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Domingo 18 de junio de 2017

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Cultural El Duende

BARAJA DE TINTA

Tarás Shevchenko a Alexandr Obolenski

18 jun 2017

Fragmento de la carta autobiográfica que el poeta, humanista y pintor ucraniano Tarás Schevchenko (1814-1864) envío al director de la Revista "Lectura Popular", Alexandr Alexándrovic, en la que revela las circunstancias más dolorosas que cincelaron su vida

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18 de febrero de 1860

Excelentísimo señor

Alexandr Alexándrovich:

Comparto plenamente vuestro deseo de dar a conocer a los lectores de "Lectura popular" la vida de quienes, gracias a su propia idoneidad y trabajo, se han abierto camino a través de la turbia y anodina legión de gentes sencillas. Semejante información conllevará, supongo, a que muchas personas tomen conciencia de su propia dignidad humana sin la cual es imposible el feliz desarrollo social en las capas bajas de la población de Rusia. Mi destino individual, expuesto tal como es, podría incitar a la reflexión no solo a la gente sencilla, sino también a las personas ante las cuales aquella se encuentra en plena dependencia, reflexión esta profunda y útil para ambas partes. (...)

Soy hijo de Grigori Shevchenko, campesino siervo. Nací el 25 de febrero de 1814 en la aldea Kirilovka, distrito de Zvenígorod de la provincia de Kíev, en la hacienda de un terrateniente. Al quedar huérfano de padre y madre, a los ocho años de edad, encontré refugio en una escuela parroquial en calidad de alumno. Dichos alumnos son, en relación al sacristán, lo mismo que los muchachitos entregados por sus padres u otra potestad a los artesanos para aprender un oficio. Los derechos que los artesanos ejercen sobre ellos no tienen ningún límite establecido: los alumnos son, sustancialmente, esclavos suyos. Todos los trabajos domésticos y el fiel cumplimiento de todos los antojos del amo y sus familiares pesan, incondicionalmente, sobre sus hombros. Le concedo la libertad de imaginar lo que pudo haberme exigido el sacristán -un borracho empedernido, téngalo en cuenta- y lo que yo debía cumplir con servil obediencia, sin que existiera un solo ser en el mundo que se preocupase o pudiera preocuparse por mi situación personal. Sea como sea, tan solo en el transcurso de dos años de vida atroz en la tal llamada escuela estudié yo el abecé del Libro de las Horas y, por fin, el Salterio. (�)

El sacristán comportábase con crueldad no solo conmigo sino también con los demás alumnos, y nosotros, a su vez, lo aborrecíamos profundamente. Su torpe susceptibilidad nos volvía maliciosos y vengativos en nuestras relaciones con él. En cualquier ocasión propicia le engatusábamos y cometíamos todo tipo de villanías. Este primer déspota con quien tropecé en la vida sembró en mi ser y para siempre un hondo sentimiento de aversión y desprecio hacia toda violencia ejercida por un hombre sobre otro. Mi corazón de niño había sido humillado millones de veces por este engendro del mal de aquellos despóticos seminarios, y yo acabé con él de la misma forma que acaban aquellos seres indefensos que han perdido ya la paciencia: en 1a venganza y la fuga. Cierta vez, habiéndolo hallado ebrio como una cuba yo empleé en contra suyo su propia arma, el azote; entonces, hasta que mis fuerzas infantiles dieron abasto, le retribuí sus crueldades. De todos los cachivaches que poseía el dipsómano sacristán siempre me había parecido como algo de sumo valor un librito con "estampitas", es decir con láminas grabadas, probablemente de algún trabajo de pésima calidad. Hurtar aquel tesoro no lo consideré un pecado ni mucho menos una tentación así que por la noche me di a la fuga hacia el villorrio Lisianka.

Hallé ahí un nuevo maestro en la persona de un diácono pintor quien, como pude convencerme al cabo de un tiempo, muy poco se diferenciaba en hábitos y costumbres de mi primer preceptor (�) y hui a la aldea Tarásovka, a casa de otro diácono pintor famoso en toda la comarca por sus imágenes pintadas de los mártires Nikita e Iván el Guerrero (�) pero ¡ay de mí! examinó con atención mi mano izquierda y me rechazó categóricamente. Me indicó, muy a pesar mío, que no tenía aptitudes de ningún tipo, ni siquiera para desempeñarme como zapatero o tonelero.

