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Consulto el panorama, envuelto con el disfraz del rigor académico, que un crÃtico de prestigio trazó nada menos que en 1974 de la novela española contemporánea y sin sorpresa compruebo -porque estoy acostumbrado a este tipo de sustos- que Umbral, quien a tamañas alturas de su dilatada trayectoria ya habÃa publicado obras como TravesÃa de Madrid (1966) y Memorias de un niño de derecha (1972), tenÃa en puertas Mortal y rosa (1975) y andaba en la gozosa capilla del premio Nadal con Las ninfas (1975), sólo respira en sus páginas, con subrepticia aspiración de canónicas, por la angosta gatera del centón bibliográfico de los apéndices y ese gratuito alarde de notas que casi nadie consulta, allà y entonces vana e inútilmente reducido por el tal sabio apócrifo a la letra pequeña de las referencias desmadejadas. Tal cual "el momento", tamaña su catadura, que asà son o eran las cosas, asà de duras, cuando de literatura se trataba o se trata. Recién instalado en la cuarentena (nació en Madrid, en pleno barrio de Lavapiés, el 11 de mayo de 1935, hijo prematuro de la guerra que, en consecuencia, accederÃa a la vida por la amarga etapa de la ciudad "de un millón de cadáveres"), en ese "momento" con biografÃas en su haber que rozaban el ensayo, autor de una buena gavilla de medidos cuentos, festejados por distinciones como la del premio Gabriel Miró del sesenta y cuatro, diversas novelas de toda Ãndole y extensión -cortas y largas, epistolares o a caballo entre la imaginación y la crónica, variaciones memorialistas o implacables cuadernos de anotaciones-, tres o cuatro recopilaciones adventicias y con singular decisión proyectado sobre el autoformativo trasfondo de un sinfÃn de artÃculos por bagaje, Umbral accedÃa a la plenitud con los lectores de cara mientras notables profesionales del asunto miraban al tendido, tal vez, como apuntó José MarÃa Valverde, por haberse lanzado de lleno, fiel a sus mismos designios, al siempre peliagudo intento de "crear su propio género nuevo", y lo que todavÃa resultaba más insoportable, por haberlo hecho anunciando el firme propósito de que también se disponÃa a "dejarlo agotado y abolido" desde la pura o impura verdad del texto.
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En ese sentido, Las ninfas marcan, indudablemente, un punto y aparte, natural desembocadura de esa literatura de la memoria del tiempo oscuro que desde el principio caracterizó con indeleble impronta a Francisco Umbral y eje a la vez del posterior ahondamiento en sus esquinas sombrÃas, desgarradamente iluminadas a través de una recurrencial trinidad de obsesiones; a saber la de la infancia y la adolescencia, Madrid y Valladolid en calidad de escenarios de introducción (o asalto) a la vida con sus distorsiones, la avidez del erotismo y el deshojamiento de las ilusiones: todo ello latiendo de manera sostenida en la punta de las metáforas, todo, absolutamente todo y absolutamente siempre supeditado (y sacrificado) al placer de crear, desde El Giocondo (1970) o Lord Byron (1969) hasta Lola Flores, sociologÃa de la petenera (1971). Para ningún tema, para ninguna materia dejaba Francisco Umbral de hallar acomodo, bien de primera mano o bien recreado, y para cualquier asunto narrativo habÃa espacio en el salvaje océano de una prosa en continuado trance de ebullición.
Las ninfas, lo apunté más arriba, clausuraba una serie de cuatro novelas volcadas sobre el recuerdo de la infancia y la juventud, abierta en crepúsculo hacia el panorama del interior, "entre las tarantelas melancólicas del laúd de mi primo, los versos modernistas que me habÃan caÃdo en las manos, (Â?) las radios de las cocinas (...) y los gritos de los chicos allá abajo, en la plazuela", para adentrarse después en el terrible baldÃo de la iniciación al sometimiento y el tedio en la década de los cuarenta en una ciudad de provincias, expresión quizás malinterpretada ahora, porque debe aclararse que Madrid también era entonces una ciudad de provincias y España entera, al menos cierta España, de alguna manera un casino con el escaparate empañado, cuartos de atrás y trastienda. Habitaban aquella ciudad expectativas apagadas y conatos de monstruos con el alma surcada por la cicatriz de "un gesto cÃnico de estar de vuelta" sin haber ido, por supuesto, a casi ninguna parte, salvo a la esquina para llamar al sereno, impenitentes viajantes al desván de los deseos reprimidos y a la covacha de las masturbaciones, arrumbados trastos humanos de una realidad yacente que, en el cenit de las rebeliones obedientes, bebÃan vino albañil y prendÃan el cigarro con cirios mientras "yo me aburrÃa".
Tal derroche de promesas, semejante horizonte de posibilidades, lo acanallaba todo. Los juegos y las tertulias, los paseos y el ambiente de las redacciones, el cine barato y las tabernas pobres; el amor, inevitablemente abocado a la renuncia o el agostamiento, cuando no a las dos cosas, algo que era, parece, bastante frecuente. Quedaba el resquicio de la huida y asÃ, por cierto, sucede esta novela, tan demoledora, de Las ninfas: MarÃa Antonieta, ni novia ni amante, mero aliviadero el uno para el otro de efusiones y urgencias, "se encogió de hombros" y cansinamente añadió "no sabes lo que quieres". Al tanto de los desvelos literarios del protagonista, aquello, obviamente, "no daba dinero" y ella, por descontado, "no iba a entenderlo nunca". Ella y él subieron de nuevo a las bicicletas y, huyendo de ellos mismos, pedalearon con furia, en silencio, cada metro más distanciados. Sencillamente sucedió que pronto fueron dos puntos inconciliables. Entre tanto amanecÃa y la ciudad, sus viejas torres románicas, se dibujaban hacia el fondo de la carretera como "una especie de minaretes en el desierto".
Las ninfas vino a poner término a bastantes tópicos y a cierto tono, a muchas visiones estereotipadas, a no pocos clichés narrativos y, desde la radical eficacia de un lirismo amargo, puede decirse que clausuraba un perÃodo. Cambió su "momento" y hoy lo sabemos.
w Gonzalo Santonja Gómez-Agero.
España, 1952. Escritor y crÃtico literario
De: Prólogo a "Las Ninfas"