos
y que una bestia un día
nos endulce los huesos con su lengua
cálida como un sol sin movimiento
El gato duerme bajo el párpado.
Hay una anciana
Hay una anciana
que siempre come sola,
me ha hecho llorar el verla
como si fuera el hijo
que no ha llegado a tener.
Me ha mirado en silencio;
la he mirado
gritando con mi alma
tú no estás sola, abuela,
tú no estás sola.
Un foco ha llorado
su lagrimón de vidrio
en la alcuza
el vinagre se ha hecho dulce
y la anciana
mascando su propio pensamiento,
me ha mirado de nuevo,
dulcemente.
Hombre
Bajo el ojo demente de la anémona
los muertos se tiñen de la corriente roja del otoño.
Cantaron piedras en la voz.
Llave de fierro en la lengua.
El cielo punzó de pronto el costado de las pomas
con un dedo de hierro oliendo el ozono de los palomares.
Tus párpados agudos
fueron las catedrales doradas por la lluvia marginal.
El agua se agregó a los vitrales en ángel inodoro
y todo se pobló rápidamente
de caballos y de carrocerías laceradas.
Los niños encendían su voz como una lámpara exangüe.
En las noches se balanceaban las lámparas de sus voces.
El bosque metió en movimiento su mecánica
donde cada engranaje de hoja
se hincaba entre pájaros aún en crisálida.
Como extremo las constelaciones
ahorcando campanarios y gallos imantados.
En un desierto familiar los leones dormían.
Entonces tú volcaste la página.
Tus ojos se habitaron de horror y grabados de madera.
La antigua Babilonia de hilos telefónicos
traspasada de voces y de trenes desiertos
te vació los tímpanos hasta la alucinación
y su savia reía en tu interior
en arcoíris secos y picoteados
por los aviadores teledirigidos.
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