Sábado 15 de julio de 2017
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Compré mi boleto con tiempo, pero cuando llego a la terminal Minasa, la empresa no sabe cuál minibús saldrá. Espero congelada; a mi lado una anciana octogenaria tose, su hijo le da pollo frito y también aguarda, como muchos deben venir hasta La Paz para el tratamiento médico; una madre con dos pequeños, uno de pecho, soporta el viento.
"El amarillo", nos dicen y nos acomodamos en el minibús. Al entrar a la terminal la policÃa controló el cinturón de seguridad del conductor, "qué bien", pensé. Ocupo el asiento delantero y no hay cinturón de seguridad, pregunto al chofer y dice "para qué". Claro, si hay un asiento hechizo al centro es imposible tener esa seguridad. Ã?l tampoco tiene cinturón, pero al salir nadie le dice nada. Los buses cargan pasajeros en el pasillo.
En la tranca el guardia no revisa como hizo con el vehÃculo particular que estaba delante. "Pasa", le indica y el joven acelera. Se detiene en la gasolinera. "No puede tomar gasolina con pasajeros" comento, ingenua. Me mira como si yo fuese de otro planeta. Intento salir, pero la puerta no se abre. "Cómo puede ser", sigo tontamente. "Es por los niños, mucho juegan", responde. "Y si hay un accidente me quedo atrapada". SonrÃe, "voy a manejar despacio". Se persigna. Dependemos de Dios, no del orden. Recuerdo al piloto que me enseñó que todo accidente comienza al salir.
Es Bolivia, pienso. "Usted es como el Presidente Evo, no hace caso a las normas y si le incomodan, las cambia". Ya está enojado con mis impertinencias y decido callar; sé que a veces los otros pasajeros piden botar al que reclama. Quisiera ser como adolescente cuando viajaba a Los Yungas y nada de eso me importaba.