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Domingo 30 de julio de 2017

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Cultural El Duende

Ángela desde su propia oscuridad

30 jul 2017

René Bascopé

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No sé desde cuándo empecé a sentir miedo por aquella habitación del segundo patio. Sin embargo creo recordar una tarde en que jugábamos fútbol, cuando la pelota de trapo golpeó con fuerza la puerta cerrada que crujió en toda su estructura gastada. De pronto me pareció que el ruido que había penetrado en la habitación se transformaba lentamente en un eco rotundo que levantaba polvo, removía telarañas y cambiaba de lugar las cosas. Después sentí cómo se aquietaba y se apoderaba del aire, llenándolo y absorbiéndolo todo, de manera que si repentinamente se abría la puerta, el ruido crecido se desbordaría en el patio, arrastrándonos, ahogándonos.

Nunca antes, hasta el día en que el hijo del portero de la casa tragó veneno para matarse por Yolanda, me di cuenta de que la habitación estaba ocupada por dos viejas y una muchacha alta y pálida llamada Ángela. Precisamente ese día, mientras mi madre y yo mirábamos cómo Roso se revolcaba en el empedrado, vomitando y gritando de dolor, me sorprendí al ver que la puerta se abría imperceptiblemente. La sangre se congeló en mis venas, porque yo tenía la íntima seguridad de que ese cuarto estaba deshabitado. Por suerte Roso tardó en morir hasta que cayó la noche, y yo aproveché para mirar con más detalle por la pequeña abertura dejada como a propósito. Ángela estaba inmóvil en una silla y las dos viejas se turnaban para ver el espectáculo del envenenado que no se dejaba tocar con nadie, mientras su padre lloraba histéricamente en un rincón. Tal como lo había supuesto inconscientemente, los objetos que alcancé a ver eran más antiguos que lo que podía tolerar mi imaginación. Lo que más me deprimió era la gran cantidad de cuadros de santos con los rostros satisfechos de tanto sufrir que estaban colgados en la pared del fondo, y un Cristo pequeño, crucificado, sangrando por todas partes y con los cabellos tan crecidos que me daba miedo y náusea. Así permanecimos hasta que murió Rosa y nos quedamos todavía hasta que llegó la policía a llevarse el cadáver. Para entonces la puerta se había cerrado completamente, simulando que nadie existía detrás de ella.

(En Todos Santos, mi madre y mi abuela tienden un paño negro encima de la mesa pequeña que está en el rincón más oscuro de mi cuarto. Encima de ella colocan lentamente el retrato de mi abuelo muerto hace quince o veinte años, mientras lo desempolvan con un trapo, luego encienden una vela y la fijan con la cera derretida que chorrea de la misma en un platillo de porcelana. El retrato se encandila. Mi abuela trae un vaso lleno de agua cristalina y lo posa en el paño; luego rezamos todos mientras yo mastico un pedazo de pan. En la noche no puedo dormir con la vela encendida y con el miedo de ver la mirada triste de mi abuelo encerrado en su fotografía, mientras su alma se bebe llorando a grandes tragos el agua del vaso. La llama chisporrotea y mi madre no se da cuenta del miedo que siento, por eso duerme en lugar de abrazarme).

Mi astucia infantil, con truculencia, me hizo ingeniar mil maneras para poder observar con detenimiento el interior de la habitación. Algunas veces, sin embargo, la puerta permanecía cerrada durante varios días, aunque por el olor que salía de las rendijas de la misma, yo sabía que Ángela y las viejas estaban en el interior. Con el tiempo, las facciones de las tres mujeres me eran familiares; las miraba sin que se dieran cuenta, mientras jugaba cualquier cosa. Cuando salían, ella siempre caminaba entre las dos viejas, y parecía que sufría tan profundamente, que la empecé a amar con todas las fuerzas que me permitía el miedo. Estaba seguro que los cabellos peinados en moño, el velo negro, la joroba y el abrigo hasta las canillas era una imposición de ellas, para que se les pareciese. Pero Ángela tenía una palidez original que la diferenciaba totalmente.

Cuando mi madre se dio cuenta que me gustaba permanecer más de lo necesario en el patio, inexplicablemente comenzó a exigirme que dejara los juegos antes del anochecer. Pero era precisamente a la hora del principio de la noche cuando Ángela salía custodiada por las viejas. Por eso, las primeras veces, me negué a obedecer con pretextos de juego, pero después en el invierno, cuando la noche llegaba más temprano, mis razones terminaron. Entonces opté por decirle que tenía ganas de entrar al baño. Así fue que la engañé, haciendo que me viera entrar, para luego salir furtivamente y esconderme en la oscuridad del callejón que comunicaba mi patio con el segundo, hasta que Ángela salía rumbo a la calle.

No recuerdo cuándo me enteré que Ángela no se llamaba así sino Elvira, que las viejas eran su madre y su tía, y que todas las noches, infaltablemente, iban a la misa de siete de San Francisco. Desde entonces me atreví a acercarme a la puerta, descaradamente, en el momento en que salían, para ver cada noche, desde diferentes ángulos, la habitación; de manera que fui armando mentalmente las imágenes anteriores, hasta conocer bien la ubicación de la mesa, de las dos camas, de los cuadros, de los baúles de madera, de las sillas viejas y de todas las demás cosas.

