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Domingo 24 de septiembre de 2017

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Revista Dominical

La fe en la vida moderna

24 sep 2017

Álvaro Villarreal Alarcón

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En uno de los primitivos textos del cristianismo, la carta a Diogneto, compara la misión del cristiano en el mundo, a la del alma en el cuerpo, igual que el cuerpo repudia al alma y la hace sentir extranjera y prisionera, el mundo combate y repudia a los cristianos, a los que mira con desconfianza y aborrecimiento, leemos en esta carta. La responsabilidad del cristiano como la del alma en el cuerpo es mantener la cohesión del mundo, esto es mantenerse en el mundo y contribuir a hacerlo mejor en todos los órdenes sin temor al sacrificio personal.

Pero vivimos un tiempo difícil, en el que ante un mundo cada vez más descristianizado, la tentación de recluir la fe en un ámbito personal es demasiado fuerte. En un mundo que el cristiano sabe adverso, la tentación de replegarse en una órbita privada resulta muy seductora y acomodaticia, tan seductora y acomodaticia como incurrir en un activismo cortado y aturdidor. Ambas tentaciones que postulan una separación de los ámbitos privado y público, son por completo contrarias a la tradición del pensamiento católico que postula un pensamiento de las costumbres y al mismo tiempo una transformación de las instituciones, y cuando el cristiano dimite de alguna de estas vocaciones naturales, está renegando de su misión en el mundo, así por ejemplo ante una legislación que desprotege el matrimonio y la familia. Lo más cómodo para el cristiano consiste en atrincherarse en el cuidado de su ecosistema familiar, desentendiéndose de un mundo que se despeña por el barranco; pero tal actitud es suicida porque el cristiano si quiere ser alma del mundo debe aspirar a transformarlo, desde luego a través de su testimonio personal, pero ese testimonio debe aspirar a transformar leyes e instituciones, de lo contrario el cristiano está incurriendo en un dualismo esterilizante y paralizador que a la postre solo engendra melancolía.

A nadie se le escapa que la presencia social de lo religioso ha disminuido en las últimas décadas, diríase que nuestro tiempo aboga por una fe recluida en las estructuras de la conciencia, apartada así de las diversas realidades seculares, con el siguiente agostamiento y con el riesgo de degenerar en pura costumbre y postura, o bien de convertirse en una relación de tú a tú que creamos con un dios hecho a nuestra medida.

Sobre las consecuencias de una fe desencarnada de las realidades seculares, ya advertía León XIII en su encíclica INMORTALE DEI, que ya en 1885 nos habla de este problema: "Supresión general de las verdades más altas, por quienes no aceptan una autoridad legítima. Una causa permanente de disensiones que no deja de producir luchas atroces entre ellos. Desprecio a las leyes que rigen las costumbres y protegen la justicia. Irreflexiva administración y dispendio de los bienes públicos. La desvergüenza de los que al tiempo de que comenten los mayores atropellos, intentan presentarse como los defensores de la patria, de la libertad y del derecho. La peste mortal que se insinúa como una serpiente por todas las clases de la sociedad, y no le deja ni un momento de reposo, preparándole nuevas revoluciones y desenlaces calamitosos"

Pero desde que León XIII escribiera estas proféticas palabras, se ha hondado todavía más la separación entre la fe que decimos profesar, y la vida que llevamos, con la consiguiente descristianización de todas las realidades seculares, políticas, culturales, sociales etc. Y el cristiano ante unas realidades seculares cada vez más descristianizadas corre el riesgo de reducir su fe, a una mera idea, sentimiento, emoción o estado espiritual que deja de iluminar, para convertirse en una fe privada, cada vez más liviana que ya no moldea nuestras costumbres, sino que es la fe la que tiene que adaptarse a los tiempos modernos.

Benedicto XVI ha denunciado la esquizofrenia entre la moral individual y pública que aqueja a muchos católicos, pues en la esfera individual son católicos, creyentes, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del evangelio, lo que no hace sino abundar la doctrina que sus antecesores han establecido, una verdadera reforma de las costumbres solo es posible cuando se acompaña de una reforma legal e institucional, quizá el cristiano no necesite una reforma de las leyes e instituciones para desempeñarse como tal en el ámbito privado, pero mientras no haga nada por reformarlas, estará impidiendo que otros puedan vislumbrar el tesoro del que él disfruta, y a la larga el mismo acabará extraviando ese tesoro, pues quien no vive como piensa, acaba pensando cómo vive.

Y es que una fe que se recluye en el ámbito privado, acaba inevitablemente siendo fe desencarnada, sal que se vuelve sosa, pues o bien acaba replegándose en la conciencia subjetiva, en una suerte de solipsismo narcisista, o bien acaba sucumbiendo ante las acechanzas del mundo y acomodándose a ellas. Y en ambos casos, renuncia a su razón de ser que no es otra sino encarnar lo divino en las realidades seculares, lo que incluye una obligación de transformar el mundo.

¿Es posible una fe que no sea congruente con la vida?, ¿Cuáles son los principales escollos con que el cristiano se topa en un mundo que como advirtiera Juan XXIII, pretende construir un orden temporal prescindiendo de Dios? ¿Cuáles son las obligaciones de los cristianos? Somos los cristianos quienes debemos responder estas interrogantes, ya que de nuestra respuesta dependerá, si seremos simples espectadores o constructores del mundo futuro.

carabantxel@outlook.com

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