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Domingo 24 de septiembre de 2017

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Cultural El Duende

Hilda llegó con el viento

24 sep 2017

Félix Salazar

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El viento había empezado al medio día, antes del entierro del aduanero; su gemido quebrado en los cables, latas y calaminas desclavadas, interpretaba una música triste y desolada en algún lugar de mi corazón. El color del pueblo se hizo ceniciento y el frío que se desperezaba en los rincones de las calles, empezaba a dar zarpazos de fiera incontrolada. Sin embargo, Hilda llegó con el viento.

Escuché sus pasos cautelosos antes de la puerta y aquel sentimiento de vacío en mi mundo fúnebre se fue llenando de a poco. Entró a la pieza envuelta en un tul de arenisca, sus ojos negros se posaron en los míos como palomas cansadas de tanto vuelo y se puso tierna mientras un haz de sol se desintegraba en las partículas de polvo.

Fui a la vitrina y llené dos copas de coñac, ella sacó cigarrillos de su cartera y echados en la cama, vestidos aún, sin hablar, empezamos a fumar. Hilda enredó sus dedos en mis cabellos, echó en mi cara humo azulado, aliento de chicle y una sonrisa cargada de amor.

Hilda vivía con el aduanero que, interesado en ella, le ayudaba cuando contrabandeaba por el Puente Internacional, no viendo lo que hacía pasar sino solamente, su mirada cargada de falsas insinuaciones e inútiles fantasías. Muchas veces el aduanero le dijo a Hilda que si ella lo abandonaba se iba a matar.

Hilda solía reír. El aduanero jamás se mataría por ella; los aduaneros no se matan, se llenan de dinero, de coimas y corrupción en la frontera, luego se van a la ciudad de donde vinieron a comprar autos y casas y a reconciliarse con sus respectivas esposas e hijos.

Dicen que el aduanero, al enterarse de nuestros amores, andaba apesadumbrado, arrastrando su pena por las calles del pueblo como alma escapada del cementerio, que estaba triste y hallaba el olvido en las copas, en los boleros solidarios de Braulio Hito, Lucho Barrios y Bienvenido Granda. Se dejó crecer la barba, olvidó el agua, el jabón y la oficina en la aduana y amanecía aterido de frío en la puerta de la casa de Hilda. Iba con el afán de encontrarla, de preguntar qué había pasado con tan bonito amor al puro estilo aprendido en las películas de Pedro Infante, Luis Aguilar y Lucha Villa.

Por qué lo había cambiado por otro, y tratar de convencerla que sin el amor de ella su vida no valía ni un centavo. Muchas veces se lo vio rondar sospechosamente por el Puente, precisamente cuando el nuevo que construían se desplomó. El actual es demasiado peligroso; por él cruza el tren internacional rechinando fierros, ensordeciendo con sus pitazos, resoplando vapor?

Conocí a Hilda en un baile del Hotel Central, cuando el puño de un desconocido se estrelló en mi cara lanzándome hasta donde estaba Hilda que se agachó y me dio ánimos para salir juntos del desbande. En medio de estrellas multicolores recuerdo las medias de nylon acariciando sus piernas y el deseo de estar con ella apoderándose de mi cuerpo porque ya antes la había visto pasar por la puerta de mi negocio, le había despachado el mejor piropo de mi repertorio y había quedado prendado de ella. Quién no se va a enamorar de tan hermosa mujer, y como no soy amigo de grescas, peleas y paradas, decidí hacerle caso porque por ahí decían que ella también estaba prendada de mí. Cuando tomé su mano que alargaba para ayudarme a levantar sentí que una corriente eléctrica estremecía mi cuerpo y mi alma.

Luego de vueltas por la plaza oscura, palabras y temblores de nerviosismo, por el frío cruel que acariciaba, la llevé a su casa y nos despedimos en la oscuridad de su puerta con la promesa de vernos al día siguiente para dar otras vueltas por la plaza oscura que iría a convertirse en cómplice de nuestras protestas de amor, del desenfreno de nuestras manos y de las promesas de nuestros ojos. Hasta que conoció los rincones de mi casa y de mi cuerpo.

Dijo que la casa era grande, abandonada, yuyos crecían por todo lado y las primaveras estaban descuidadas, que los girasoles debían ser arrancados y los geranios regados, que debíamos preparar el terreno para la próxima siembra y muchas cosas más que no recuerdo; porque ella venía del lado de Suipacha y sus padres tenían terrenos y sabían sembrar, que si vino a la frontera era porque se ganaba mejor contrabandeando: "Tan churo mi valle, olor a humo de leña y yerba fresca, arrullado por los chihuancos y el murmullo del río". Solía decir estremecida por un suspiro que conmovía los abismos de su veleidoso corazón, dijo también que debía hacer pintar las paredes, puertas y ventanas y no permitir que el agua de la pileta corra como arroyo hasta la huerta. Preguntó por mis parientes y contesté que los vivos vivían en La Paz, los muertos en el cementerio y los fantasmas de todos ellos habitaban esta casa de muchas habitaciones. "Aquella pieza, era el dormitorio de mi abuela; algunas noches, para asustarme suele visitar mi dormitorio reclamando que no beba más, que siente cabeza y me dedique con esmero a los negocios que ella me ha dejado como herencia".

Hilda, asustada, abría la boca roja y sus grandes ojos negros, complacida por el vuelo que alzaba mi imaginación; entonces aprovechaba para conocer el nuevo sabor de sus labios, más aquí del rosario de perlas que eran sus dientes. Le gustaba caminar a orillas del arroyo, ver cómo discurría centelleando el agua cantarina, espantar a las palomas que iban a beber allá, imaginar que estaba echada en las soleadas playas de San Juan, buscar refugio en la casa, jugar a las escondidas en las muchas habitaciones, carpir el huerto y quemar la hojarasca.