Al perder todas las esperanzas en negar a ser, alguna vez, por lo menos un mediano pintor regresé con el corazón deshecho, a mi aldea natal... El terrateniente, flamante heredero de los bienes paternos, necesitaba un muchacho diestro; así que el harapiento niño vagabundo fue a parar a una cazadora de cotí y zaragüelles del mismo tejido y, finalmente, a los aposentos de los criados más jóvenes (...)

Errando de posada en posada en compañía de mi amo, yo me valía de cualquier ocasión propicia para hurtar las xilografías de las paredes, de modo que reuní una valiosísima colección. Mis favoritas eran, en especial, las que representaban a personajes históricos, tales como Solovéi Razbóinik. Kutúzov, el cosaco Plátov y otros. A propósito, no era la sed de codicia lo que me incitaba a hacerlo, sino el deseo irresistible de sacar copias del modo más fidedigno posible. (�)

Cumplí los dieciocho años en 1832, pero como las esperanzas que animaran al terrateniente respecto a mi destreza de lacayo no se vieron justificadas, este, atendiendo a mi pertinaz petición, me contrató por cuatro años para trabajar en el taller del maestro de diversas artes pictóricas, Shiriáev, en San Petersburgo. Shiriáev reunía en su persona todas las cualidades del sacristán espartano, del diácono pintor y del sacristán quiromántico. Mas, a pesar del triple peso de su genio yo, en las claras noches primaverales, corría al Jardín de Verano a dibujar las estatuas que adornan aquella rectilínea creación de Pedro I. Durante una de las sesiones conocí al pintor Iván Soshenko con quien hasta el día de hoy mantengo las más sinceras y fraternales relaciones de amistad. Por consejo de Iván Soshenko comencé a ensayar retratos del natural con acuarelas. Para las numerosísimas y engorrosas pruebas pacientemente me sirvió de modelo otro paisano y amigo mío, el cosaco Iván Nichiporenko, criado de nuestro amo. Cierta vez el amo vio en su poder un trabajo mío y llegó a agradarle tanto que comenzó a utilizarme como retratista de sus amantes favoritas, recompensándome, a veces, con un rublo de plata auténtico.

En 1837 Iván Soshenko me presentó el secretario de la conferencia de la Academia de Arte Víctor Grigoróvich, rogándole me liberara de mi deplorable situación. Grigoróvich comunicó su ruego a Vasili Zhukovski. Este había previamente convenido el precio con mi amo y solicitó a Karl Briulov que este pintara su retrato con el fin de sortearlo en una lotería privada. El gran Karl Briulov aceptó inmediatamente: poco tiempo después el retrato de Vasili Zhukovski estuvo listo. Vasili Zhukovski, con ayuda del conde Mijaíl Vielgorski, organizó una lotería de 2.500 rublos de compensación; a este precio fue comprada mi libertad el 22 de abril de 1838. A partir de ese mismo día comencé a asistir a las clases de la Academia de Arte y al poco tiempo pasé a ser uno de los alumnos y camaradas preferidos de Karl Briulov. En 1844 obtuve el título de pintor manumiso.

Referente a mis primeras experiencias literarias diré solamente que comenzaron en aquel mismo Jardín de Verano, en las diáfanas noches sin luna. Durante mucho tiempo la severa musa ucraniana había estado ajena a mi gusto, distorsionado por la vida en la escuela, en la antesala del hogar terrateniente en posadas y apartamentos de la ciudad; mas cuando el soplo de libertad devolvió a mis sentidos la pureza de mis primeros años infantiles vividos en la miserable morada paterna, la musa a quien doy las gracias, me abrazó y halagó en tierra extraña. De mis primeras débiles experiencias literarias compuestas en el Jardín de Verano, ha sido publicada solo una balada: La estropeada. No siento especial deseo en extenderme sobre cómo y cuándo fueron escritas las poesías que le siguieron. La breve historia de mi vida que esbocé en este desordenado relato para satisfacer su deseo, a decir verdad me ha costado más de lo que hubiera pensado. ¡Cuántos años perdidos! ¡Cuántas flores marchitas! ¿Y qué obtuve del destino con mis propios esfuerzos? ¿El haber quedado con vida? Esto es casi una aterradora visión de mi pasado. Es espantoso, y mucho más espantoso para mí, ya que mis hermanos y hermana carnales, a quienes con dolor he recordado en este relato, hasta el presente siguen siendo siervos. ¡Así es, excelentísimo señor mío, siguen siendo siervos hasta el presente!

Reciba usted mi consideración de siempre.

Tarás Shevchenko

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