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Fragmento
La habitación era cuadrada, o rectangular, u oblonga, o quizás fuese oblongamente rectangular, oblongamente cuadrada, rectangularmente ovalada, elÃpticamente cuadrada, no sé, quién sabe. La habitación, quizás, era cada dÃa de una forma. Cada tarde, cada noche, cuando la lluvia azul de sus paredes descendÃa como un lento desangramiento atardecido, como una humedad del tiempo más que del aire, como un llanto de las cenefas o una respiración de los espejos.
La habitación tenÃa una atmósfera azul, en todo caso, pero bien sabÃamos que el revés de aquel azul era un sepia, un sepia quemado, un sepia de recuerdo, magnesio y olvido. Digamos que la voluntad de la habitación era azul, que la habitación tenÃa una voluntad de azul, o una voluntad azul, más sencillamente, pero de vez en cuando quedaba traicionada por el sepia, le salÃan del fondo de los armarios y de los cajones, y de debajo de las mesas y de las alfombras, y por detrás de los espejos y de los cuadros y de las fotografÃas, unos rebordes sepia, unas cenefas, unos zócalos tristes. Como una mujer que se viste de azul y de pronto sonrÃe y le vemos un diente de metal. El azul era nuestra fe en la vida y el sepia era la verdad de la vida, el color triste y antiguo que se irÃa comiendo los azules, el fuego tibio y soso que va empalideciendo las cosas, pero todavÃa éramos lo suficientemente jóvenes como para no ver o no querer ver el sepia, como para dejar que nuestras almas -barbos lÃricos- nadasen en las aguas azules de la habitación azul. TenÃa, sÃ, la habitación, retratos solemnes, espejos con vida, muebles reverentes, mesas autoritarias, todo del color hondo de la madera con memoria, pero todo bañado en el añil ideal, voluntario y mojado de aquellos dÃas. Hasta que por cualquier resquicio asomaba el sepia triste, un sepia de ratas, olvidos, pobreza o pasado.
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En el azul de la estancia podÃan brillar las platas espesas de la cuberterÃa o coberterÃa, que ya entonces tenÃa yo la duda de esta palabra, y nunca he tratado de resolverla, sino que lo he evitado, porque asà tengo dos palabras, dos sugestiones, dos sonidos. Los dos sonidos, los muchos sonidos que tenÃa aquella plata de los domingos, de las comidas, de los velatorios, de las grandes y las pequeñas fechas de la familia. En el azul de la estancia (y hablo de la estancia porque es importante) podÃan lucir los oros mate de las molduras, por ejemplo, aquel marco denso y excesivo que le habÃamos puesto, que le habÃan puesto a una lámina de La Gioconda, a una reproducción mediocre de La Gioconda, y que hace que, desde entonces, La Gioconda tenga para mà una pobreza y un convencionalismo de interior pequeñoburgués, y que su sonrisa me haya parecido siempre la sonrisa ignorante y aldeana de una moza endomingada y antigua, sin mayor secreto, enigma ni interés.
Pero viejos ebanistas al servicio de la familia habÃan forjado aquel cuadro a mayor gloria de tan alta dama, y el más joven y pretencioso de los ebanistas, el de pelo más negro y rizado, sin duda se sintió un poco leonardesco trabajando para Leonardo, haciéndole un marco de voluta y purpurina a aquella reproducción de tercera mano, a aquella lámina con los colores cambiados y los fondos perdidos. La Gioconda era como la sonrisa renacentista de la libertad en nuestro cuarto de imaginar libertades, pero a mà nunca me dijo nada. A mà La Gioconda me daba igual, y me sigue dando.
En cuanto a los antepasados de los grandes retratos y las grandes fotografÃas, eran para mà tan antiguos como La Gioconda, y me quedaban igual de indiferentes y convencionales, una imposición de los mayores, algo que habÃa que ignorar, porque estaban perdidos también en la floresta antigua de la familia, de la historia.
Las muertas de la familia tenÃan diadema en la frente y los muertos de la familia tenÃan barba de zares, de modo que todos los antepasados, todos los antiguos, todas las gentes anteriores a nosotros nos parecÃan muy iguales entre sÃ, intercambiables, y ellas estaban todas entre la reina MarÃa José (reina o emperatriz) y Greta Garbo, mientras que ellos estaban todos entre los Romanoffy el último presidente del Gobierno. Daba igual.
El adolescente -porque nosotros éramos adolescentes- encuentra que la humanidad ha sido muy confusa, indefinida, imprecisa, indeterminada e indiferenciada hasta que ha llegado él al mundo y, sobre todo, hasta que ha llegado a esa mayorÃa de edad convencional y anticipada, precoz e impaciente, que es la adolescencia. No es fácil distinguir entre sà a los filósofos griegos, a los emperadores romanos, a los poetas románticos, a los pintores clásicos ni a los reyes godos. El mundo sólo empieza a estar claro con uno mismo. Uno, hacia esa edad, hacia aquella edad, se siente neto, definitivo, frente a la ambigüedad fundamental de las grandes figuras históricas, de las pequeñas figuras municipales y de los parientes de la familia. Lo cual no empece -entonces decÃamos "no empece"- para que uno, al mismo tiempo, se sufra y experimente a sà mismo todo el dÃa, se soporte en forma de medusa, pulpo de indefinidos tentáculos, nebulosa versificante y tal.
No otra cosa es la adolescencia que ese estar maduro por un costado y verde por el otro, de modo que yo podÃa sentirme perfilado, refulgente y neto frente a los dioses de la mitologÃa y los generales de la historia, que no eran más que un magma común, pero al mismo tiempo me sentÃa invertebrado, desvaÃdo y tonto frente a cualquier funcionario público, visita de casa o señorita de escasos medios.
Y digo que nuestras almas nadaban como barbos lÃricos en las aguas azules y mediocres de la habitación, porque al otro extremo de la misma, junto a la ventana enrejada, estaba mi primo, alguno de mis primos, con su laúd, sus versos, su bigote temprano y sus amores, haciendo música, haciendo poesÃa, haciendo romanticismo, sentimentalismo, erotismo blanco y sonetos malos. Ã?l sà puede que tuviera un perfil, una personalidad, una persona, una máscara (ya aprendÃamos entonces en los griegos que máscara significa persona). Algo. Ã?l debÃa tener algo, porque habÃa decidido llegar a los veinte años -tan lejanos aún- hecho un poeta romántico, un músico medieval o un padre de familia, mientras que yo, más lejano aún de los veinte años, no habÃa conseguido acerar ni acendrar mi alma mediante el laúd, el endecasÃlabo, la novia o el bigote, asà que andaba perdido entre todas esas posibilidades y otras muchas, sin optar por ninguna, temeroso de la dispersión, ni optar tampoco por una sola de ellas, temeroso de la limitación.
Un adolescente es un proyecto de adulto que fracasa todos los dÃas para volver a empezar, y mientras que el romanticismo de mi primo le permitÃa simultanear el laúd, los versos, el amor, el bigote, el sentimiento y la vida, mi cartesianismo naciente, mi intelectualismo incipiente y mi cobardÃa congénita me llevaban por el camino del orden: asà que yo era la posibilidad de un bigote, la posibilidad de un laúd, la posibilidad de un soneto, la posibilidad de un amor. Yo era pura posibilidad. Más que un bigote, yo era la ausencia de mi bigote. Más que nada yo era -parafraseando a los modernistas españoles que por entonces empezaba a leer- mi melena rubia y el bigote que me faltaba. Yo no era nada. Nadie.
Francisco Umbral. España, 1932-2007.
Poeta, periodista, novelista, biógrafo y ensayista.