Domingo 02 de julio de 2017
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Nada hay de superfluo en la poesÃa de César Vallejo, como no la hay en la mÃstica cristiana, aunque por razones opuestas: la segunda es la vÃa elegida para la elevación del alma, que por lo tanto supone el martirio del cuerpo; mientras que la primera, la del poeta peruano, es un descenso al infierno del cuerpo, carnal y social, que supone otro martirio, esta vez el del alma.
Hay en Vallejo, más que un padecimiento fÃsico, personal, individual, un padecimiento anÃmico, universal. El poeta siente al hombre -a la especie humana- a través de su propio pueblo, a través de la desventura peruana, que hoy es también la desventura latinoamericana y, por extensión, el drama del sur del mundo. (Â?)
Asistimos, por un lado, a un sentimiento existencial, casi kierÂkegaardiano, que antepone el sufriÂmiento del alma al del cuerpo; y por el otro a una apasionada adheÂsión al socialismo internacional, que deberÃa poner fin a las miseÂrias materiales del hombre. ValleÂjo no ha podido ver con sus proÂpios ojos el fin de la utopÃa comuÂnista, pero ha sabido diagnosticar la dramática deshumanización de la sociedad actual, que amenaza hasta su propia integridad fÃsica. Es pues con el fin de la utopÃa que su voz se dilata más allá de todo lÃmite social, polÃtico, temporal, histórico. Y esto porque su poesÃa no fue nunca deliberadamente poÂlÃtica, en la medida en que no son polÃticos el padecimiento ni la feÂlicidad humanas. Su verdadero aliento se revela ahora, en toda su grandeza, justo cuando el animal humano, más humildemente que nunca, se confronta con su propio lÃmite. En efecto, si, por una parte, el fin de las grandes dictaduras, de izquierda o de derecha, parece consolidado, por otra parte todos sabemos que el extraordinario progreso alcanzado por la ciencia y la tecnologÃa en los últimos 30 años corre paralelo con un deterioÂro moral antes desconocido en el mundo occidental. ¿Qué escribirÃa Vallejo, por ejemplo, de la abyecÂta, sórdida, violenta realidad de las grandes metrópolis contemporáÂneas? ¿Qué dirÃa de tanta opulenÂcia material exhibida por una parte, cuando las otras dos terceras partes de nuestro mundo se debaÂten en la miseria? ¿En dónde enÂcontrarÃa al «hombre nuevo» por él anunciado, sino entre los pobres del llamado Tercer Mundo, en realidad riquÃsimos de una humaniÂdad en vÃas de extinción? Imagen emblemática de nuestro malestar actual, el pathos vallejiano -que es sin lugar a dudas un rasgo atávico de la raza india- es también una visión sincrética de la condición humana, que le llega desde los estoicos y los mÃsticos castellanos, Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo. El poeta no ha hecho sino servirnos de guÃa, de sensibilÃsima brújula, en este intrincado derrotero de la peripecia humana. Para ello se ha servido de un lenguaje que, por comodidad, continuamos llamanÂdo español, pero que ha sido casi completamente inventado, para mejor expresar tan dolorosa susÂtancia poética. (Â?)
No me detendré en el nivel puramente verbal de un fenómeno poético tan complejo (Â?) pero hay dos puntos que desearÃa señalar, y no se refieren al lenguaje en sà misÂmo, sino a su probable gestación anÃmica y cultural. Es evidente, como ya ha sido observado, que tras de la estación modernista de Los Heraldos Negros, en 1922, con Trilce, Vallejo inaugura un lenguaje completamente renovaÂdo, hermético y audaz hasta lo temerario, que revela claramente su frecuentación de las vanguardias literarias de la época. Es innegable también que dicho lenguaje se cristaliza luego en ParÃs cuando, después de largos años de intensa batalla existencial y polÃtica, el poeta ya maduro y en plena poseÂsión de sus medios, escribe PoeÂmas humanos y España aparta de mà este cáliz. Su expresionismo verbal no es de manera, no es aprendido de la vanguardia artÃstica dominante en aquellos años. Y no podÃa serlo, ya que el expresioÂnismo alemán era muy poco seguiÂdo en ParÃs por entonces, donde más bien se disputaban la escena el movimiento dadá y los primeros albores del surrealismo bretoniaÂno. Sin embargo, yo dirÃa que esta secuencia, esta interpretación evoÂlutiva de la palabra vallejiana, no es suficiente, aunque aparezca perfectamente coherente.
Me pregunto si un expresionisÂmo tan radical no tendrá como maÂtriz una caracterÃstica peculiar de la cultura mochica, es decir esa inclinación a la representación cruel, a veces excesiva, pero llena de pietás, que se observa en el arte de ese pueblo, antepasado directo de nuestro poeta. En efecto, a difeÂrencia de otras culturas antiguas del Perú (recordemos el suntuoso cromatismo de los Paracas, la misÂteriosa elegancia de Nasca, el imÂpresionante geometrismo de HuaÂri, los oropeles de Chimú y Chancay) fueron los artistas mochicas los que mejor han sabido represenÂtar el drama humano, en toda su maravilla y su miseria, hasta el punto de excluir cualquier otra teÂmática. Y este universo obsesivaÂmente antropocéntrico ha sido exÂpresado con un lenguaje visual desnudo, escueto, corrosivo, sin ninguna concesión a las dulzuras terrenales, pero con una capacidad de sÃntesis que no excluye el más crudo realismo ni la más honda ternura. Tal y cual como el verbo vallejiano, justamente. Aun si en éste, claro está, el elemento católiÂco, cristiano, español, modifica notablemente la pulsión ancestral (Â?).
Jorge Eduardo Eielson.
Lima, 1924 - Milán, 2006.
Poeta, narrador, ensayista y artista plástico.Â