Por: Marlene Durán Zuleta - Poeta, escritora, compositora e investigadora de la cultura orureña
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PermÃteme aproximarme a tu memoria, al soplo del corazón, alborada poblada de sueños. Pasaron siglos, tu razón otrora penumbra, obediencia, jornales de trabajo y silencio. Los pájaros han hecho caer la muralla de los largos tejidos de iniquidad.
Alfarero la tierra es de quien labra, debe lidiar con el arado, la cosecha y esperanza. Has moldeado las parcelas, las vasijas. Has preservado el grano de oro, patatas deshidratadas expuestas al frÃo, convertidas en chuño unas blancas y otras negras como la noche y tú sin saber el abecedario ni la tristeza de las tardes, has encendido fiebre de girasoles y el horno de tu casa.
Durante cinco centurias perennes en tu tiempo, las cenizas de tus antepasados te adormecieron, quedaste sin palabras y no te rebelaste contra la rueca, el paisaje, el alba, los lÃmites del territorio, ni rostros como el tuyo empolvados. Conservas el lenguaje de tus ancestros.
Pasamos una noche de invierno, el cielo inmensamente azul, poblado de estrellas, hacÃa pensar que era techo próximo a nuestras cabezas. Abajo el agua sea veÃa profunda, altiva y sin ondas, abriste las puertas de tu casa y los enigmas nocturnos terminaban en las cenizas de unos leños, hubo alborozo y se iluminó la noche como la de arawikus.
Puro en tu alegrÃa, inocencia y creencia, la banda de música entonó melodÃas que llevó el viento, avivó tu cansancio de espera, ¡llegamos tarde!, el viaje de retorno se hizo largo y las pocas luces del poblado iluminaban tenuemente. Todos se habÃan marchado, hombre del campo, no marginado, ni desolado aguardabas solo y sereno, con los platos de quinua frÃos, quedaste solo, esperanzado de oÃr otros sonidos, palabras, dudas y sueños.
¿Sabes? Nunca fuiste sombra, siempre se conoció tu soledad, el hambre que acumulaste junto a tus secretos cotidianos, cavando resignado y contar con el pozo más hondo para saciar la sed de tus hermanos, la tierra, los árboles y aves.
Tu espÃritu ha debido encenderse silentemente para clamar al Dios de todos los tiempos, en aimara, quechua, guaranÃ. Nuestros oÃdos depurados captan la sinfonÃa del ñañay, pilpintu, sonckoy warmy, runa, nocka ancha munakuykiÂ?
Has emigrado, te has vuelto citadino, cuando retornas a tus pagos eres Hilacata, Corregidor o Alcalde.
Haparapita, Quepiry, el de la faja atada a la cintura, cargas una gruesa soga y aguayo en la espalda, muestras que eres único en este ejercicio sin previo calentamiento.
Acumulas coca que macera en tu boca, dejas penetrar el jugo verde que te adormece contra el hambre. Tu presencia es urgencia, eres necesario, estás en los episodios de la vida, del canto, de la esperanza. Desde la sima marcaste tus ojos de aceituna oscura y fuiste en ascenso para recorrer taciturno la memoria de los sinnúmero que formaban escuadrones para asistir a la guerra del Chaco.
Todo ha cambiado desde que tus astros te iluminaron y te dieron aliento, fuego, misterio. Has tenido que enfrentar confusiones, acogerte a espasmos, lágrimas de desahogo, vacÃos de Mar.
No tienes culpa de tu semblanza, del signo de la lectura, el lienzo genealógico de tu estirpe enciende el trazo de tu rostro, tus duras y ásperas manos esculpen sagaces la piedra, quejido de la tierra. No importa el color de tu piel, si vives en el altiplano, valle u oriente. Demarcaron y sellaron tu resplandor, se acabó el enigma de tu lengua, de las raÃces de tu entorno.
Avanzaste la larga lÃnea armada de telones, niebla, rezos y jadeos. Nada te hacÃa dudar de tu fe, de tu impronta y del Creador de amor. En el oriente, los habitantes tienen jaguares que atisban y lo nombran como Dios. Los labradores sienten su rugido, olor, vigÃa. Su hálito incontenible despierta temor en los establos, en las etnias.
Una canción de cuna te susurró el ser que te dio vida, bendijo tu ansiedad y el lirio de tu corazón incontenible de ternura, lloró, cantó y ardió en el nocturno verso de otro tiempo sepultado. "Hoy eres libre como las golondrinas".
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