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Domingo 27 de agosto de 2017

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Cultural El Duende

El fundamentalismo islámico y el autoritarismo convencional

27 ago 2017

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El desarrollo del mundo islámico nos debería concernir por varias razones. Compartimos, aunque sea de modo diluido, un legado cultural y hasta racial muy importante, heredado mediante la colonización ibérica. Dos factores centrales de la cultura árabe-islámica no han sido ajenos a nuestra idiosincrasia: (1) la inclinación al dogmatismo, es decir a presuponer la existencia de una sola verdad en las esferas de la teología, la ideología y las convicciones sociales, y (2) la tendencia a no separar la esfera religiosa de la mundana (o la privada de la pública), lo que es desfavorable a la moderna diferenciación de roles y actitudes. El área musulmana es hasta ahora pobre en experimentos exitosos de democracia pluralista y de economía de mercado. Pese a la Primavera Árabe, prevalece aun el sistema de partido único y el régimen caudillista habitual. El respeto a las propias minorías étnicas y lingüísticas -para no mencionar obviamente las religiosas- es muy exiguo, como lo atestiguan los casos de Irak, Irán, Sudán, Nigeria, Afganistán y Siria. Desde Senegal hasta Indonesia hay sólo dos países con estructura federal: Pakistán y Malaysia. Subsisten estados sin constitución escrita (como Arabia Saudita), sin parlamentos dignos de tal nombre (la mayoría de los casos) y sin prensa libre (Egipto y el Líbano constituyen las excepciones). Muy a menudo la validez de los estatutos legales se circunscribe a la mera teoría.

Los últimos tiempos han traído consigo un desarrollo lleno de traumas para el ámbito islámico. El derrumbe de arraigadas ideologías convencionales, el colapso del otrora tan sólido sistema socialista -por el cual siempre existió la más amplia simpatía en los países árabes- y la conmoción del orden tradicional por efecto de la exitosa cultura occidental del consumismo y de los nuevos medios masivos de comunicación han suscitado en el mundo musulmán un vacío de valores de orientación. De aquí se nutren iniciativas violentas y caóticas; se acrecienta la tentación del encierro en sí mismo, pero igualmente la inclinación a combatir lo Otro, presunta encarnación del mal y de las propias dificultades. El hallar a los chivos expiatorios no es, entonces, tarea difícil: el fundamentalismo islámico los ha encontrado en los diablos occidentales y en Israel.

Lo novedoso de la situación contemporánea parece residir en una curiosa amalgama entre una defensa de la propia tradición cultural (percibida en estado de máximo peligro) y una apropiación acrítica de los elementos técnico-económicos de la civilización industrial de Occidente. No pocos socialistas y revolucionarios, que se quedaron sin trabajo y sin ideas, se dedican ahora a fomentar credos religiosos fundamentalistas, inclinaciones particularistas de toda laya y designios reivindicatorios de minorías étnicas, junto con los nacionalismos más delirantes. Ahora bien: es comprensible, hasta cierto punto, la actitud de fundamentalistas y nacionalistas. En una época de fronteras permeables, de un sistema global de comunicaciones casi totalmente integrado y de pautas normativas universales, nace la voluntad de oponerse a las corrientes de uniformamiento y despersonalización. La legítima aspiración de afirmar la propia identidad sociocultural puede, sin embargo, transformarse rápidamente en una tendencia xenófoba, racista, agresiva, demagógica y claramente irracional que, a la postre pretende la aniquilación del Otro y de los otros. Esta actitud entraña una negación de los valores universales, un menosprecio de los derechos y libertades de la persona, un repudio a todo diálogo y a todo esfuerzo de educación para la tolerancia.

El rechazo del universalismo a causa de su presunto carácter eurocéntrico o su talante imperialista se conjuga con la búsqueda de una identidad cultural o nacional primigenia, que estaría en peligro de desaparecer ante el avasallamiento de la moderna cultura occidental de cuño globalizador. Esta indagación, a veces dramática y a menudo dolorosa para las comunidades musulmanas, intenta desvelar y reconstruir una esencia étnica, cultural, lingüística o histórica que confiera características indelebles y, al mismo tiempo, totalmente originales a las comunidades islámicas contemporáneas. Este esfuerzo puede ser calificado de traumatizante y de inútil: los ingredientes aparentemente más sólidos y los factores más sagrados del acervo cultural e histórico de los pueblos musulmanes resultan ser una mixtura deleznable y contingente de elementos que provienen que otras tradiciones nacionales o que tienen una procedencia común con los más diversos procesos civilizatorios. Son indudables e innegables los efectos negativos y hasta devastadores que de algún modo pueden ser asociados a la moderna lógica occidental, cuya aplicación en los países musulmanes ocurre habitualmente sin sus principios humanistas y sin su talante escéptico y autocrítico, lo que se manifiesta claramente en los desarreglos ecológicos que dimanan del intento de dominar y explotar el último rincón de la Tierra. Pero aquella lógica ha producido igualmente los derechos humanos, la democracia pluralista y la concepción del respeto a las minorías; los grupos étnicos situados o mantenidos en una situación socio-económica discriminatoria comienzan a darse cuenta de las manifiestas ventajas que conlleva el universalismo occidental para defender sus intereses y acrecentar su participación en los usualmente magros frutos del crecimiento económico-técnico. Este es claramente el caso de las minorías de todo tipo que tienen que soportar las consecuencias del integrismo radical, como se da actualmente en Persia, Sudán y Pakistán.