(En las mañanas de Todos Santos, mi madre es la primera en despertar, se levanta y mira indiferente el vaso casi vacío, recoge los restos que han quedado de la vela ardida y los arroja a la lata de basura. Yo siento todavía el llanto profundo del alma de mi abuelo, cuando salimos. En el patio, el perro nos mira con los ojos llenos de lagañas, porque ha visto toda la noche a los espíritus deambulando por la casa. En el cementerio escucho aún el llanto lejano, entreverado con el tañido de las campanas que traen un olor a cadáver y a flores. Cuando hemos rezado empieza a llover sobre las tumbas y la mañana parece tarde).

Hace mucho tiempo, por mala suerte, mientras yo permanecía oculto esperando la salida de Ángela, aparecieron en el otro extremo del callejón, doña Juana y el padre de Carlos. Sin verme comenzaron a abrazarse y besarse y tocarse en todas partes, apresuradamente. Pero cuando el padre de Carlos me descubrió solo atiné a correr hacia la puerta de Ángela, mientras él me perseguía amarrándose los pantalones. Justo en el momento en que me alcanzaba, las tres mujeres salían de la habitación. Ese día vi por primera vez que Ángela me miraba, por eso no sentí los golpes que me daba el padre de Carlos mientras me arrastraba hacia mi cuarto.

Desde ese momento mi madre no me dejaba salir al patio, por corrompido. Pero lo único bueno que pasó, fue que no se enteró que yo amaba a Ángela ni que tenía miedo de la habitación del segundo piso.

Yo pensé que duraría poco tiempo mi encierro, pero mi madre no se olvidaba de aquella noche en el callejón, y hasta llegó a pensar en que nos fuéramos a ir a otra parte, porque no podía más de vergüenza ante el padre de Carlos. Pero mi abuela, que me defendía un poco, le decía que no hiciera locuras, que en ninguna parte encontraríamos un cuarto en alquiler tan barato, y que por último ya se dejara de fregar que no era para tanto. Parece que esto hizo que mi madre se conformara. Para Navidad encontré debajo de la cama, un camión de madera, pintado de morado y azul. Creí que al darme ese regalo, mi madre me perdonaba; pero además se puso tan contenta que se distrajo y yo salí al patio arrastrando mi juguete hacia el callejón. Cuando mi madre se dio cuenta me llamó a gritos, enojada, pero yo alcancé a ver que la puerta de Ángela estaba cerrada con un candado grande y medio ensarrado.

Desde la mañana en que escuchamos un griterío infernal en el patio, porque el padre de Carlos le había partido la cabeza con un hacha a su mujer, mientras que doña Juana se desgañitaba llorando, llevándose las manos a la herida profunda que le había hecho en el rostro la muerta, mi madre respiró tranquila y me dejaba salir a jugar algunos ratos. Sin embargo el largo tiempo de encierro hizo que no pudiera divertirme como antes, y peor todavía cuando me enteré que mi amigo Carlos estaba en el hospicio desde que murió su madre y el encarcelamiento de su padre. En los momentos en que podía ir al segundo patio, encontraba siempre la puerta cerrada, como si nadie hubiera vivido jamás en la habitación. Hubo algún instante en que quise rogarle a mi madre que me dejara salir, aunque sea por cinco minutos, en la hora en que anochecía, a condición de no salir en todo el día, pero jamás pude hacerlo.

(En Todos Santos corro hacia la habitación del segundo patio y cuando la puerta se abre, veo en el fondo, encima de una mesa negra, una vela ardiendo frente al retrato de Ángela. En la noche mi madre me hace rezar y me da galletas. Más tarde no puedo dormir, porque mientras el alma de mi abuelo se bebe el agua del vaso, Ángela se coloca lentamente en una mancha del tumbado y desde allí me mira fijamente y me susurra con su voz tan suave. La veo más pálida y más encorvada que antes. Cuando amanece se pone a llorar en silencio y se va. Mi madre despierta, prepara el desayuno y cambia la vela que está por apagarse. Mi abuela se levanta y raspa con las uñas el excremento de moscas que se ha acumulado en el retrato).

Al salir hacia el cementerio encontramos al perro dormido, con gran cantidad de lagañas en los ojos, mi madre comenta que si se quiere ver a los espíritus de los muertos, basta con untarse los ojos con las lagañas de un perro. En el cementerio rezamos mucho y mi madre saluda a las dos viejas de la habitación de Ángela mientras comienza a llover, yo las miro con odio. Luego colocamos las ilusiones blancas en un florero antiguo. Mi abuela dice que la tumba de su marido está cada año más derruida. Al regresar a la calle llueve más fuerte y no deja escuchar el sonido trémulo del campanario. Mentalmente rezo para que las viejas no mueran nunca. En el momento en que mi madre abre la puerta de nuestro cuarto, yo arranco las lagañas del perro que sigue durmiendo.

* René Bascopé Aspiazu.

Escritor y narrador paceño, (1951-1984).

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