Inspiraban nuestros juegos las pelÃculas de vaqueros que llegaban en tren en la valija de uno de los Antezana, quizá tÃo del CachÃn, que recorrÃa con su proyectora de estación en estación la ruta de Cochabamba a Oruro. Nunca supe si Gary Cooper y James Stewart pasaban de Buen Retiro donde la imaginación nos decÃa que vivÃa Janet Leigh la rubia y Ava Gardner la embrujadora o llegaban a Oruro metidos en los grandes carretes del cinero Antezana.
Parotani era el lugar donde se mezclaban los idiomas, no sólo el quechua y el castellano sino el ¡Open the gate! Apaches jamushanku.
La estación ferroviaria de Parotani era el escenario de encuentros y separaciones o se convertÃa en punto de partida de un nuevo rumbo.
Gracias a la magia de los horarios, la estación se convertÃa en plaza pública con comideras, refresqueras y k´ateras que cataban a coro desorejado: Fresco de orejón, habaspejtu, chicha de Quillacollo, empanadas calientitas, c´hanka de pollo caserito.
Para nosotros, que no pasábamos de los quince años, viajar en tren tenÃa un halo de misterio y de adultez. Era traspasar no una frontera sino varias.
TenÃa amigos que nunca habÃan puesto el pie en los trenes de pasajeros. Escuchaban deslumbrados mis relatos sobre el coche comedor. No podÃan entender que en el último coche del convoy estaba el comedor y la cocina donde se podÃa freÃr huevos y hervir sopas de fideos o de verduras.
Se idealizaba no sólo el tren como transporte sino todo lo que ocasionaba su llegada a los predios de la estación ferroviaria. Tal vez duraban cinco o diez minutos de carga y descarga de las valijas de los viajeros o las bolsas de lona con cartas para mujeres analfabetas que esperaban noticias de sus hombres, maridos e hijos zafreros, mineros o soldados. El correista Rojas me pagaba unos centavos por leer esas cartas.
Minutos en que el flaco Arce y su personal eran los dueños del lugar, mandaban y ordenaban. Firmaban guÃas de embarque, dictaban al telegrafista telegramas urgentes, daban encargos al conductor, lanzaban voces de mando, silbatos, banderas o lámparas con colores que se movÃan al ritmo de la urgencia de la partida.
El tren bufaba como animal, echaba humos negros y finalmente se escuchaba el último rugido de las bielas que anunciaba el primer movimiento que casi siempre era hacia atrás como para tomar impulso, chirriaban las ruedas, salÃan chispas del roce con los rieles y luego de un bufido corto y ronco se iba el tren a Buen Retiro con el furor y la fuerza del carbón de piedra. La cola del convoy donde estaba la cocina humeante se perdÃa en la pequeña curva de la escuela y dejaba Parotani sumida en la depresión.
La plaza quedaba vacÃa. Silencio. Las k´ateras se iban y los obreros de la maestranza ferroviaria retornaban a sus labores. La campana de la escuela sonaba llamando a las clases. Quedaba sólo un grupo de mujeres escuchándome leer las cartas de sus hombres.
Pero, Parotani no era ferrocarril, maestranza, obreros trabajando y mujeres escuchando, era sobre todo libertad rota por los horarios de la abuela Juana. Sonaba la campana del sereno. Eran doce campanazos al medio dÃa, habÃa que correr para llegar al almuerzo; seis en la tarde, se cenaba temprano, y doce en la noche que anunciaba el cese de la electricidad y de algún modo el fin de la vida. Entonces danzaban los árboles en la oscuridad y escuchaban los diálogos nocturnos de las lechuzas, sobre todo las de mal augurio.
Cuando todos dormÃan se escuchaba la voz del cinero Antezana, acompañado de su guitarra, cantando "Luna lunera cascabelera Â? ven y dile a mi chiquita por Dios que la quiero Â?" y mi tÃa Eva se movÃa y removÃa en el camastro, prisionera de su inocencia y de la moral familiar.
Soy como Serapio, Parotani existió, aunque ustedes no la vean.
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