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Domingo 23 de julio de 2017

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Revista Dominical

El arte contemporáneo

23 jul 2017

Por: Álvaro Villarreal Alarcón - carabantxel@outlook.com

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A lo largo del siglo XX y de forma dramáticamente acelerada en sus últimas décadas, se produjo un fenómeno insólito la mayoría de la gente, incluso la gente dotada de más fina sensibilidad y formación estética más esmerada dejó de comprender el significado de las obras que le ofrecían como arte, esto no había ocurrido nunca antes, es cierto que para poder apreciar en plenitud una obra artística se requiere una sensibilidad formada y unos conocimientos que no se hallan al alcance de cualquier persona, pero no es menos cierto que el arte, el verdadero arte posee una capacidad de convicción y emoción suficiente para saltarse estas dificultades. Porque allá donde la belleza se hace misteriosamente presente, hasta la sensibilidad más embotada siente intuitivamente la necesidad de rendirle tributo y admiración.

Resulta imposible hablar del arte actual en los términos en lo que se podía hacer del arte clásico, del medieval o del renacentista, eso es un hecho, no son pocas las voces autorizadas que sostienen que en siglo XXI el arte ha dejado de ser arte para pasar a ser otra cosa, tal vez una expresión del vacío que deja en los hombres la muerte de la belleza, una expresión deforme y antagónica de aquella búsqueda de la belleza que definió otros movimientos precedentes.

Y es que la sensibilidad contemporánea asume con sospechosa complicidad la cómoda y complaciente posibilidad de admitir varias lecturas sobre la obra artística, y un solo juicio el aplauso. Como se puede imaginar tanta apertura interpretativa acorta mucho la distancia con el camello, las prácticas artísticas actuales, bajo el asfixiante corsé de la transgresión reflejan la degeneración de todas las ramas artísticas conocidas apelando al asombro, la perplejidad, y el desconcierto del público en detrimento de la belleza objetiva, la armonía, y el anhelo de trascendencia propios de otras épocas.

Si aceptamos que el verdadero arte es intemporal, no podríamos admitir que determinadas tendencias actuales sean consideradas como verdaderas, o como arte cuando sólo tratan de halagar el esnobismo de una crítica complaciente que ha hecho de la novedad el dogma estético y de provocar el escándalo o el arrobo de unos medios de comunicación que consiguen que el receptor masa termine ensalzando a la categoría de maravilla, la banalidad, la nadería, el feísmo y la náusea. Todo ello auspiciado por un mercadeo artístico que confunde valor y precio, y relaciona la valía del presunto artista con la cotización de sus engendros, y por un poder político, que ha hallado en la subvención y promoción de este pseudoarte un instrumento de dominación cultural.

Mas hoy por hoy este vínculo de adhesión que se entabla entre la obra de arte y quien la contempla saltó hecho añicos, el arte primero dejó de ser comprensible, después dejó de provocar ese asentimiento que provoca en nosotros la manifestación misteriosa de la belleza, y ya por último despojado de sentido se convirtió en aspaviento. Rompió con la sensibilidad popular, rompió con la tradición cultural que lo procedía, y hasta con el propio concepto de arte para convertirse en una suerte de jeroglífico impenetrable que incapaz de conmover y gratificar nuestro espíritu se dedicó en una carrera nihilista en pos de la originalidad a perpetrar las pacotillas más estridentes.

El artista dejó de ser un médium que daba voz a nuestros anhelos de belleza para convertirse en una suerte de sacerdote de un culto hermético que sólo satisface su inflada egolatría. El timo, la impostura, la mistificación y la mamarrachada, disfrazadas de rutinario escándalo, y cansina provocación, se han convertido en moneda de curso corriente, aupadas por cierta crítica esnob que se ampara en una jerga indescifrable para dar lustre a las sucesivas tomaduras de pelo que pretenden presentarnos como arte.

Una de las grandes manipulaciones colectivas de nuestra época ha consistido en inculcar a las multitudes la creencia de que cualquier persona impenetrable a estas pacotillas esconde dentro de sí a un filisteo, cuando no a un reaccionario, como en aquella fábula en la que el rey se paseaba con un vestido supuestamente invisible para los tontos, nadie se atreve a denunciar la engañifa y cuando aparece una persona desprejuiciada que se burla de la desnudez del monarca, de la mentira de este nuevo arte, se la condena al ostracismo con el estigma infamante de reaccionario.

Así hemos llegado al estado de postración actual, en el que el antiarte se enseñorea de un paisaje en ruina. Un antiarte que ya no se conforma con vampirizar el arte original, ni siquiera con suplantarlo con sus garabatos diarreicos, sino que necesita corromperlo, degradarlo, desfigurarlo, prostituirlo. Como el antiarte es incapaz de alcanzar y abrazar la belleza, necesita vestirla de meretriz y llevarla al burdel, necesita envilecerla rebosarla en su vómito, hacerla chapotear en su pudrición para asombro y arrobo de los papanatas, a veces tan solo tontos útiles, en ocasiones tarados que comparten con el antiartista su misma putrescencia y degeneración que mientras contemplan la belleza hecha trizas se refocilan en gustoso aquelarre encumbrando los adefesios más aberrantes.

Tras la muerte de Dios, solo queda aferrarse a los ídolos. Dinero, poder, éxito, que nuestra época ha fabricado como sucedáneos divinos, a la vez que se interroga incesablemente sobre sí mismo, hasta hacer de esa interrogación narcisista su única y viciosa finalidad. Decía Gustave Flaubert "Ama el arte, de todos los engaños, es todavía el que miente menos".

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