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Domingo 30 de julio de 2017

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Cultural El Duende

Reflexiones sobre el suicidio

30 jul 2017

Alfonso Gamarra

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(Fragmento)

El desafío del hombre en la vida

¿Acaso el hombre determina su llegada al mundo? No interviene ni cuando llega ni cuando se va; es un participante involuntario en ambos acontecimientos porque alguna fuerza divina le mueve para su ingreso y su salida del escenario de la vida.

Dios ha señalado el lugar de cada uno, y por eso es colocado en el mundo para que conlleve con sus congéneres las tareas de su efímera existencia. Inmediatamente que es puesto en la tierra, el vivir se convierte en su necesidad absoluta y obligada. Su organismo sigue un desarrollo bajo formulaciones ordenadas y coherentes que abarca a los seres en una serie de semejanzas. Las leyes denominadas herenciales se cumplen estrictamente para que aún después de muchos siglos de evolución las variaciones humanas sean mínimas. Las funciones del cuerpo se mantienen; los instintos se controlan cada vez mejor; las habilidades progresan inevitablemente; el papel del hombre sobre la tierra muestra su preminencia sobre los demás seres de la naturaleza. Ese irrefrenable adelanto se cumple no por la aparición de órganos sensoriales o musculares sino por una superación del producto creacional del cerebro. Este órgano conserva su peso y sus configuraciones interna y externa a

lo largo de todas las etapas de la humanidad pero lo que produce más avanzado y evolucionado

es el razonamiento en distintos campos de la actividad civilizadora.

El hombre cuando alcanza la madurez completa de su psiquismo se consagra como el ser más evolucionado. Sus superiores fines se evidencian en que la amplitud de su conciencia contiene propósitos de paz y bienestar logrados con sus esfuerzos, sin frenarse con prejuicios o temores al saberse habitante temporal del planeta. Se olvida de la muerte para no perjudicarse en el presente. Su inteligencia le ha hecho observar que llamarse humano es sinonimia de muerte.

Como resultado, lo implacable de ese último acto en la vida, por ser cierto y seguro, resulta al sopesado un acto superfluo. Guarda el conocimiento de ese acto inexorable en el desván más lejano de sus pensamientos, y se entrega a la validez de la actualidad que es cuando cumple sus obligaciones con la vida.

Es un estado normal de la inteligencia humana que quiere estar expectante sobre los resultados que obtiene la dedicación de su esfuerzo. Por otra parte, estimulando la conducta para la acción, se olvida de su tránsito caduco, y se siente socorrido por los conocimientos de los demás seres. Experimenta la expansión siempre adelante de su conciencia, como si no tuviera tiempo para alcanzar el futuro de sus realizaciones.

El suicidio hiere al alma

El hombre no es un advenedizo en la vida. Si llega es porque cuenta con un lugar. Y él tiene que ubicarse en su punto apropiado. De acuerdo con el desarrollo de sus características somáticas, su sensibilidad y su pensamiento, se situará convenientemente.

Las personas se colocan en diferentes niveles llevadas por las cualidades que yacen en las honduras de sus conciencias. Unas se preocuparán de tomar conocimiento del mundo, de interpretado, de aceptado o querer cambiado. Otras, desapasionadas, no tendrán la capacidad de la indagación y quedarán como cuerpos desarrollados, nutriendo instintos y satisfaciendo placeres. No les interesará, como a los primeros, la belleza, la religión o la ética.

Ambos tipos de individuos deberían trabajar atinadamente en la vida para prepararse a la muerte. Porque pecaría de falta de entendimiento quien quiera ignorar que lo hecho en esta vida es solamente un examen para ascender a un plano mayor cuando llegue la existencia en el Más Allá.

Con un frío razonar individual se encontrará cuáles son las cualidades propias y los ejercicios de la gente y del cuerpo que sirven para aumentarlas o regularlas. Lo ideal sería descubrir el diseño que demuestre con precisión lo que realmente es cada uno, para poder desempeñarse de acuerdo con esquemas nobles. No siendo así, buscar una reflexión ética que señale la armonía e ntre la personalidad, sus propósitos y el ambiente.

