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Domingo 21 de mayo de 2017

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Cultural El Duende

Rufino

21 may 2017

Alfredo Medrano

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Rufino, primogénito de una pareja de pichiris, nació como nacen los hijos de la barreduría: un amanecer de luz biliosa, con una fatiga que le cuarteaba la piel, cuando su madre barría las calles con su pichana de palmera. Casi se muere del parto, de alumbrar tan oscuramente, porque se retorcía haciendo rechinar los dientes, sin que nadie le alcance un paño caliente ni un vaso de agua. Otras pichiris, al verla desplomarse sobre el pavimento, dejaron sus pichanas y corrieron a socorrerla. La llevaron a su cuartucho, en los populosos barrios del norte.

"Qué bien que no te hayas muerto, hija, y que nuestro hijo llegue al mundo para ayudarnos a barrer", dijo su padre cuando pasó el susto y su mujer temblaba todavía haciendo castañear los dientes, envuelta en un viejo phullu. Era tuerto, y por eso no podía asombrarse con los dos ojos, y por eso lloró con una sola lágrima, y por eso fue una sola la estrellita de alegría que le brilló en el ojo al ver a su hijo envuelto en trapos viejos, pataleando y chillando apenas. Había perdido el ojo en la Guerra del Chaco, y para disimular su defecto se cruzaba por la frente un pañuelo viejo y sucio.

Rufino creció como todos los chicos descalzos del barrio: entre el tufo y las riñas de los borrachos, la polvareda de las estaciones secas y los lodazales con las lluvias del verano. Barrios sin agua ni pavimento, con unos cuantos focos de luz que apenas iluminaban las calles. Barrios del hastío y la penumbra.

Llegó con un rictus de cansancio, ese cansancio de los seres que han ido más allá de la desesperación de no esperar nada de nada. Cansancio de viejos que nunca tuvieron infancia, que saltan del útero materno adelantando un pie hacia el sepulcro. De los malos tratos que le dio la vida, de las palizas y los ayunos forzados que le daba el padre. Rufino sacó sus propias conclusiones y, aunque a nadie confesaba sus íntimos temores y anhelos, tradujo su posición ante el mundo con una sonrisa un tanto burlona pero franca.

Para ganarse un plato realizaba con humildad de perro los más variados quehaceres domésticos en las chicherías del vecindario: traer agua, barrer la casa, fregar las ollas, alimentar a los cerdos, atizar el fogón, cargar bultos. Empezó a emborracharse desde los trece años, cuando estaba en camino de la senectud completa, y acaso libar copiosas jarras de chicha fue el único oficio que ejerció con paciencia.

La misma fatalidad hizo que aquel niño-viejo, que aquel muchacho-vejestorio, que aquel joven-anciano pareciera inapelablemente definido por un nombre, en toda su conformación de cuerpo y alma: Rufino. Al menos yo tenía la impresión de que pocos hombres en la tierra podían estar tan definidos por un simple nombre.

Rufino, hijo de pichiris, hijo de las escobas que todas las madrugadas barren la ciudad mucho antes que los pájaros canten y el panadero gane las calles con sus canastas repletas de pan caliente. Rufino, de madre pichiri, de padre pichiri. De ancestro escobita vagabunda. "Rufino, ven a barrer la calle. Rufino, trae tu escobita para limpiar el wáter. Rufino, ven a limpiarme el culo", le decían los chicos de los padres con oficios menos serviles. Rufino de paja, polvo de calle. Hijo de los pulmones barrenderos deshechos. Hijo de los barrenderos barrenados. Vástago barrido por la barreduría urbana. Quizá por una sospechosa resonancia de su nombre, Rufino me parecía rufián, y aunque no recuerdo bien su apellido, puedo asegurar que no podía ser otro que Calle. Rufino Calle. Hijo legítimo de las calles sin nombre ni memoria. Barrecalles barrido. Barrendero de los barrios marginales. Rufino callejero en callejón sin salida. Callejón callejero, calle callada y bulliciosa como la vida del pueblo. La vida que nace, baila, escupe, maldice, ama, se rebela y muere en las calles. Gente que vive respirando el polvo de las calles abandonadas. Gente que lo único que aspira es el humo de la tierra que levantan el viento y las ruedas. Gente acostumbrada a morder el polvo de la derrota.

