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Domingo 24 de septiembre de 2017

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Cultural El Duende

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24 sep 2017

John Berger

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El arte de cualquier época tiende a servir los intereses ideológicos de la clase dominante. Pero si nos limitaremos a decir que el arte europeo de 1500-1900 sirvió los intereses de las sucesivas clases dominantes, todas ellas dependientes de diversas maneras del nuevo poder del capital, no diríamos nada especialmente nuevo.

Nosotros nos referimos a algo un poco más preciso: un modo de ver el mundo, que venía determinado en último término por nuevas actitudes hacia la propiedad y el cambio, encontró su expresión visual en la pintura al óleo y no podía haberla encontrado en ninguna otra forma de arte visual.

La pintura el óleo es a las apariencias lo que el capital a las relaciones sociales. Lo reducía todo a la igualdad de los objetos. Todo resultaba intercambiable porque todo se convertía en mercancía. Toda realidad era mecánicamente medida por su materialidad.

El alma se salvó gracias a la filosofía Cartesiana al entrar en una Categoría aparte. Un cuadro podía hablar al alma, pero por referencia a ella, nunca por el modo en que la imaginaba. La pintura al óleo transmitía una visión de exterioridad total.

Inmediatamente nos vienen a la memoria cuadros que contradicen esta afirmación. Obras de Rembrandt, El Greco, Giorgione, Vermeer, Turner, etc. Pero si estudiamos estas obras en relación con la tradición como un todo, descubriremos que son excepciones de una clase muy especial.

La tradición estaba integrada por muchos cientos de miles de lienzos y pinturas de caballete distribuidos por toda Europa. Una gran parte no ha sobrevivido. De las que han llegado hasta nosotros, solamente una pequeña fracción se considera hoy auténticas obras de arte, y de esta fracción, otra también pequeña comprende los cuadros reiteradamente reproducidos y presentados como obras de "Los maestros".

Los visitantes de los museos de arte se sienten muchas veces abrumados por el número de las obras expuestas, y se reprochan no ser capaces de concentrarse más que un puñado de estas obras. De hecho, tal reacción es perfectamente razonable.

La historia del arte ha fracasado totalmente a la hora de resolver el problema de la relación entre la obra maestra y la obra media de la tradición europea. La noción de "genio" no constituye en sí misma una respuesta adecuada.

En Consecuencia, la confusión reina sobre las paredes de las galerías. Obras de tercera fila rodean a una obra maestra sin que se explicite -y menos aún se explique- lo que las diferencia.

El arte de cualquier cultura muestra siempre acusadas diferencias de talento. Pero en ninguna otra cultura es tan grande la diferencia entre la "obra maestra" y la obra media como en la tradición de la pintura al óleo. En esta tradición, la diferencia no es sólo cuestión de habilidad o imaginación Sino también de ética.

La obra media era una obra producida con más o menos cinismo -especialmente, y cada vez más, a partir del siglo XVII- es decir, los valores nominales expresados significaban menos para el pintor que terminar el encargo o vender su producto.

La obra mal hecha no era resultado de la torpeza ni del provincianismo, sino de un mercado en que la demanda crecía sin cesar. El período de la pintura al óleo coincide con el auge del mercado libre de obras de arte.

En esta contradicción entre arte y mercado debemos buscar las explicaciones de ese contraste, de ese antagonismo entre la obra excepcional y la obra de calidad media.

Tras reconocer la existencia de obras excepcionales, sobre las que volveremos después, echemos ahora un vistazo a la tradición en general.

Lo que distingue la pintura al óleo de cualquier otra forma de pintura es su especial pericia para presentar la tangibilidad, la textura, el lustre y la solidez de lo descrito. Define lo real como aquello que uno podría tener entre las manos. Aunque las imágenes pintadas son bidimensionales, su potencia ilusionista es mucho mayor que la de la escultura, pues sugiere objetos con color, textura y temperatura que llenan un espacio y, por implicación, llenan el mundo entero.

El cuadro Los embajadores, de Holbein (1533), aparece al comienzo de la tradición y, como suele ocurrir con las obras de los primeros tiempos de una nueva época, no recurre al disimulo. El modo en que está pintado muestra claramente el carácter de este tipo de pintura. ¿Cómo está pintado?

Está pintado con gran habilidad para crear en el espectador la ilusión de que mira objetos y materiales reales. Ya dijimos en el primer ensayo que el sentido del tacto era como una forma estática y restringida del sentido de la vista. Cada centímetro cuadrado de la superficie de este Cuadro, aunque sigue siendo puramente visual, apela al sentido del tacto, casi lo importuna.

El ojo pasa de la piel a la seda, del metal a la madera, del terciopelo el mármol, del papel al fieltro, y todo lo que el ojo percibe está ya traducido, dentro del cuadro mismo, el lenguaje de la sensación táctil. Los dos hombres tienen cierta presencia, y hay muchos objetos que simbolizan ideas, pero el cuadro está dominado por los materiales de los objetos que rodean a los hombres y de las ropas que visten.

Salvo las manos y los rostros, no hay en todo el cuadro una superficie que no nos hable de su cuidada fabricación -por tejedores, bordadores, tapiceros, orfebres, guarnicioneros, mosaiquistas, peleteros, sastres, joyeros- y de cómo este trabajo y la riqueza resultante ha sido finalmente retrabajado y reproducido por Holbein, el pintor.

Este énfasis y la pericia subyacente fue una de las constantes de la tradición de la pintura al óleo.

Las obras de arte de las tradiciones anteriores celebraban la riqueza. Pero la riqueza era entonces símbolo de un orden social fijo o divino.

La pintura al óleo celebraba una nueva clase de riqueza: una riqueza más dinámica, cuya única sanción era el supremo poder de la compra del dinero. Y así, la pintura misma tenía que ser capaz de demostrar la deseabilidad de aquello que se podía comprar con dinero. Y la deseabilidad visual de lo que puede comprarse estriba en su tangibilidad, en como halagará el tacto, la mano, del propietario.

En el primer plano de los Embajadores de Holbein hay una misteriosa forma ovalada y oblicua. Representa un cráneo muy distorsionado, un cráneo como podríamos verlo en un espejo deformante. Hay varias teorías sobre cómo fue pintado y por qué quisieron los embajadores que figurara allí. Pero todas concuerdan en que es una especie de memento mori, un juego sobre la idea medieval de utilizar el cráneo como recordatorio continuo de la presencia de la muerte.

Pero hay en él algo muy significativo para nuestra argumentación: el cráneo está pintado con una óptica (literalmente) distinta a la del resto del cuadro. Si el cráneo hubiese sido pintado como el resto, habría desaparecido su implicación metafísica, se habría convertido en un objeto como cualquier otro, en una simple parte del esqueleto de un hombre que, dada esa casualidad, había muerto.

Estamos ante un problema que persistió a lo largo de toda la tradición. Cuando se introducen símbolos metafísicos (y posteriormente hubo pintores que introdujeron, por ejemplo, cráneos realistas como símbolos de la muerte), su simbolismo suele resultar poco convincente, antinatural, debido al materialismo inequívoco y estático del procedimiento pictórico.

John Berger.

Gran Bretaña, 1926 - 2017.

Escritor y crítico de arte.

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