Y Fidel continuaba con su arenga más verde que las palmas. Y yo dando cabezazos, codazos, tortazos, queriendo huir de su cuerpo, de todas partes.
La barriga le bajó hasta el pubis, dice que sintió dentro como una explosión de constelaciones. Cerró los ojos y saboreó el dolor de la espera. Una vez más, esperaba, y en esta ocasión era bien distinto. Mi padre llegó regando tierra colorada que sacudÃa de su cuerpo, todavÃa con el sombrero de guano encasquetado hasta las cejas y el machete en la mano.
-Voy a parir. Ahora sà que voy a parir. Mi padre me recuerda siempre que ella fue toda la vida muy valiente. Yo fui su primera y única hija.
Ella ignoraba -como todas- cuán doloroso podrÃa ser, y eso -la inexperiencia- la mantenÃa a la expectativa de sà misma.
No liberaba totalmente su miedo. La vistieron con una bata ridÃcula, muy corta y descotada. La acostaron en una camilla húmeda, sudada. Ella abrió las piernas -sabrá por fin cuánto dolerá-. El obstetra le ordenó que pujara en cuanto viniera la contracción. Hundió su mano y hurgó, se ensañó en el pujo. Duele como la muerte. Es la vida ahà dentro, asà debe de doler el fin.
Mi madre aún no habÃa roto la fuente. Se la desbarataron con una varilla larga, blanca, y plástica. De mi madre emanó abundante agua caliente y resbaladiza, como una grasita agradable que la envalentonó. La mano del especialista agitó con violencia la barriga. Ahà donde yo estoy. Estuve.
La llevaron a un saloncito lúgubre. Afuera, mi padre se comÃa las uñas, se arrancaba los pelos, ni siquiera se atrevÃa a fumar. Las paredes del saloncito estaban grises de churre, los sillones empercudÃos, dos camas disimuladas con parabanes.
En cada sillón se quejaba una embarazada, con sueros colgándole de los brazos amoratados. Allà esperó, demacrada dentro de su bata ridÃcula, pero con la bandera cubana que le pusiera el Che todavÃa sobre el vientre.
Elena Luz, la doctora guerrillera, consideró que mi madre tenÃa ya siete centÃmetros de dilatación, estaba preparada para parir, pero las contracciones estaban muy distantes unas de otras. Le encajaron un suero en su brazo tostado por el sol de la manifestación y la caminata del Primero de Mayo, DÃa Mundial de los Trabajadores.
ExponÃa el cuerpo abierto y las entrañas exploradas a la mediocridad rutinaria que descubrió en las miradas de los doctores.
Sus ojos le obturaron el cerebro, agarró fuertemente sus rodillas y pujó con rugido de leona. Se le escapó una pierna y tumbó el suero al piso. Le pincharon el otro brazo. De nuevo el trasteo feroz en su interior y los dolores inenarrables.
Según los expertos, estaba a punto de parir, según ella se morÃa, se vaciaba. La condujeron caminando hasta el salón de partos, en medio del pasillo una desgarradura abrió de un tajo la vulva hasta el ano. ¡Ã?sa es mi cabeza!
Ya en el salón, ella brincó por encima de la agarradera de la camilla. Un pujo y nada. Otro gran pujo largo y tridimensional. Mi cabeza estaba trabada. Y otro. El pujo de la fuerza, el que la hizo a ella madre y a mà hija. Ardoroso. A un mÃnimo instante de la muerte. En ese pujo -dice ella- se tocaron la vida y ese más allá desconocido.
Yo, fuera de su universo, inicio el mÃo. Para ella terminó el dolor. Para mà acaba de comenzar.
Mi padre saltaba de alegrÃa, aunque bastante desilusionado, pues yo no habÃa nacido el Primer DÃa de los Trabajadores de la Revolución triunfante, sino el dos de mayo:
Yo aún era un bultico baboso del unto materno envuelto en la bandera cubana y ya comenzaban a reprocharme el no haber cumplido con mi deber revolucionario:
Mi padre no sabÃa ni jota de la historia de España, ni de ninguna historia. Si acaso alguito de la guerra de independencia contra los españoles. Ã?l sólo tenÃa claro que su enemigo era el yanqui, y que el Primero de Enero habÃa nacido su Revolución y su hija con ella, sólo que en primavera, que aquà en el Trópico es lo mismo: un calor del carajo.
-¿Cómo le pondrán a la bebita? ¿Ya pensaron en un nombre?
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