Arturo Corcuera. Perú, 1935 - 2017. Poeta. Ha publicado: Cantoral (1953), Noé delirante (1963), Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las estaciones (1976), Poesía de clase (1968), La Gran jugada o crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima (1979), Puente de los suspiros (1982), Corea Monte de diamante (1984), Fábulas /cuentos y adivinanzas (s/f), Los amantes (1978), Prosa de juglar (1992), Canto y gemido de la Tierra (1998), Puerto de la memoria (2001), Sonetos del viejo amador (2001), Parajuegos (2002), Tarzan e il Paradiso perduto. Antología Poética (2003), A bordo del arca, (2006) y Vida cantada. Memorias de un olvidadizo (2017).
Tarzán y el paraíso perdido
¡Aaaúuaú aaa?! ¡Aaauaúaa?!
Tarzán (Johnny Weismuller)
es internado en un manicomio
por creerse Tarzán.
Su grito, que asusta a médicos y enfermeras,
no es el clarín con el que hacia su victoriosa
aparición en la pantalla.
El grito a Tarzán no le pertenece.
Fue un collage de sonidos confeccionado
y patentado por la Warner Brothers:
decantaron en el laboratorio
los gruñidos de un cerdo
y las notas de un tenor.
Tarzán en el sanatorio para artistas (retirados)
de Hollywood,
abatido y vencido por la camisa de fuerza
(él que encarnó la fuerza
sin necesidad de camisa).
Hoy casi a oscuras
y ayer mimado por los reflectores.
Tarzán víctima de una dolencia cardiaca
se toca el corazón y piensa en Jane.
Desamparado
llama en su desesperación a Chita
(entre sombras ve y besa a Chita
como si fuera su madre.
Chita se limpia la boca, hace morisquetas
y dando volatines desaparece), llama a Chita
para que lleve un recado
pidiéndole ayuda a Jane.
Pero Chita no podrá acudir.
Chita no existió en la vida real.
(Eran ocho monas chimpancé, ocho monas
que parieron su estampa cinematográfica).
Y Jane,
la bella silvestre de los níveos brazos,
ya no lucirá más su silueta junto a Tarzán,
porque Jane ya no filma.
Hace mucho tiempo que se le venció el contrato
con la Warner: las piernas de Jane
ya no están todo lo tersas que uno quisiera
para hacerlas figurar en el reparto.
(Ah, Jane, paraíso perdido, divino tesoro,
ya te vas [para no volver],
cuando quiero llorar
pienso en ti, mi dulce Jane.
Cuánto hubiera dado por tenerte en mis brazos,
por confesarte mi amor:
Yo querer mucho a Jane.
Silencio insensato que guarde por culpa
de mi testaruda timidez.
Por culpa de los barritos
de mi precoz adolescencia.
Ah, Jane, ya no adoro tus senos
besados por las lianas.
Tus senos asediados al centímetro
por flechas y lanzas.
Ya no adoro tu rostro que el tiempo implacable
ha ido modelando a su capricho.
Tu rostro que acaricié con ternura
[a escondidas del público]
en todas las carteleras.
Que no me digan nunca
que te quitaste el maquillaje.
Que no me enseñen nunca
tus cabellos de desfalleciente plata.
Para mi tú serás siempre la linda muchacha
que yo amé matalascallando,
que yo ayudé a inventar con mis ensueños
en los destartalados cines de mi barrio,
mi inolvidable Jane).
En su cuarto
Tarzán da vueltas como condenado
y en su rayado papel de loco repara en el
espejo del lavabo y quisiera lanzarse.
Tarzán varias veces campeón
olímpico de natación.
Amor, juventud y dinero, la veleidosa gloria:
todo desde el trampolín se le fue al agua.
Todo se lo devoraron con voracidad las fieras.
Entre paredes pálidas que su insomnio decora
de enredaderas por sentirse libre
(al final de la película)
se aferra a sus sueños:
se sueña sobre el lomo de sus elefantes
y sonríe.