"Rufi" le llamaban unos. "Fino", le decían otros. Pero otras veces yo creía que aquel nombre era una flagrante injusticia. Me parecía que Rufino era un nombre que aquel muchacho cargaba como una cruz de hierro. ¿Puede un nombre, una simple palabra sacada del almanaque Heraldo, definir el destino de un hombre? Nacer en la calle bajo el signo de un determinado día ¿puede ser decisivo para darle forma y esencia a una vida? Rufino como fórmula química o ecuación matemática. Si es así, Rufino era un nombre exagerado para aquel muchacho esmirriado, con la piel cuarteada en rombos por la tristeza. Un cuerpo demasiado frágil y vulnerable para resistir aquel nombre. Tanto nombre no cabía en un cuerpo tan pequeño, porque si Rufino se aproximaba a Rufián, o si rufián es una lógica consecuencia de Rufino, este personaje que aún me obsesiona estaba envilecido por la vida que llevaba, pero no había llegado a las execraciones propias del rufián. Rufino calzaba mejor en un hombre fornido, con rostro lúbrico y manos ladinas y pecaminosas. Rufino se ganaba limpiamente la vida, por mucho que hiciera tareas sucias como trapear baños o engordar cerdos. Era el mundo el que no le jugaba limpio. Por eso, viéndolo desde otro ángulo, de frente o de perfil, más que una cruz el nombre de Rufino era un pesado fardo, o grilletes en los pies, o una corona de espinas en la cabeza, o una aureola de mártir. Un castigo sin pecado. Un grave error de útero materno dilatándose en un lugar y hora equívocos. Un inocente soportando un nombre de culpable. Quizá había que buscar al verdadero merecedor de aquel nombre, rastrearlo entre la basura humana que pulula en los contornos o en el centro de la ciudad. A Rufino lo aplastaba mucho, los huesos le crujían de resistir aquel nombre.

Hasta que Rufino se rufianizó. Robó unas gallinas del vecindario. Agredió a cuchilladas a un compañero. De borracho, una tarde le dio una fenomenal golpiza a su padre. Los vecinos intervinieron y viendo en aquel hecho algo inconcebible lo golpearon con palos y cinturones. Si no hacía escuchar mi voz energúmena, lo hubieran matado. Tras aquel incidente, Rufino dejó la casa para siempre y se puso a vagar por otros barrios.

No pasaron más de cuatro años cuando volvía a ver a Rufino en La Cancha, en medio de la agitación de hombres y mujeres empeñados en vender o comprar una gran variedad de mercaderías. Tardé en reconocer a quién me sonreía con aquel rostro violáceo, ajado y con dientes corrompidos. Sonreía como un idiota. En los ojos y la boca se puede medir mejor hasta dónde ha llegado el envilecimiento de un hombre, su caída vertical en el vacío del absurdo. Nunca sentí tan mezcladas, y sin embargo, repeliéndose entre sí, como el aceite y el vinagre, la rabia y la pena. Pero después sentí vergüenza de aquel desdichado, de mí mismo y de toda la humanidad. Mi actitud fue cobarde y torpe porque luego de reconocer aquel rostro pasé de largo apurando el paso, quizá con el temor de que Rufino me siga.

¿Y qué podría decir de la relación que me ligaba a él? Casi nada. Ni siquiera puedo decir que Rufino era mi amigo. Hombres, o subhombres como él no tienen historia ni amigos. Su vida es apenas una hebra de ese vasto tejido que es la historia impersonal y desconocida de la masa irredenta. Para tener amigos hay que tener comunicación, y Rufino fue siempre un muchacho de pocas palabras, las que después se volvieron gruñidos. ¿Amaba algo Rufino? ¿Se puede amar tan solo con gruñidos? Gruñidos lastimeros y agresivos. Gruñidos de ternura y de dolor. Hocico gruñidor husmeando entre los deshechos en busca de un mendrugo de cariño.

Por esa su misma gruñidora soledad Rufino podía estar más consonante con su eventual oficio de porquerizo vaciando en el corral de los cerdos la podredumbre de la cocina. Sin embargo, acaso Rufino gruñía por eso mismo: de no poder amar a los cerdos a dentelladas y gruñidos, revolcándose en el fango pestilente, dándose hocicazos y mordiscos, topetadas de carnero ciego y empellones de toro en celo, embistiéndose a rabiosos besos y golpes de pezuña, hasta rescatar del propio fango, como una rosa púrpura y perfumada, tomándola con eterna suavidad por los pétalos, la colmilla facilidad que nos persigue, como manadas de jabalíes ansiosos, y no nos encuentra.

He tratado de olvidar su rostro, pero no lo consigo, pues creo verlo en todos los hombrecitos que pueblan como sombras los barrios del norte y el sur de la ciudad. Acaso me persigue el remordimiento de no haber correspondido a aquel gruñido, el saludo de aquella sonrisa que se dirigía a mí emergiendo desde los escombros humanos. Yo también ya estoy viejo, mis pies sienten más frío. A veces lanzo un gruñido de impaciencia por los achaques que han empezado a llegarme, pero sé que solo hombres o subhombres como Rufino Calle, pueden perfeccionar el arte satánico de envejecer y morir prematuramente.

* Alfredo Medrano.

Cochabamba, 1944.

Escritor, narrador y periodista.

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