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Domingo 18 de junio de 2017

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Cultural El Duende

Heroico nacimiento

18 jun 2017

Zoé Valdés

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Cuenta mi madre que era el primero de mayo de 1959, ella tenía nueve meses de embarazo, ya sabía que yo era niña. Cuenta que caminó y caminó desde La Habana Vieja hasta la Plaza de la Revolución para escuchar al Comandante. Y en pleno discurso comencé a cabecearle la pelvis, a romperle los huesos.

La tuvieron que sacar en hombros hacia la Quinta Reina. Antes de salir de la concentración multitudinaria, al pasar por delante de la tribuna, el Che le puso la bandera cubana en la barriga, pero ella apenas ni se enteró, porque yo seguía jodiéndola, provocándole unos dolores del carajo.

Y Fidel continuaba con su arenga más verde que las palmas. Y yo dando cabezazos, codazos, tortazos, queriendo huir de su cuerpo, de todas partes.

La barriga le bajó hasta el pubis, dice que sintió dentro como una explosión de constelaciones. Cerró los ojos y saboreó el dolor de la espera. Una vez más, esperaba, y en esta ocasión era bien distinto. Mi padre llegó regando tierra colorada que sacudía de su cuerpo, todavía con el sombrero de guano encasquetado hasta las cejas y el machete en la mano.

Lo habían ido a buscar a la zafra. �l se acurrucó junto a su barriga y se estremeció de buen presagio cuando descubrió la bandera. Ella explicó que había sido el Che quien se la había puesto y él casi se desmaya de orgullo; su pecho se infló, sonrió satisfecho.

Ella dice que en aquel momento no estaba tan segura de tener los dolores de parto. Comentó que tal vez, sencillamente, estaba mala del estómago. Pero después de varias contracciones pensó que no podía tratarse de un suceso menor en su cuerpo, de un goce escatológico. El cuerpo se anunciaba como nunca, en otra dimensión, alternando entre lo microscópico y lo macroscópico. Su intimidad se exponía al infinito, como una ecuación matemática.

Estaba a un paso del latido de la nada.

¡Y cuánta vida dentro!

Mi padre, nervioso, juraba y juraba que la amaba.

Ella sin él no hubiera podido enfrentarlo sola. Ella es dura, o se hace la dura. Fue muchas veces al baño e hizo una caca sanguinolenta, por momentos verdosa. Pasó la noche repitiendo bajito:

-Voy a parir. Ahora sí que voy a parir. Mi padre me recuerda siempre que ella fue toda la vida muy valiente. Yo fui su primera y única hija.

Ella ignoraba -como todas- cuán doloroso podría ser, y eso -la inexperiencia- la mantenía a la expectativa de sí misma.

No liberaba totalmente su miedo. La vistieron con una bata ridícula, muy corta y descotada. La acostaron en una camilla húmeda, sudada. Ella abrió las piernas -sabrá por fin cuánto dolerá-. El obstetra le ordenó que pujara en cuanto viniera la contracción. Hundió su mano y hurgó, se ensañó en el pujo. Duele como la muerte. Es la vida ahí dentro, así debe de doler el fin.

Mi madre aún no había roto la fuente. Se la desbarataron con una varilla larga, blanca, y plástica. De mi madre emanó abundante agua caliente y resbaladiza, como una grasita agradable que la envalentonó. La mano del especialista agitó con violencia la barriga. Ahí donde yo estoy. Estuve.

La llevaron a un saloncito lúgubre. Afuera, mi padre se comía las uñas, se arrancaba los pelos, ni siquiera se atrevía a fumar. Las paredes del saloncito estaban grises de churre, los sillones empercudíos, dos camas disimuladas con parabanes.

En cada sillón se quejaba una embarazada, con sueros colgándole de los brazos amoratados. Allí esperó, demacrada dentro de su bata ridícula, pero con la bandera cubana que le pusiera el Che todavía sobre el vientre.

Elena Luz, la doctora guerrillera, consideró que mi madre tenía ya siete centímetros de dilatación, estaba preparada para parir, pero las contracciones estaban muy distantes unas de otras. Le encajaron un suero en su brazo tostado por el sol de la manifestación y la caminata del Primero de Mayo, Día Mundial de los Trabajadores.

