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Vibraba la guerra en el cielo y en la tierra entonces, y en la pequeña ciudad todo el mundo se alborotaba si sonaban las sirenas o si el zumbido de los aviones se dejaba sentir, muy alto, por encima de los tejados. Era la guerra y la vida humana, en aquel entonces, andaba baja de cotización y se tenÃa en muy poco aprecio, y tampoco preguntaba nadie, por aquel entonces, si en la ciudad habÃa o no objetivos militares, o si era un centro industrioso o un nudo importante de comunicaciones. Esas cosas no importaban demasiado para que vinieran sobre la ciudad los aviones, y con ellos, la guerra, y con la guerra la muerte. Y las sirenas de las fábricas y las campanadas de las torres se volvÃan locas ululando o tañendo hasta que los aviones soltaban su mortÃfera carga y los estampidos de las bombas borraban el rastro de las sirenas y de las campanas del ambiente, y la metralla abrÃa enormes oquedades en la uniforme arquitectura de la ciudad.
Si hubiera llorado, yo hubiera vuelto a tomarla asco y a odiarla. Por eso digo que todo el mundo se volvÃa un poco raro y contradictorio en aquel agujero.
A don Ladis le llevaban los demonios de ver a su dependiente amartelado en un rincón con una joven que cuidaba a una anciana del segundo. El dependiente decÃa en guasa que la chica era su refugio, y que si hablaban lo hacÃan en cuchicheos, y cuando sonaba un estampido próximo, l muchacha se tapaba el rostro con las manos y el dependiente le pasaba el brazo por los hombros en ademán protector.
Un dÃa, el Sargentón se encaró con don Ladis y le dijo:
-La culpa es de ustedes, los que tienen negocios. La ciudad deberÃa tener ya un avión para su defensa. Pero no lo tiene porque usted y los judÃos como usted se obstinan en seguir amarrados a su dinero.
Y era verdad que la ciudad tenÃa abierta una suscripción entre el vecindario para adquirir un avión para su defensa. Y todos sabÃamos, porque el diario publicaba las listas de donantes, que don Ladis habÃa entregado quinientas pesetas para este fin. Por eso nos interesó lo que dirÃa don Ladis al Sargentón. Y lo que le dijo fue:
-¿Nadie le ha dicho que es usted una enredadora y una asquerosa, doña Constantina?
Tal vez por eso aquella mañana no me importó que el Sargentón dijese a don SerafÃn aquella cosa tremenda de que no veÃa con malos ojos la guerra porque ella hacÃa prosperar su negocio.
Don SerafÃn dijo:
-¡Por amor de Dios, no sea usted insensata, doña Constantina! Mi negocio es de los que no pasan de moda.
-Cree el ladrón que todos son de su condición -dijo.
Don Ladis le tiró una puñada, y el catedrático de la Universidad se interpuso. Hubo de intervenir el Cigüeña, que era la autoridad, porque don SerafÃn exigÃa que encerrase al Sargentón, y don Ladis, a su vez, que encerrase a don SerafÃn. En el corro solo se oÃa hablar de la cárcel, y entonces el dependiente de don Ladis pasó el brazo por os hombros de la muchachita del segundo, a pesar de que no habÃa sonado ninguna explosión próxima, ni la chica, en apariencia, se sintiese atemorizada.
De repente, la sirvienta del principal se quedó quieta, escuchando unos momentos. Luego se secó, apresuradamente, las lágrimas con la punta de su delantal, y chilló:
-¡Ha terminado la alarma! ¡Ha terminado la alarma!
Y se reÃa como una tonta. En el corro se hizo un silencio, y todos se miraron entre sÃ, como si acabaran de reconocerse.
Luego fueron saliendo del refugio uno a uno.
Yo iba detrás de don SerafÃn, y le dije:
-¿Recuerda usted la cajita que prometió a mi hermana Cristeta si se comportaba bien?
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