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Domingo 02 de julio de 2017

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Cultural El Duende

El disciplinamiento social y la evolución histórica del tercer mundo

02 jul 2017

H. C. F. Mansilla

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Uno de los elementos centrales y decisivos de la modernidad occidental ha sido el dilatado proceso iniciado en Europa a más tardar durante el siglo XVII, que puede ser descrito aproximadamente como la domesticación de los instintos, la sujeción de las voluntades individuales, la canalización de los anhelos personales hacia fines generales y el disciplinamiento de ambiciones y albedríos singulares en pro de objetivos sociales que se materializaron paulatinamente en la industrialización masiva, en la consolidación de los estados nacionales y en la urbanización a gran escala. Aspiraciones particulares, proyectos de vida al margen de esa corriente absorbente, doctrinas filosóficas divergentes y hasta testimonios artístico-literarios extemporáneos con respecto a esta vía nivelizadora de la evolución histórica fueron aniquilados por esta tendencia a domeñar, amaestrar y subyugar todo lo espontáneo que habían conservado los mortales.

Como lo indicó Norbert Elias, la regulación de los afectos sucedió paralela y combinadamente con una diferenciación de las funciones y los roles sociales; el proceso civilizatorio trajo consigo una clara remodelación restringente de los instintos, pero igualmente un aumento de la complejidad organizativa de la sociedad y de sus productos materiales e intelectuales. El proceso civilizatorio puede ser concebido como un autodisciplinamiento a escala universal: la domesticación de los afectos y las emociones equivale a transformar las coacciones externas en coerciones internas. El teatro de la guerra, donde habitualmente se descargaba una buena parte de las pasiones y tensiones humanas, ha sido trasladado al interior de cada persona. Las presiones sociales, que surgen de las relaciones de los hombres y grupos entre sí, tienden a cristalizarse en el aparato psíquico individual: en la Era Moderna cada uno libra ahora una batalla, pero para desbravar sus instintos y mitigar sus inclinaciones espontáneas. Según esta concepción, que coincide en cierta manera con el psicoanálisis de Sigmund Freud, la moral constituiría uno de los mecanismos de ese control endógeno de los afectos y los impulsos. A lo largo de los siglos este proceso moldeó decisivamente lo que ahora se conoce como la modernidad occidental; aunque hubiese transcurrido sin una estrategia predeterminada (por ejemplo sin una programática educativa adecuada a su espíritu) y obviamente sin perseguir una meta específica, este decurso evolutivo tuvo consecuencias de primerísima importancia para la conformación del mundo actual y, por lo tanto, también para las naciones periféricas. La canalización de los instintos, la domesticación de las pasiones y la restricción de los afectos constituyen las piedras angulares de una sociedad cimentada en el principio de rendimiento y contrapuesta a los ideales y las pautas prácticas del antiguo orden aristocrático y preburgués; la conversión de las imposiciones sociales exteriores en obligaciones éticas interiores es uno de los paradigmas de desarrollo de mayor relevancia y difusión en todo el planeta. Este autocontrol hace que los contrastes entre las clases altas y bajas se vuelva más reducido, pero origina simultáneamente una mayor variedad de tipos de comportamiento. Mientras que la autodisciplina se intensifica y se transforma en un fenómeno más estable, expandido y uniforme, crece igualmente la interdependencia entre los hombres, disminuye la posibilidad de arbitrariedades de todo tipo y se da la base para los complejos procesos actuales de cambio social, caracterizados por el entrelazamiento de numerosísimos designios, ideales e intereses.

No cabe duda de que este disciplinamiento social de enorme dimensión es uno de los prerrequisitos del progreso histórico (como se lo concibe hoy en día). A pesar de sus innumerables aspectos racionales y positivos, es de justicia el mencionar que este proceso conlleva al mismo tiempo la eliminación de lo multiforme y variopinto (es decir, de lo auténtico humano), el menosprecio más o menos institucionalizado de inclinaciones singulares, divergentes y extemporáneas y la instauración de una civilización mundial asentada en los valores de los estratos medios de los países metropolitanos, no exentos aun hoy de resabios morales y estéticos de origen protestante. Las ventajas de la modernidad son indiscutibles: la autorreflexión del espíritu científico, la dinámica profundamente humanista del talante crítico, las bases universalistas del derecho y la moral, los estatutos jurídico-constitucionales para la solución pacífica de conflictos, el respeto a los derechos del Hombre y la construcción de identidades sobre fundamentos libres e individualistas. Pero este mismo proceso ha engendrado un extendido malestar referido al núcleo mismo de la modernidad, malestar que se nutre del burocratismo, del exceso en regulaciones legales y normativas, de la carencia de un genuino sentido de la vida, de los desarreglos ecológicos y de las notorias consecuencias negativas del eurocentrismo y del antropocentrismo. Hay que evitar el carácter unilateral e injusto de las diatribas postmodernistas contra los grandes logros de la modernidad, pero hay que preservar los brillantes e incisivos ataques del discurso postmodernista contra el sinsentido ocasionado también por los mejores frutos del racionalismo occidental.

