Apostolado vs. Protagonismo

Hace poco, un señor que se califica de ser muy comprometido en el apostolado católico, le cuestionaba en un grupo WhatSapp, a un excelente joven a quien conozco personalmente por su valía y piedad, sobre qué había hecho él de relevante en un apostolado específico, mientras que el cuestionante abogado, se precia de haber hecho grandes cosas en ese mismo campo, pagado de sí mismo.

Entonces surge la pregunta: ¿apostolado o protagonismo?

La enseñanza de Jesús resulta desconcertante porque rema contracorriente de las ideas y proposiciones de la sociedad. Estima los valores humanos en proporción contraria a la de los filósofos y constructores actuales. Sólo se le puede entender y apreciar a través de la fe.

Si a nosotros se nos preguntara ¿quién es el personaje más importante? Habría respuestas contradictorias, porque unos pondrían la grandeza en la sabiduría, otros en el arque exquisito de algunos seres, otros en su dominio sobre las masas, quién en su elevado quehacer poético, y sobre todo, responderían que poderoso e importante es el que posee mucho, y en la misma proporción en que posee una elevada fortuna.

Jesús fue interrogado sobre el tema que era objeto de discusión entre los Apóstoles, porque cada uno de ellos deseaba ser el más importante. A la pregunta ¿quién es el más importante en el Reino de los Cielos?, respondió con claridad desconcertante: "Si alguno quiere ser el más importante, téngase a sí mismo por el más insignificante, y póngase al servicio de los demás".

Queda uno pasmado de la respuesta de Jesús, porque para ser importante no aduce ninguno de los valores que estima el mundo, al contrario, lo que desprecia la sociedad es servir, es reconocerse sinceramente por un ser insignificante e inferior.

Es una nueva forma de pensar, una filosofía original donde en lugar de servir de gozne la propia dimensión y el orgullo personal, se fundamenta el valor de la persona en su desprendimiento personal y en su anhelo de entregarse a la tarea de hacer felices a los demás, para ello ha de comenzar por considerarse insignificante. Lo que es decir, que ha de considerar como mayor tesoro hacer bien a los demás que edificar el palacio de su propia exaltación.

Al recibir como elevado ideal el practicar el bien a los demás, lógicamente ha colocado su comodidad en segundo lugar como consecuencia de su espíritu de servicio.

Jesús demostrará a sus Apóstoles en muchas ocasiones el valor de su nueva norma de vida, sobre todo a su despedida, cuando humildemente les lava los pies, produciendo el asombro de los Apóstoles y hasta la firme resistencia de Pedro, a quien parecía inverosímil que su Dios y Maestro se inclinara a sus pies.

Una lección tanto más valiosa en cuanto que en el ambiente judío en que vivían Maestro y discípulos, se gozaba de este aire de grandeza, este sentido de honor, este prurito de categoría social y no es una corazonada espontánea, porque es la síntesis de todas las enseñanzas de Jesús que en nombre y por el amor de Dios propone como ideal hacer bien a los hombres por el mismo Dios.

La historia nos pone delante el hecho de que tan pronto como una época se hace más intelectual, la presunción cunde como un cáncer. El verdadero apóstol: sacerdote, religioso o seglar, no se busca a sí mismo, el egoísta en cambio busca dos cosas: hacer su propia voluntad y la adulación, el halago y la aprobación de los demás. La humildad es saber que somos nada en relación a Dios y luego, actuar de acuerdo a ese conocimiento. El humilde reconoce que cada uno de nosotros depende de Dios hasta para respirar. Con la aceptación de la verdad de pertenecer totalmente a Dios, desaparece la dureza de corazón.

Bien decía San Juan Crisóstomo que «aquél que se cree grande, en eso mismo es mediocre, pues tiene por grande lo que es pequeño». El humilde aprende siempre, cuando acierta y cuando yerra, y aprende también de los otros, porque recibe sin envidia sus ejemplos y atiende sus razones sin molestarse. El soberbio, por el contrario, no aprende nunca, pues no reconoce sus culpas, ni sabe corregirse a sí mismo, ni tampoco admite correcciones de los demás «lo que nos oculta, lo que nos abaja, lo que nos disminuye las humillaciones exteriores e interiores, libremente deseadas y queridas, generosamente aceptadas».

El orgullo es tan despreciable, porque uno se atribuye injustamente lo que le pertenece a otro. Es deshonesto. Todo está en reconocer ante Dios nuestra absoluta nulidad, nuestra pequeñez y poquedad ultramicroscópica. Sus ojos, que ven a infinita distancia, se complacen en "exaltar a los humildes", en "colmar de bienes a los hambrientos", y en "acoger con misericordia a sus siervos" (Lc 1, 52-54). El orgullo es la raíz de todas las ataduras. Pedir humildad, desearla, practicarla en todo. He ahí nuestra tarea y el «secreto de la gracia».

german_mazuelo_leyton@yahoo.com