Extendida en la hondonada llena de hierbas, no podÃa divisar los extremos del hotel y las rocas. La playa se reducÃa a un triángulo cuyas puntas se clavaban con firmeza en el horizonte. Una mañana el mar era azul, grave, alzando repentinas olas contra la arena. Las tres muchachas iban paseando por la orilla, despacio. Sólo me llegaban las risas, sin concierto, menudas risas lÃquidas, con la misma música que hacÃan las aguas al amanecer, en la lejana punta rocosa. Nada más que a una hora, en el alba, podÃa escucharse la música.
Era cercano el mediodÃa y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando sobre el pedazo desierto de playa. Cuando llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una rápida mirada. Una nueva y poderosa sabidurÃa mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les sonreÃa, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar, a la tercera tentativa, de entre los muertos. Atrás y arriba mÃo el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mà la playa perdida.
Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra venÃa de cualquier parte. -¿DormÃa? Yo levantaba entonces la mejilla arenosa para saludar. Todas las tardes, al anochecer habÃa olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvÃa a conocerla. La risa, alargándole los ojos, prometÃa revelar la clave del rostro, el signo que permitirÃa recordarlo siempre. -¿Cómo se siente hoy?
Recuerdo que tuve desde entonces un gran cariño por la marcha de aquellas piernas flacas. HabÃa presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba la playa en las mañanas iluminadas. Era como si alguno, diestramente, aflojara todas mis ligaduras. Me sentÃa instalada en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses. Una embarcación pasaba entre la isla y el horizonte. OÃa a un pájaro picotear la madera de un árbol.
Aquella mañana, la última, me dijo el hombre: -Hola. Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita... Sucede que... La carta de hoy... Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se le da plazo para telefonear hasta la una. Puede hacer lo que quiera. ¿Se fijó en las nubes a la izquierda? Tormenta. Lo dice un viejo lobo de mar. Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro de que se va a arrepentir. De todos modos, ya está curada. DÃa más o menos, tendrá que volver.
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