Por intuición, la mayoría de la gente; por profundos estudios filosóficos, los entendidos, aceptan que más lejos de la muerte hay otra realidad, que para nosotros actualmente es una entera interrogación. Esta nos ofrece un proyecto de eternidad, de verdad y de paz.

No porque está finalizada la actividad de un hombre en la tierra es que llega su muerte. En el misterio yace la razón de la terminación de una vida. Algún filósofo anotó que el hombre es siempre un proyecto inacabado, que es difícil inferir que uno u otro hombre terminó a satisfacción su obra. Por el contrario, ha habido muchos sabios que no alcanzaron a concluir sus descubrimientos.

Sin embargo, como al morir se separa el alma del cuerpo, aquella pasará a un orden superior. Lo que es formación biológica se degradará y desaparecerá en el cuerpo extinto. El alma cruzará hacia otros horizontes. El primero se consumirá impotente; la otra, empezará un nuevo acontecer.

Mas, la persona que no ha preparado su espíritu, vencido a veces por el torpe desaliento -que es el fantasma encargado de deprimir al habitante de la tierra- pusilánime en su contextura o debilitada por el temor a la exigencia perenne de la vida, quiere cortar el curso de su existencia, llegando a la soberbia de sentirse el decididor en la aparición de su último día. No le interesa la ignominia que deja el suicidarse. No le importa la inutilidad de su acto, porque tal vez la naturaleza pensante de su conciencia subsiste tras la frontera de la muerte.

Con el suicidio no se valora cuánto del cuerpo queda herido. La mente al planear el atentado daña al alma. De ahí por qué la autoeliminación es un delito, pues se ha agredido a lo más noble de la especie que ha pasado a un ciclo de evolución probablemente eterno. Es un delito no porque el muerto por suicidio pueda ser castigado físicamente, sino porque el alma queda marcada con el pecado.

En su paso terrenal el alma logra su valor máximo cuando no la perturban las impresiones erróneas de los sentidos, o los sentimientos que producen deformados matices del placer o del dolor. Se completa entonces la aceptación ilimitada de la vida con coraje y responsabilidad moral El hombre posee la tendencia innata de trascender, de llevar su experiencia a la plenitud, de evolucionar alejándose de las especies animales, y en este intento pretende lanzarse más allá de su propio ser. El motor de aquellas cualidades es lo que en lenguaje corriente se reconoce como hombría: ser dueño de sí mismo y mostrarse entero frente a cualquier acometida de la vida.

No obstante que aquellas ilusiones y penas, ya apuntadas, son alienantes para la inteligencia, el alma no puede menospreciar al cuerpo y desprenderse de él. No pueden desequilibrarse los dos componentes porque se desnaturalizaría su compenetración. El proceder de la gente está regido por los principios éticos dictados, por una parte, para que sean controlados pasiones e instintos, y las funciones locomotrices, por la otra. Y es que la función cerebral sin la intervención de los sentidos, que pueden funcionar con yerros o correctamente, llevarían al razonamiento a diferentes grados de penetración, pero así como no se puede cortar la conexión con el cuerpo que le aproxima a las cosas, tampoco se puede creer que el hombre viva sin seguidos designios de su conciencia. De otra manera, el todo lleva un curso errático, y alma y cuerpo se rechazan entre sí implacablemente. El suicidio recorta la biología con un tajo monstruoso entre estos dos integrantes.

El estado arcaico de nuestra interioridad es la de una alarma del organismo, lo que, en la exageración, conduce a la angustia y a la agresión contra otros o contra sí mismo. Este es el motivo que forza al que se mata. Un descontrolamiento entre las dos partes esenciales del ser vivo ocasionado por el extravío del sentido de la existencia.

Si la decisión de la voluntad -que debería estar en los niveles más controlados de la mente- interviene en su forma extrema está marcando que la infraestructura instintiva se ha mantenido y la educación intelectual de prepararse para la muerte no se ha seguido con la admisión de que este suceso, como el nacimiento, es divino.

* Alfonso Gamarra Durana.

Oruro, 1931-2014. Médico.

Académico de la Lengua.

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