Mientras tanto se hacía imprescindible estar a su lado, hablar con ella, escuchar la música de su voz y escapar al río allá lejos de la frontera, caminar descalzos por la playa pedregosa, columpiar en las ramas de los sauces, trepar las laderas empinadas, ir a Puesto Tarija y encontrar amparo en las caricias cuando la tarde se moría en las sombras de la noche.

Empezaba a temer que de pronto todo? ¿iría a terminar? Las sombras de la noche.

Las tardes frías de ventarrón las pasábamos en cama, silenciosos, porque no nos gustaba el frío ni el ventarrón, viendo transcurrir el dedo de sol desde el piso hasta la pared donde, tomando un color sangriento, se esfumaba de a poco, dejándonos en los labios y el cuerpo el olor de nuestro sudor y vacío.

Luego era necesario enfrentar la realidad, no enamorarse de mujer como ella que cualquier momento lo puede dejar a uno. Era necesario trabajar para olvidarle. Viajar a Buenos Aires a buscar los últimos éxitos de Julio Sosa, Argentino Ledezma y otros compadritos del tango, viajar a La Paz a buscar medias de nylon, café Oriental y otros productos solicitados en la frontera. Y en esos viajes sin ella, el deseo de estar con ella era un carbón encendido humeando en las profundidades del cuerpo. El miedo a perderla era la garra de un viento frío que jugaba con mi frívolo corazón.

Sin embargo, cuando estaba de viaje, ella trabajaba. Había días en que con una pasada a la frontera ganaba lo suficiente para vivir tranquila una semana perdida en el tumulto de silencios, fantasmas, palomas y chihuancos de mi casa. Sospecho que ellos también estaban enamorados de su caminar coqueto, del vuelo de su cabellera negra y ondulada como mis negros pensamientos ondulados en las dudas de mi corazón, del ruedo de su falda que no tenía reparos en ocultar sus curvas peligrosas y del perfume que se desprendía de ella cuando iba de un lado a otro de la casa haciendo todo y haciendo nada.

Hasta que el aduanero, entregado a los brazos del vino barato, decidió quitarse la vida porque su engañera definitivamente lo había engañado. Decidió hacerlo como lo hicieron los grandes enamorados de la frontera y para ello planeó una borrachera como nunca antes se había dado, para no enfrentar a la muerte cara a cara. Como ya estaba alcoholizado, solo fue suficiente un cartón de "ternura" para llevar adelante la primera parte de su macabro plan. Luego, cantando "engañera, pande vas", fue al Puente a esperar el final de su destino que llegaría en las ruedas del tren internacional.

El rechinar de los fierros las chispas de los frenos y el pitazo blanco de la locomotora, embarcaron las alas de un viento sorprendido a medio vuelo. Los gritos de estupor, los latidos del corazón y las miradas asustadas de la gente que trajinaba por aquel lugar, contemplaban cómo el cuerpo del aduanero era tragado por el tren que no pudo frenar a tiempo. Luego, el silencio de los hombres, el ladrido de los perros, la música de la eterna disquera, se desplazó flameando en los pliegues de otro viento, hasta perderse en los confines de la tarde fronteriza.

Decidí, con el remordimiento de mi conciencia, dejar a Hilda, renunciar a ser presidente de la Liga Puneña de Fútbol, vender la disquera, la casa y los fantasmas e irme lejos, pues las miradas del pueblo estaban cargadas sobre mis espaldas acusándome de la muerte del aduanero.

Pero Hilda, zalamera, me hizo comprender que todo era una fantasía, que no debía renunciar a la Liga porque allí hacía amistades importantes que luego podrían ayudarme en los negocios de la frontera, que sería un crimen vender mi disquera porque allá se escuchaban los tangos de Julio Sosa, Carlitos Gardel y Ángel Vargas, y que las tardes vestían chacarera, zamba, chamamé, tanguitos argentinos. La disquera que alegraba a los contrabandistas porque mis altavoces, sin carnet de identidad, llegaban hasta la otra banda de la frontera.

Sin embargo, los murmullos del pueblo continúan acusándome de la muerte del aduanero en todas las esquinas, en todas las calles y en el Puente Internacional. Dicen que ella pronto me traicionará, y moriré abandonado, preso del trago y el desengaño, posiblemente devorado por los fierros de otro tren lejano cuyo traqueteo ya se escucha en la distancia. Los perros aúllan en las noches cerca de casa, en la esquina, en la otra casa, en los confines del pueblo; a la luz de una luna pálida y lechosa que apenas alumbra el paso de otros fantasmas del pueblo.

Del brazo del viento, del brazo del frío, del brazo de la soledad que no pisan el suelo sino se deslizan lúgubremente al cementerio, rumbo a la iglesia, rumbo al Puente en busca de no sé quiénes.

Y el corazón se estremece, el cuerpo se encoge y los cabellos se erizan mientras trato de recordar, en medio de la penumbra del dormitorio, cómo era su mirada, la primera que me echó cuando cruzaba mi disquera, coqueta ella.

Pero la mente vacía no responde a mis deseos porque ella ya no responde a mis caricias. Porque ella se ha ido con un gendarme argentino, dicen que a Jujuy, dicen que a Tartagal, dicen que a cualquier lugar.

Está haciendo viento, y yo sé que debo esperar, porque ella tiene que volver, si no es este, quizá en el próximo, quizá en el de mañana; porque Hilda siempre llega con el viento. Por eso estoy despierto, por eso estoy tratando de adivinar el ritmo de sus pisadas.

* Félix Salazar Gonzáles.

Potosí, 1948.

Escritor, narrador y novelista.

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