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Domingo 24 de septiembre de 2017

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Cultural El Duende

Música (aún) contemporánea

24 sep 2017

Diego Fischerman. Periodista y crítico musical argentino

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Segunda de tres partes

En la música, donde lo abstracto -o por lo menos su idealización- era una condición de existencia, esos cambios tuvieron, para muchos, el efecto de un abismo. Por múltiples razones, no sólo de la percepción y de las expectativas con respecto a lo que la música debía ser, sino también sociales y de circulación, el abandono del sistema alrededor del cual la música había tejido sus redes de significado durante unos seis o siete siglos, fue rechazado por gran parte del público habituado a escuchar música.

Curiosamente, como señala el musicólogo Nicholas Cook, los mismos sonidos que algunos rechazan con virulencia en una sala de concierto son aceptados como música de una película, aunque sea de terror. Podría pensarse que, en ese caso, el sostén narrativo que la música perdió dentro de sí, lo encuentra, para el oyente, en imágenes externas.

La cuestión del rechazo del público hacia eso que todavía se llama música contemporánea, considerados en bloque tanto uno como la otra, es por supuesto, más compleja. No todo el público es igual, y parte de él no sólo no rechaza las expresiones sonoras más osadas sino que, incluso, sólo las busca a ellas. Y tampoco toda la música contemporánea es igual o presenta el mismo tipo de desafíos a sus oyentes potenciales.

Pero lo interesante es ahondar en qué es lo que ese supuesto rechazo tiene de cierto. 0, mejor dicho, de qué habla. Es decir, qué pactos implícitos acerca de lo que la música es -o debe ser- transgrede, para el sentido común, eso que, en conjunto, se identifica como música contemporánea. Y, más allá de las numerosas diferencias entre unas músicas contemporáneas y otras, lo que todas ellas alteran es ese sentido narrativo, esa relación entre tensiones y distensiones sostenida por un ritmo perceptible como tal, que, con variantes y cada vez de una manera más compleja -y en relación más tirante con el propio sistema-, había estructurado el discurso musical durante siglos. Es decir, una cierta manera de ser direccional.

La tonalidad funcional fue precisada en el siglo XVIII, en pleno auge del iluminismo, por el compositor y teórico francés Jean-Philippe Rameau y establece toda una serie de jerarquías entre sonidos, dispuesta para que la sucesión de tensiones y reposos momentáneos conduzcan al reposo final y, sobre todo, para permitir la postergación y dilación de ese reposo. Esta cadena de postergaciones se haría más sutil, más compleja y elaborada a lo largo del siglo siguiente, hasta llegar a las puertas de su propia disolución.

Cuando se dice que la música del siglo XX fue la de la crisis de la tonalidad se comete, entonces, un error. La crisis, como la de todas las estructuras complejas, ya estaba inscripta desde el principio. Es más, de alguna manera, era la que le daba sentido al sistema. El coqueteo entre la tensión y el reposo, el juego alrededor de la prueba progresivamente más osada acerca de cuánta acumulación de tensión podía soportar el sistema, sólo podía desembocar, más tarde o más temprano, en la propia desintegración -o en la completa reformulación- de ese sistema.

No es que las tendencias estéticas de la música surgidas a partir del siglo XX puedan reducirse al eje tonalidad-atonalidad. Y, en rigor, para el oído del público habitual de "música clásica", el abandono de pies rítmicos identificables como tales es aún más desorientador que el atonalismo.

Pero la ruptura de la tonalidad funcional ocupó, para los detractores, el lugar de fuente de todos los males. En realidad, lo único que da posible unidad al inmensamente variado paisaje musical que se despliega en múltiples orientaciones desde el siglo pasado es, justamente, la proliferación de ejes a partir de los cuales se articula. 0, en todo caso, cómo diversos parámetros, que estaban presentes desde siempre en la música, fueron conscientemente trabajados -y constituidos en principio constructivo- desde las crisis del romanticismo, a fines del siglo XIX.

El timbre, el ritmo, las densidades, la intensidad, las texturas, la interválica, siempre formaron parte del discurso musical. Tanto como el color o las relaciones de equilibrio fueron siempre elementos de la pintura. Lo que cambió en el siglo XX -aunque fuera un cambio que venía gestándose paulatinamente desde el mismo inicio del lenguaje como tal- fue que esos elementos se independizaron progresivamente, empezaron a tener un valor en sí mismos y comenzaron a convertirse en ejes, en principios, a partir de los cuales se pudieron estructurar nuevos sistemas de conducción de las variables sonoras.

Ya en las primeras décadas de ese siglo se configuraron discursos musicales en función no de las tensiones y distensiones prefijadas por el sistema tonal sino del color (como sucede con Edgar Varése), del ritmo (Ígor Stravinski) o de las relaciones entre intervalos despojados de otro sentido que el de ser intervalos en sí (Arnold Schönberg, Alban Berg y, principalmente, Anton Webern).

La problemática de la música compuesta a partir del siglo XX, entonces, tiene más que ver con la identificación de sus principios constructivos -principios que son nuevos como tales pero que existen en la música, como elementos de un sistema, desde siempre- que con el hecho de que plantee una ruptura radical con todo el pasado.

La música del siglo XXI

La música actual incluye tanto a las vanguardias como a quienes reaccionaron contra ellas; los lenguajes electro acústicos y los retornos a instrumentos del pasado, como el clave o la flauta dulce o, en la voz humana, el registro masculino de contratenor o falsettista; la nueva simplicidad y la nueva complejidad; los idiomas más conscientemente abstractos y la música de cine; las óperas y las anti óperas; a los compositores que desde las músicas populares llegaron a los lenguajes eruditos y a quienes hicieron el camino inverso; el minimalismo, el intento de pautación de todos los parámetros y la incorporación de la improvisación como recurso constructivo o la liberación de casi todos los parámetros en la música aleatoria; el entronizamiento de la obra como estética -y del lenguaje como obra- y la destrucción del concepto de obra.

Pero, además, la aparición de medios masivos de comunicación y la democratización de ciertos bienes de consumo colocaron en el centro del mundo musical algo absolutamente nuevo: la música artística de tradición popular. Está aquella a la que el mero cambio de uso trocó en objeto diferente del que había sido en su origen: la música para cazar elefantes de los pigmeos o el son jarocho, escuchados en el equipo de audio doméstico, discutidos o coleccionados como antes sólo podían serlo las canciones de Schubert y los Tríos de Brahms.

Y está la que, a partir de la conciencia sobre los nuevos usos y posibilidades de circulación, se refinó, tomó procedimientos prestados de la tradición escrita y llegó, en ocasiones, a niveles de complejidad y especulación con el lenguaje incluso mayores que los de la misma música clásica, cuyos límites, por otra parte, son cada vez más difíciles de trazar con precisión.

En un mundo en que ya desde hace tiempo la música de tradición europea y escrita dejó de ser la única capaz de perdurar -el disco cambió eso para siempre- y de cumplir funciones ligadas más o menos exclusivamente con la escucha abstracta o su idealización -en cualquier concierto de jazz o de ciertas clases de rock la música se escucha-, las reglas prácticas dejaron largamente de corresponderse con su correlato teórico.

Continuará

De: "Letras Libres", 2009

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