Mi madre cuenta que se sintió como una res abierta, igualita que la del famoso cuadro del pintor holandés. Ya no podía controlar el ritmo de los dolores. Todos los médicos venían a batuquear su barriga y a hundir sus manos extrañísimas en ella.

Ella iba del sillón gris a la cama y viceversa, en repetidas ocasiones. Los médicos le pidieron que pujara. Ella no quería desmayarse. Las manos ajenas volvieron a abrir su vulva y se pasearon de un lado a otro. Su vulva era como el cuello de tortuga de un suéter de invierno. Ella se derramó en sangre por la vulva, por el clítoris, por el ano, orinó, vació sus intestinos.

Exponía el cuerpo abierto y las entrañas exploradas a la mediocridad rutinaria que descubrió en las miradas de los doctores.

Sus ojos le obturaron el cerebro, agarró fuertemente sus rodillas y pujó con rugido de leona. Se le escapó una pierna y tumbó el suero al piso. Le pincharon el otro brazo. De nuevo el trasteo feroz en su interior y los dolores inenarrables.

Según los expertos, estaba a punto de parir, según ella se moría, se vaciaba. La condujeron caminando hasta el salón de partos, en medio del pasillo una desgarradura abrió de un tajo la vulva hasta el ano. ¡�sa es mi cabeza!

Ya en el salón, ella brincó por encima de la agarradera de la camilla. Un pujo y nada. Otro gran pujo largo y tridimensional. Mi cabeza estaba trabada. Y otro. El pujo de la fuerza, el que la hizo a ella madre y a mí hija. Ardoroso. A un mínimo instante de la muerte. En ese pujo -dice ella- se tocaron la vida y ese más allá desconocido.

-¿Dios será eso? -todavía se pregunta.

Ella quiso verlo todo cuando salí de su cuerpo y lloré suavemente, con un ronroneo. Yo era fácil y resbalosa. Estaba ajena de mí. Aún sigo ajena de mí. Mi madre dejó de ser yo. Yo dejé de ser ella.

La limpiaron por dentro con energía y chorros gélidos. Le enseñaron la inmensa placenta hermosa como una escultura. Aún duele como nada y todo. La cosieron lento y ella sabía que perdía mucha sangre.

¿Hasta cuándo dolerá la fuerza de la vida?

Yo, fuera de su universo, inicio el mío. Para ella terminó el dolor. Para mí acaba de comenzar.

Mi padre saltaba de alegría, aunque bastante desilusionado, pues yo no había nacido el Primer Día de los Trabajadores de la Revolución triunfante, sino el dos de mayo:

Yo aún era un bultico baboso del unto materno envuelto en la bandera cubana y ya comenzaban a reprocharme el no haber cumplido con mi deber revolucionario:

-Debió haber nacido ayer, por dos minutos es hoy, ¡qué barbaridad! ¡Debió haber nacido el Primero de Mayo! No se lo perdono a ninguna de las dos -no cesaba de lamentarse con el rostro eufórico. El doctor le consoló:

-No coja lucha, compañero, este día también se conmemora una fecha importante, el Día de los Episodios Nacionales, los Fusilamientos en Madrid, el cuadro pintado por Gaya, ¿lo recuerda?...

Mi padre no sabía ni jota de la historia de España, ni de ninguna historia. Si acaso alguito de la guerra de independencia contra los españoles. �l sólo tenía claro que su enemigo era el yanqui, y que el Primero de Enero había nacido su Revolución y su hija con ella, sólo que en primavera, que aquí en el Trópico es lo mismo: un calor del carajo.

-¿Cómo le pondrán a la bebita? ¿Ya pensaron en un nombre?

-Pues mire... Me gustaría ponerle Victoria... o mejor, mejor... ¡Patria!.. ¡Patria es un nombre muy original! ... ¡Soy el padre, el padre de Patria, de la Patria! ¡El Padre de la Patria! ¡Carlos Manuel de Céspedes! ¡El primero que libertó a sus esclavos! ¡Qué par de cojones, qué toletón!

Y mi padre, emocionado, sollozó creyéndose glorioso.

* Zoé Valdés. Cuba, 1959. Narradora, poeta, guionista

y directora de cine

De: "La nada cotidiana" 1995.

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