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Domingo 11 de junio de 2017

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Revista Dominical

La vejez, el tesoro de las sociedades conscientes

11 jun 2017

Por: Ãlvaro Villarreal Alarcón - carabantxel@outlook.com

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Si echamos la vista atrás, hacia la noche de los tiempos y tratamos de hallar algún rasgo constitutivo común entre las civilizaciones más diversas, tanto en su relación como en su grado de desarrollo cultural o en su ubicación geográfica, descubriremos que casi todas se distinguieron por honrar a sus ancianos. En efecto, son raras las formas de comunidad humana, en la que los viejos han sido despreciados o condenados a la irrelevancia, y todas ellas se han caracterizado por desaparecer pronto.

Envejecer es como escalar una gran montaña, mientras más se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, y la vista más amplia y serena.

Muchos han sido en verdad los sabios que han ofrecido su visión acerca de la vejez, tal vez el más claro ejemplo proviene de la antigüedad clásica, Marco Tulio Cicerón, que no solo reflexiona en diversas ocasiones sobre el asunto, sino que dedica a sus 62 años, allá por el año 44 antes de Cristo, una de sus más grandes obras "De senectute", en ella Catón enseña a los jóvenes a afrontar los signos irremediables de la llegada de la vejez. Una premisa que podría asumirse o resumirse en una deducción atribuida a Pitágoras, "una bella ancianidad es ordinariamente la recompensa a una bella vida"

Aunque la bella vida que hoy nos imponen tiene más que ver con el alimento del cuerpo que con el alimento del alma, pero ¿Qué es un cuerpo alimentado en un alma que está desnutrida? Decía Cicerón que el viejo no puede hacer lo que hace un joven, pero lo que hace lo hace mejor. Sin embargo en nuestra época, parece que se quiere prolongar la adolescencia hasta la madurez, y la madurez hasta el tiempo de la sabiduría, que debería ocupar la vejez. Es decir se lucha contra la naturaleza intentando alterar e invertir su orden, impidiendo que simplemente discurra como debería hacerlo; el resultado es inevitable, llegada la hora final nos sentimos incompletos y vacíos, porque probablemente lo estemos.

Detrás de tanta presión social por no envejecer o hacerlo, con una frase muy en boga hoy día, "con dignidad", se esconde un gran miedo, el miedo a la muerte, que asalta con nocturnidad las conciencias de aquellas personas sin horizonte y con una gran falta de trascendencia. El miedo en definitiva a nuestro juicio, y el miedo a nuestra condena. Decía Jesús "Soy el camino la verdad y la vida, quien cree en mí aunque muera vivirá para siempre".

En la antigüedad, los ancianos ocupaban siempre los puestos más encumbrados de la organización social, como custodios de las tradiciones del pueblo, depositarios de una sabiduría ancestral y espejo en que los jóvenes se contemplaban. Ellos eran reyes y consejeros de reyes, sumos sacerdotes, oráculos y profetas, eran patriarcas y tutores de sus respectivas familias y clanes, y se les rendía respeto y veneración, pues se reconocía en ellos un conocimiento profundo de las cosas, nacido de la experiencia y la meditación que les permitía avizorar el futuro con mayor clarividencia y ecuanimidad.

La sabiduría acumulada de los ancianos, su registro vivo, su prudencia cautelosa, fueron tenidos tradicionalmente como el más preciado tesoro por quienes nos precedieron, y los ancianos fueron durante siglos, el corazón de nuestra civilización en el seno de la familia, en la organización política, en el culto religioso, en los foros intelectuales, su voz era escuchada y sus consejos atendidos, y a ellos se encargaba la formación de las nuevas generaciones.

Este papel activo y medular que los ancianos desempeñaron en otras fases de la historia, fue puesto en solfa en épocas recientes, bajo un disfraz cínicamente humanitario se entendía que los viejos ya habían aportado en su juventud y madurez el servicio que la sociedad les demandaba, y se estableció que debían completar su vida "descansando" de pesadas fatigas. Así bajo esta máscara de hipocresía, los viejos fueron confinados a un arrabal de inactividad y poco a poco desposeídos del puesto que tradicionalmente ocupaban en la sociedad. Se fueron convirtiendo en rémoras expulsados de la vida pública, su consejo dejó de alumbrar la política, apartados de las labores docentes su enseñanza se eclipsa, y hasta fueron despojados del lugar preeminente que ocupaban en el seno familiar, a medida que se difuminaba el mandato humano y divino de honrar a los padres. De manera casi imperceptible los ancianos dejaron de ser el más preciado tesoro de la comunidad, para convertirse en su mayor lastre, porque sólo se vio en ellos una fuente inagotable de gasto asistencial, y todo esto ocurre paradójicamente mientras la sociedad ensimismada en su bienestar, envejece a una velocidad creciente.

Pero detrás de este desprestigio de la vejez, se ocultan conductas parasociales muy profundas, ante todo una destrucción de los vínculos intergeneracionales que aseguran la identidad de las comunidades humanas, que cuando reniegan de la tradición que las nutre, acaban convertidas en organismos invertebrados huérfanos de una ideología espiritual y de fácil pasto de la opresión.

Una sociedad que ha reducido a sus viejos a la irrelevancia es una sociedad que por no saberse mirar en su pasado, está incapacitada para afrontar su futuro.

Por eso hoy más que nunca, se hace necesario rescatar ese venero de sabiduría y ejemplaridad que representan nuestros viejos, no solo por gratitud y cariño hacia nuestros padres, ya que de no hacerlo demostraríamos nuestra tamaña insensatez y estupidez al poner en jaque nuestro propio porvenir.

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