En las comunidades islámicas ortodoxas el Estado posee una dignidad superior a la del individuo; este existe sólo en y para la colectividad. Derechos humanos, instituciones autónomas al margen del Estado omnímodo y mecanismos para controlar y limitar los poderes del gobierno son considerados, por lo tanto, como opuestos al legado coránico y llevan una existencia precaria. El comportamiento adecuado a tales circunstancias es el sometimiento (lo que es el significado literal de Islam) a las autoridades temporales y espirituales, complementado por un quietismo intelectual bastante estéril. El desenvolvimiento del individuo en un ámbito liberado de la influencia del Estado y protegido por estatutos legales fue poco desconocido y menos aún practicado en el mundo islámico hasta la introducción parcial de la legislación europea. Por ello, es un hecho generalizado que hasta hoy el rol de los derechos humanos y políticos sea marcadamente secundario, que la división de los poderes estatales y el mutuo control de los mismos permanezcan una ficción, que el régimen de partido único goce todavía de excelente reputación y que la autoridad suprema tienda a ser caudillista, carismática y exorbitante. Todos estos elementos tienden a reforzar un monismo liminar: una sola ley, un único modelo de reordenamiento socio-político, una cultura predominante, una estructura social unitaria y, como corolario, una voluntad general encarnada en el gobierno de turno. Este sistema, que confunde aclamación con participación popular y la carencia de opiniones divergentes con una identidad colectiva sólida y bien lograda, corresponde, en el fondo, a un estadio evolutivo premoderno y tal vez superado por la historia universal. Pero aun sin apelar a teorías evolutivas linear-ascendentes, se puede llegar a la conclusión obviamente provisional de que la civilización islámica destruyó mediante su primera y muy exitosa expansión militar una pluralidad de culturas (la persa sasánida, las variantes bizantinas en Asia y África, las culturas autóctonas del Asia Central y hasta las comunidades árabes pre-islámicas), que habían alcanzado importantes logros civilizatorios propios, soluciones originales en la superación de problemas económicos, institucionales y organizativos y una brillantez inusitada en los campos del arte y la literatura. Para estos ámbitos, la cultura islámica trajo consigo un retorno a modelos socio-culturales arcaicos, adoptados, como se sabe, de una sociedad proto-urbana de beduinos, rodeada del medio hostil y aislante del desierto. Los defensores actuales del particularismo y autoctonismo árabe-islámicos olvidan que este no es precisamente la creación auténtica, libre y realmente aborigen de muchos pueblos del Norte de África, del Cercano y Medio Oriente.

El fundamentalismo islámico, en sus muchas variantes, exhibe una marcada negligencia con respecto al individuo y sus derechos pre-estatales. Con el popular argumento de cimentar la unidad de la nación, cohesionar el cuerpo social y unir todas las energías en pro de un desarrollo acelerado, los ideólogos de la liberación anti-imperialista han desempolvado ese legado indígena de colectivismo totalitario y lo han utilizado eficazmente luego de la independencia del Estado respectivo para acallar toda crítica al gobierno nacionalista o progresista, para impedir la formación de cualquier oposición política y, paradójicamente, para suprimir toda tendencia regionalista o étnico-cultural (es decir: eminentemente particularista) dentro del nuevo país.

Esta cultura a la defensiva pretende una síntesis entre el desarrollo técnico-económico moderno y la civilización tradicional en los campos de la vida familiar, la religión y las estructuras socio-políticas. Es decir: acepta de manera totalmente acrítica los últimos progresos de la tecnología, los armamentos, los sistemas de comunicación más refinados provenientes de Occidente y sus métodos de gerencia empresarial, por un lado, y preserva, por otro, de modo igualmente ingenuo, las modalidades de la esfera íntima, las pautas colectivas de comportamiento cotidiano y las instituciones políticas de la propia herencia histórica conformada antes del contacto con las potencias europeas. La consecuencia de estos procesos de aculturación, que siempre van acompañados por fenómenos de desestabilización emocional colectiva, se traduce en una irritante mixtura de (a) una extendida tecnofilia en el ámbito económico-tecnológico con (b) la conservación de modos de pensar y actuar premodernos, particularistas (en sentido negativo) y francamente retrógrados en los otros campos de la vida humana. El resguardar y hasta consolidar la tradición socio-política del autoritarismo tiene entonces la función de proteger una identidad colectiva en peligro de desaparecer (barrida por los valores universalistas propagados por los medios contemporáneos de comunicación), de hacer más digerible la adopción de parámetros modernos en otras esferas de la actividad social y mantener un puente entre el acervo cultural primigenio y los avances de una modernización considerada como inevitable. El resultado es una modernidad imitativa, que adapta más o menos exitosamente algunos rasgos de la sociedad industrial moderna, rasgos que pueden ser resumidos bajo la categoría de una racionalidad meramente instrumental. Pero sus otros grandes logros, que van desde la democracia parlamentaria hasta el racionalismo y la ética basada en el humanismo y la tolerancia son escamoteados discretamente o rechazados con inusitada vehemencia, como en los casos del fundamentalismo islámico contemporáneo.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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