Sábado 17 de junio de 2017
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Lo que hace que funcione una película de terror son las atmósferas. Tal vez las presencias o los seres fantásticos sean lo de menos si las atmósferas están bien logradas. Ese es el caso de La morgue, una película a la que sus guionistas, Ian B. Goldberg y Richard Naing, dieron énfasis a una ambientación que, con economía de personajes y de escenarios, explota el suspenso para inquietar al espectador y generar ese desasosiego asociado con el miedo.
Con esos elementos, y unas actuaciones sólidas de sus protagonistas, el cineasta noruego André ?vredal (Trollhunter, 2010) consigue que su historia funcione: los personajes están solos, confinados a un sótano debido a un evento meteorológico que asimismo los incomunica.
Los espacios cerrados son un elemento de manual para las historias de terror. Mal empleados son un cliché cansino. Bien empleados nos meten de lleno a miedos ancestrales. En La morgue hay un padre, un hijo y el cuerpo inerte de una bella chica inexplicablemente bien conservado a pesar de las condiciones en que fue hallado: en medio de un escenario sanguinolento en el que cada miembro de una familia había sido desmembrado y el cuerpo de la chica estaba semienterrado e intacto.
El padre y el hijo, Tommy (Brian Cox) y Austin (Emile Hirsch), practican durante la noche la autopsia a dicho cuerpo a pedido del sheriff local (Michael McElhatton). En el sótano de su casa han acondicionado todo lo necesario para tener la morgue del título en español, un servicio forense bien equipado. Conforme van examinando el cuerpo de Jane Doe (así fue identificado y es interpretado por Olwen Kelly) van encontrando cosas más y más extrañas. Y van ocurriendo otras tantas que son inexplicables.
Fuente: Javier Pérez (cinepremiere.com)