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Domingo 08 de octubre de 2017

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Cultural El Duende

La máscara del caminante

08 oct 2017

El cineasta y escritor orureño Vicente González-Aramayo Zuleta, narra la historia del revolucionario que en 1966 pasó por Huanuni, Oruro. El título original de la obra es "Marte estuvo aquí" y ha sido galardonada en el Concurso de Cuento y Poesía "Javiera Carrera", Chile, 1985. También aparece en la Revista Casa de las Américas, 2002

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Aconteció en el pueblo de Huanuni, en aquel tiempo en que gozó de gran opulencia por la explotación de las minas de estaño, primero por Patiño, cuando fue parte de la Bolivian Tin & Tungsten Mines Corporation, después por la Corporación Minera de Bolivia y las cooperativas mineras. Eran otros tiempos de versión californiana por el auge y la cantidad de gente que albergaba: comerciantes de toda índole que podían vender todo y bien, un movimiento dialéctico de las bielas de la empresa y un sindicato de hombres de invalorable conciencia social.

Uno de los empleados de la Empresa Minera Huanuni era amigo que tuve desde mi infancia: Alberto Peña Díaz, quien hacía más de cuarenta años trabajaba en la empresa. Era totalmente sordo debido a una meningitis cerebro-espinal que contrajo a los trece años. Desde entonces vivía aislado virtualmente en su desentrañable mundo de silencio al cual se había acostumbrado. No obstante, leía mucho, pintaba y hacía fotografía, y tales actividades se convertían en su equivalente psicológico.

Cuando la sirena, característica de los centros mineros bolivianos, ululaba al mediodía llamando al almuerzo, Alberto iba a la plaza, sagradamente compraba el diario La Patria, ingresaba a su pensión, tomaba una mesa, y almorzaba mientras leía el periódico. Era el mes de octubre del año 1966.

Aquel día ingresó en el local un hombre alto, con chaqueta de cuero negro, sombrero de ala ancha, calzados gruesos. Llevaba un maletín negro. Era notorio que se trataba de un extranjero. Sentóse amablemente en la misma mesa en que se hallaba Alberto. El mueble estaba arrimado por uno de sus lados cortos a la pared. Saludó amistosamente, y pronto se dio cuenta de que Alberto era sordo. Preguntó y este lo confirmó.

Entonces, el recién llegado se comunicó con él escribiendo en servilletas de papel. La gente de Huanuni hablábamos con el comensal, incluyéndome, mediante el alfabeto hecho con las manos. Y la conversación se desarrolló amena durante el almuerzo hasta que de nuevo ululó la sirena, Alberto consultó su reloj pulsera y se apresuró para regresar a su trabajo. El visitante era periodista y escritor chileno.

Al día siguiente aconteció lo siguiente: Alberto, siguiendo su rutina de mediodía compró nuevamente el periódico e ingresó a su pensión. Cuando ya almorzaba, acompañando al periodista chileno del día anterior, entraron en la fonda tres personas más: un hombre con chamarra de cuero verde y anteojos de cristal para sol. Este se quitó una gorrita también de color verde, mostrando una calva reluciente. Se acomodó exactamente frente a Alberto. Lo acompañaban otro señor un tanto moreno, vestido con terno azul y una mujer joven guapa de cabello castaño oscuro y ojos claros protegidos por espejuelos verdes. Todos frisarían entre los treinta y treinta y cinco años a lo más.

El señor de la calva le fue presentado a Alberto como los demás por el periodista chileno, quien luego de enterarlos que el comensal era sordo, comentó que los recién llegados eran sociólogos y estudiosos de antropología, en sí científicos que visitaban Bolivia, aunque con agenda turística.

El señor de frente a Alberto, con manos y uñas inmaculadamente limpias, escribía muchas preguntas con un bolígrafo en los bordes blancos del periódico de Alberto. Y una de ellas fue: "¿Por qué no aprendiste a leer los labios? Te habría sido muy ventajoso, pues, siendo así se puede leer lo que la gente habla a gran distancia, más aun lo que la gente conversa, empleando prismáticos". Alberto respondió que probablemente no aprendió de esa manera porque se adelantó con el alfabeto de los dedos, habituándose a ello.

***

En noviembre de l967, un año después, al mediodía, cuando Alberto ya salía de su trabajo, recibió la visita del periodista chileno. Lo tomó amigablemente y, tras hacerle recuerdo de aquel almuerzo y de los tres acompañantes que habían compartido merienda en aquella ocasión, le preguntó dónde estaba su diario La Patria en cuyos bordes aquel señor calvo que se sentó frente a él había escrito tantas preguntas.

Alberto respondió que siendo un diario de un año anterior, simplemente lo había desechado. No obstante, como se sabía, Alberto vivía solo en un cuarto, donde probablemente todo estaba en desorden, y siendo así, era posible encontrar aquel periódico. Le pidió ir a su domicilio. Fueron, pero desafortunadamente no hallaron el diario.

Alberto sugirió que en Oruro, en la editorial del matutino, se podía conseguir un ejemplar de aquella fecha, porque recordaba que ese día casualmente era cumpleaños de un pariente. Sin embargo, el amigo chileno, con rostro contrariado, explicó que no se trataba de un periódico pasado simplemente, sino que aquel ejemplar donde escribiera ese señor calvo tenía un significado relevante para él. "¿Por qué?", preguntó Alberto mientras se dirigían a la plaza donde el visitante tomaría un vehículo para ir a Oruro, y de allí volver a su país. La respuesta no podía ser más intrigante. Aquel señor que escribiera allí era el CHE GUEVARA, quien había estado en Bolivia bajo la máscara de Adolfo Mena.

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