¿No han visto ustedes en las grandes urbanizaciones del mundo, desde EE.UU., al Lejano Oriente, algunos cementerios con macizos de arbustos agrupados con gusto y con amplios espacios cubiertos de verde, con una inmensa variedad de árboles y de arbustos, algunos pequeños estanques, que en sus largos caminos, senderos y veredas crean una sensación de paz, de vida y de armonÃa con la naturaleza?
Esto es lo que llevo pensando desde que era muy niño en mi Galicia natal, y me encantaba despistarme pero era para ir leyendo las lápidas con sus sentidas y a veces desconcertadas palabras que acompañan la mejor fotografÃa del finado; y sÃ, a veces, esas flores de plástico de colores chillones tan poco acordes con la dulzura de las infinitas gamas de verdes que pueblan nuestra más lejana nostalgia, agarimada y enxebre. Porque un gallego siempre lo es aunque nazca y viva donde quiera, y pueda.
Imaginaos esos muros derribados y reconvertidos de la forma más natural y eficaz. Las lápidas separadas y ordenadas con respeto y esmero en una galerÃa aireada pero no a la vista, junto con alguna pieza que quisiera conservarse. Se derribarÃan todos los nichos, y elementos materiales útiles para grava de los caminos, fuentes etc.
Con el mayor esmero y respeto, se procederÃa a transformar todos los restos ya calcinados y mezclados con rica tierra hasta hacer una superficie tan grande como el antiguo cementerio, cubierta de capas de esa tierra enriquecida y de árboles, arbustos, zonas ajardinadas de acuerdo con las condiciones naturales y la provisión del agua necesaria, para su mantenimiento.
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