Esta discusión teórica denota elementos prácticos de máxima rele­vancia para la conformación actual de las sociedades del Tercer Mundo. Aunque la instauración de una industria pesada en un lapso muy breve de tiempo, bajo propiedad y dirección estatales y sin miramiento por los costes humanos y sociales (el modelo stalinista) haya caído en un relativo descrédito, siguen vigentes la idea y el ideal de crear una economía coherente, estandarizada y autosustentada, cuya dinámica esté centrada en el principio de rendimiento, en la integración completa de sus partes, en la industrialización de índole urbana y en la supresión de la vilipendiada "heterogeneidad estructural". Pero simultáneamente surge un cierto descontento con referencia a las tendencias nivelizadoras, al crecimiento urbano-industrial incesante y a la pérdida de la solidaridad que brindaban los vínculos primarios; lo que empieza a ser puesto en duda es la bondad liminar de la razón. Se puede constatar un escepticismo cada vez mayor en lo relativo al meollo mismo de la modernidad, expresado en las sencillas preguntas del hombre de la calle: ¿Valen realmente la pena todos los esfuerzos que hacen naciones enteras para imitar a las sociedades metropolitanas y alcanzar su nivel de consumo? ¿O resulta ser que el mundo premoderno no es tan irracional y digno de ser barrido por la historia al poseer residuos e indicios de un ordenamiento social más humano y más sabio a largo plazo que el sistema surgido del protestantismo, de la industrialización y de la razón instrumental?

Este incipiente malestar tiene que ver con la convicción de que el sometimiento de la naturaleza exterior ha significado también una subyugación de la naturaleza interna, estimada ahora como intolerablemente dura, exhaustiva y hasta innecesaria. El control de los instintos, la sujeción de la propia voluntad y la doma de los deseos profundos empiezan a ser vistas como un precio demasiado alto que el Hombre debe pagar por haber subordinado el planeta bajo sus designios, ya que esto ha quedado inextricablemente vinculado a la represión de las facultades emotivas y comunicativas del Hombre. Los mortales han terminado convirtiéndose en meros medios de unos para otros. La autoconservación del Hombre y el despliegue de sus potencialidades han implicado un avasallamiento de sus inclinaciones elementales y naturales y, al mismo tiempo, la fundamentación de la racionalidad instrumentalista. Aunque es exagerado el postular una correlación equivalente entre el sometimiento de la naturaleza exterior y la reducción mortificante de los propios instintos, no hay duda de que el "progreso" ha traído consigo una auto-negación de las propensiones más nobles del Hom­bre, de sus pasiones, y de todo aquello que es Natura­leza en él.

En medio de esta crítica al racionalismo instrumentalista, que comienza a extenderse en las comunidades intelectuales del Tercer Mundo, emerge una revalorización de lo premoderno, que se manifiesta políticamente en un renacimiento de movimientos regiona­listas y étnicos y culturalmente en una reanimación de concepciones más o menos tradicionalistas (es decir, situadas al margen de la actual normativa desarrollista y modernizante). Se percibe una oposición creciente contra la asimilación de lo variopinto, heterogéneo y multiforme a las rutinas de la producción y de la organización de la vida cotidiana instauradas por el régimen "burgués", contra los imperativos de lo útil, normal, sobrio, aprovechable y convencional; gana en cambio terreno todo aquello que no puede ser reducido a los cálculos de rentabilidad y beneficios inmediatos: el lujo, los rituales, el ejercicio del placer, los ceremoniales anticuados y hasta ciertas formas de irracionalismo. Aquello que tiene su fin en sí mismo, lo que trasciende los límites impuestos por la cultura dominante, lo que parece transmitirnos sabidurías arcaicas, lo exótico y lo prohibido, lo plural y lo que se resiste al discurso uniformante (es decir, excluyente de lo reacio al principio monológico), representa lo que empieza a abrirse paso frente a la corriente aun preponderante de la modernidad occidental, tanto en sus versiones capitalistas como en sus socialistas.

La evolución contemporánea de Asia, África y América Latina, que se distingue precisamente por su variedad e imprevisibilidad, tiende a desautorizar las pretendidas líneas maestras de evolución histó­rica, a ensalzar el rol de una notable pluralidad de modelos y a resaltar las simbiosis más inesperadas de tradicionalidad y modernidad. El despliegue simultáneo de tantos modelos socio-económicos y político-institucionales favorece interpretaciones de la realidad que niegan toda validez heurística a teorías prognóstico-normativas (como casi todas las versiones del marxismo) y que subrayan simultánea y paradójicamente el carácter inestable de la cultura y de la sociedad como algo positivo. La falta de estabilidad puede ser ciertamente considerada como factor conveniente de adaptación exitosa a entornos y posibilidades cambiantes; por otra parte, toda comunidad no demasiado sólida tiene un menester mayor de unos mecanismos que la alejen del caos y la anomia, requerimiento que puede naturalmente convertirse en un sistema legitimatorio religioso e ideológico de corte dogmático. De todas maneras, parece que fragmentos teóricos de alcance modesto y sin aspiraciones evolutivo-normativas se adecúan mejor a una realidad que se formó fuera del marco conceptual del racionalismo y de la Ilustración y fuera de ese universo social donde la ética protestante, la racionalización de la vida cotidiana y el principio de rendimiento han conformado los pilares de su desarrollo histórico.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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