En ningún lugar de la ciudad se siente tanto la llegada de la primavera como en El MontÃculo, el parque de los enamorados que desde hace un siglo es testigo de todo tipo de arrumacos.
Recuerdo mis siete años, junto a mis hermanas y a mis primas, apostadas cerca del reloj del parque, para escondernos y divisar los abrazos y besos de las parejas que aprovechaban las brumas y el follaje para esconder su amor. Nosotras les tirábamos cocos de los eucaliptos, entre risitas nerviosas, no tanto porque nos podÃan pescar sino porque presenciábamos algo que intuÃamos todavÃa prohibido.
En la adolescencia intercambiábamos sorpresas. SeguÃan los puntos de espionaje, pero ya con algunos objetivos especÃficos como descubrir que la chica del frente se dejaba besar; o, más triste, confirmar que el chico que nos gustaba tenÃa otra pareja. Aún más dramático, cuando a una de nosotras le tocaba esconderse pues ese chango estrenaba nuestra boca en la glorieta o en el bosquecillo de retamas.
Más tarde aprendimos a ser indiferentes. Tantas parejas, tantos besos. El parque era más la cita diurna para disfrutar con los hijos, con la ventaja de ser mamás chapadas a la antigua que se sentaban en los bancos pueblerinos en vez de ser jefas en una oficina.
Ahora está de moda tomarse fotos con un celular, estirando las jetas para que las bocas se toquen. �ltimamente llegan grupos de chicas, dos de ellas se besan ante el aplauso de las amigas. Viejos rituales, otros juegos, nuevos besos.
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