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Domingo 07 de mayo de 2017

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Cultural El Duende

Pueblos terrosos, vidas derrotadas

07 may 2017

Carlos Medinaceli

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Vivir en una aldea, o verse obligado a acudir a ella por alguna necesidad premiosa, cuando se habita, como yo ahora, en pleno campo agreste, donde se carece de todo, es para conocer la vida nacional en su intimidad? Mal que bien, las ciudades y algunas capitales de provincia, ofrecen facilidades para la vida y hasta se puede disfrutar de algunos momentos de cordial comprensión de espíritu con algún raro hombre: vivir en estos pueblos terrosos, sin más forzada convivencia que estas vidas derrotadas de la aldea indio-mestiza, es para experimentar todo lo áspero, hirsuto, incomprensivo, huraño y hostil que tiene el ama del aldeano, expresión de la tierra mísera, del terrazgo duro, de la serranía hosca, de la montaña abrupta, de todo lo inculto, solitario y zahañero que conservan estas peñerías en cuyas faldas se agarran los caseríos del villorrio o del burgo que desafiando los accidentes de la topografía, se agazapa en el fondo de las quebradas.

El hombre de la ciudad -si es culto, abierto de espíritu, comunicativo y sociable- de lo primero que sufre en la aldea es de la falta de la convivencia social. Por lo pronto alternar con los indios, aunque mal que bien se conozca el idioma, es difícil y la intercomunicación casi imposible. Por la abismática distancia de cultura y sensibilidad. Los indios viven en un orbe distinto, con preocupaciones tan ajenas a la cordialidad espiritual que el departir obligado es un sacrificio para ambos, un sufrimiento antes que un placer: el indio se esforzará en vano para ponerse a la altura del citadino; este hará esfuerzos inútiles por rebajarse al nivel del indio, hombre ya puramente elemental, fellah.

Cuanto al habitante de la aldea, lo primero que choca en él es su horror a la comunicación con "el forastero", el extraño. Y es que, en esencia, no es que el aldeano es huraño sólo con el "forastero": lo patético es su carencia de sensibilidad social, su hirsuto individualismo, siempre "a la defensiva" y, en suma, su falta de humanidad, su inhumanismo.

Podría narrar, al respecto, casos que espantan. Como a unos cien metros, apenas, de mi actual morada, hay un caserón patriarcal. La familia que lo habitaba se componía del padre, tres hijos varones y tres mujeres. Murió el padre; los varones emigraron en pos de trabajo a las minas del Chorolque y Chocaya: las tres hermanas quedaron en el caserón. Pronto, incapaces de convivir en hogareña fraternidad, velando juntas por la heredad paterna, surgieron las enconadas disputas por la casa y por pequeñas parcelas de sembradío que les correspondió en el deslinde hereditario. Empero esto no es lo malo: la mayor de las hermanas comenzó a sufrir de parálisis desde su adolescencia. Ella ha ido en progreso. Actualmente está completamente baldada de las extremidades inferiores: no puede moverse de su lecho, pues la hermanas menores, después de que se dividieron el caserón, hicieron poner una puerta de calle -que en este caso lo propio sería decir "puerta de campo"- distinta a cada parte. Ahora no visitan a "la tullida" -así la designan- sino cuando a ello les impulsa el interés. La hermana menor, especie de Harpagón con faldas, de un extensivo a intensivo sentido económico, poco menos que nunca va donde la hermana baldada. Se explica: no necesita de ella. La otra, que es "una divertida", lo hace sólo por saquearla, sin en menos escrúpulo, lo poco que ya a la paralítica le resta de su patrimonio.

La hermana mayor está hoy al borde la miseria naturalmente. Nadie ha tenido jamás un gesto de piedad con ella. No quiero referirme a los pormenores que, por la infamia que revelan, ofenden la dignidad humana.

Una prima mía, se largó en luciferinas vociferaciones, en mi contra, porque se rompió una tazas de café, que por casualidad me invitó una mañana en que yo -esto pasó en la capital de provincia- no pude conseguir un vaso de agua, porque allí, el agua, es un artículo de lujo. Este dato, para su "Itinerario Espiritual de Bolivia", querido y nobilísimo José Eduardo?