Se sueña venciendo a sus repujados
cocodrilos de cartón.
Ve acercarse a sus leones de felpa
(pura melena)
y Tarzán siente miedo
y tiembla y grita
como un desventurado niño de pecho:
¡Aaaúaúaa?! ¡Aaaúaúaaaa?!
Pobre Tarzán indefenso y desnudo,
descolgado del ecran por inservible,
loco, completamente solo entre los locos,
aullando perdido en su paraíso perdido,
sin Jane, sin chita, sin fuerzas, sin grito,
solo con su soledad y sus taparrabos.
El viaje final
Nací a orillas del mar, en un viejo puerto
de cerro azul y casas de madera.
Recuerdo a los ahogados tendidos en la arena,
gordos y amoratados.
Los pescadores que no volvían.
Las olas encrespadas en mis sueños,
engulléndose las estrellas.
Cuando muera (¿lejos del mar?)
incinerar mi cuerpo, este madero inflamable que
mientras tenga un aliento arderá en el amor,
raudo navío de las tempestades.
Sacar mi ceniza a los caminos y esparcirla en el río,
tal vez una tarde desde el Puente de los Ángeles.
Haría así, por última vez, el recorrido que tantas veces
hice fatigado hasta Lima. Le diría, de paso,
adiós a la Ciudad de los Reyes (el Rey de la Papa,
el Rey del Pollo, el Rey de los Narcos)
y proseguiría discurriendo en las aguas
mi añorado viaje al mar,
al encuentro de aquel viejo puerto
de cerro azul y casas de madera,
donde nací, crecí y fui dichoso
en los esmirriados años de mi niñez.
El arca viajera de Bombay Palace
Más que baúl chico es arca de madera.
Me cautiva el olor a sándalo. Paso, gozoso,
los dedos sobre el tallado de la tapa
con pagodas y gente de largas batas de seda
y anchas mangas.
Pasaje de un lago al atardecer con lotos,
remeros alrededor, bambúes, plantas
colgantes o altas hierbas
que crecen de árboles podados.
Mi fantasía reconoce al pájaro pihis
del que habla Apollinaire. Sólo posee un
ala y tiene que aparejarse para poder volar.
(el viaje de luna de miel lo
inventaron los pihis).
Después de una larga travesía,
navegando por los espejos llegó el arca al
dormitorio. Y en él guardo mis poemas,
hasta que maduren como las frutas.
Fábula del cuervo oriundo de Ginebra
Cuando no hay un alma en casa
y tengo que almorzar solo, invito al cuervo.
Lo siento junto a mí en el tablero de la mesa.
Me distrae su compañía.
Su lealtad supera la de algunos amigos.
¡Tan simpático
el cuervo con su pico curvo, su traje negro,
recién untado con los betunes
de la noche,
en el que relucen filamentos dorados!
Sus piernas y sus alas flexibles se acomodan
a cualquier postura y a cualquier amo.
Disfruta sintiéndose a mi lado,
sobre todo cuando pelo las uvas y desorbitadas
ruedan sobre el plato de postre.
?l me observa con avidez, se le hace agua
la boca.
Lo adquirí en el mercado de pulgas
de Planpalais de Ginebra, que se puebla
miércoles y sábados de mercaderes
y mercachifles.
El elegante cuervo lucía aquella tarde
en un mostrador, muy campante, cruzado
de piernas. Tenía la misma gracia,
el mismo aire de distinción.
Entre máscaras, campanas, relojes
y otros objetos antiguos, era maese cuervo el
que daba la hora.
Atento el ojo, contemplaba con puntualidad
los ires y venires de las cosas, el
comercio incesante de la vida.
Se siente bien cuando me acompaña.
En su silencio percibo un hálito de ternura,
pero yo sé que en el fondo
lamenta su naturaleza de madera.
?l preferiría ser cuervo de carne y hueso
y aguardar el momento propicio para
sacarme los ojos.
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