***

Se ha ideologizado mucho acerca del indio. Lo que voy a decir, a buen seguro, no es una novedad. El indio, por mucha trabajosa que sea su vida, vive, en cambio, de acuerdo con lo que la terminología spengleriana diríamos "su paisaje". Es un fruto de la tierra. Ella es su madre "la madre tierra", la "Pachamama". Telúrica y étnicamente es un adaptado al medio, aunque ese miedo es tan desolado y huraño, tan avaro con el medio es tan desolado y huraño, tan avaro con el hombre como es el altiplano. Precisamente por eso el indio vive más ligado a la tierra dura, porque como con tal certera penetración ya dijo Romain Rolland en Juan Cristóbal: "no son los países más hermosos ni aquellos en que la vida es más agradable los que adquieren mayor imperio sobre el corazón, sino aquellos en que la tierra es más desnuda, se halla más cerca del hombre y le habla en un lenguaje íntimo y familiar".

En cambio, los que poco o nada tenemos de indio, los que por nuestra malaventura somos un retoño enteco y reseco del viejo tronco hispano, esos, resultamos ajenos al paisaje y vivimos con un ala sin tierra donde adherirnos, con anhelos de otro clima de la cultura. Cargamos en el espíritu todo el quebranto de nuestra desventura étnica y, fatalmente, nos sentimos con algo malogrado: hemos nacido condenados al fracaso. No nos queda otra cosa que la resignación inerte ante la vida derrotada.

De esta clase de "vidas derrotadas" he encontrado algunos arquetipos en la aldea terrosa. ¡Qué emoción tan amarga me sobrecogió! -hace ya años de esto- cuando al visitar la aldea de Chocloca, encontré ahí perdida en medio de la rústica pardura de la indiada y la chillería polícroma de la cholada en fiesta, a una joven de marfileña fisonomía y grácil talle, vestida de blanco y con una expresión de infinita tristeza en las verdes pupilas. Su padre fue un rico hacendado, de estas regiones, don Juan Arraya. Muerto él, la madre perdió casa y hacienda en manos de los rábulas del burgo mestizo. Pronto cayó en la miseria. Rosalía -así se llamaba la muchacha exótica de la aldea parda- sostenía en su digna pobreza a la madre con la costura y enseñando a leer a algunos rapaces del villorrio.

Me cuentan ahora que Rosalía, no pudiendo sobrevivir a la muerte de su madre, falleció también poco después. Feliz ella que murió a tiempo.

Hay otra, que viéndose obligada a vivir en compañía de la manceba de su hermano, una chola gruesa y grasienta, vendedora de chicha y cañazo, se ha enloquecido. Y hay el caso de la señorita de fina estirpe castiza que ha concluido por ser querida, de un cholote que, a cambio del dinero que él gasta en copas, -dinero de la mujer- le suministra cada paliza, con rebenque trenzado, como acostumbra hacer con los caballos cuando quiere dárselas de domador de bestias bravas.

Ella se ha sometido a ponerse pollera, a "cholificarse". Lo conmovedor, en provincias, no es el caso del "caballero", del "decente" que se "enchola". Eso es pan de cada día. Lo doloroso es el caso de la señorita de abolengo que se "cholifica". Para ella es la pateadura, el látigo a ir a quejarse al demonio.

***

Hay ocasiones en que a uno le persigue la obsesión de la tierra. No de la buena tierra llovida, con olor a mujer enamorada, o de la tierra de labor, con sabor de fecundidad propicia a la cementera, sino de lo "terroso", del poblacho todo con casas de adobe, con techumbre de "torta" y el piso polvoriento, y de la tierra que el viento comienza por llenar los muebles, el lecho, el vestido, el agua de beber y que hace lagrimear los ojos y se impregna en los dientes y concluye por entrarse en el espíritu. La aldea es terrosa y esa terrosidad que se respira por todas partes, ha terrificado también las almas y los corazones.

***

A la margen izquierda de un río de mísero caudal, un arroyo apenas, sobre la falda de una lomería cenicienta, de ralo monte de churqui, se asienta el pueblo de Chocloca. La entrada al villorio hay que hacerla forzosamente por una especie de zaguán angosto y empinado con muladar donde amontona la basura que unos cerdos flacos van osando con obstinada porfía.

Se desemboca en la plazoleta del lugar, un cuadrilátero irregular con un seco molle en el centro. En la vereda norte, la iglesia, con el enjalme lavado por las lluvias y la techumbre derrumbada en el ala derecha. Sepulcral silencio en el contorno. Todas las puertas de calle y de tiendas, cerradas.

El caminante va luego por una larga callejuela abrumada de sol y soledad. Algún raro vecino, al escuchar el inusitado tropel de un caballo, asoma curioso, su faz a la puerta de un tenducho. Luego, al punto, vuelve esquivo, a ingresar a su morada.

* Carlos Medinaceli.

Escritor, crítico literario y educador.

Sucre, 1898 - 1949.

De: "Ensayos escogidos" 2014.

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