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Domingo 07 de mayo de 2017

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Cultural El Duende

Alcides Arguedas y la narrativa de la nación enferma

07 may 2017

El escritor y doctor en Lenguas y Literaturas Hispánicas, Edmundo Paz Soldán, propone una lectura crítica en su obra "Alcides Arguedas y la narrativa de la nación enferma" a partir del discurso de la degeneración en las obras del historiador y novelista boliviano

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Las últimas décadas del siglo XIX fueron un periodo de profunda transformación política, económica y social en América Latina. La vigorosa expansión de una economía exportadora, la democratización política en la mayoría de los países -limitadas, pero superior a lo que había existido hasta ese entonces- y la creciente urbanización fueron algunos de los aspectos modernizadores que permitieron a las elites soñar con optimismo el ansiado ingreso a la modernidad, tal como esta había sido definida en los centros de la civilización europea: racional, tecnológica, socialmente progresiva (Calinescu). América Latina había ocupado un rol ambivalente en el proceso histórico de la modernidad en Occidente. Aunque había, desde el siglo XVI, contribuido a su producción debido a que era la primera periferia de la Europa moderna, la alteridad contribuía definir la subjetividad moderna. Esta contribución la había llevado a cabo, sobre todo, como un sujeto pasivo en el proceso global de la modernización. Los cambios en el fin de siglo harían del continente un sujeto activo, una parte fundamental del progreso científico y tecnológico, de la dramática reestructuración económica y social que caracterizaba a dicho proceso.

La modernización en el continente, sin embargo, fue desigual. Se produjo una ruptura del orden tradicional de las sociedades, pero no hubo, al mismo tiempo, el desarrollo de un nuevo espíritu moderno, civilizador, burgués, al menos no de manera plena, capaz de convertirse en el nuevo ethos dominante, hegemónico. Ante la emergencia de nuevos actores sociales (las clases populares, las mujeres, en algunos países los inmigrantes) como consecuencia de los cambios en la sociedad, el dominio político de los sectores oligárquicos, en alianza con capitales extranjeros (de Europa y, cada vez más, de Estados Unidos), limitó la difusión de los más elementales derechos civiles que, en Occidente, habían servido de base para la creación del ciudadano moderno. Las fuerzas materiales de la modernización venían acompañadas por las promesas discursivas de la modernidad, pero no por la realización concreta de estas promesas. Se trataba, como señala José Cerna-Bazán, de una modernidad que estaba "en falta", era "reprimida y por ello, dispersa, heteróclita". Sin embargo, ello no implicaba, como quisieron ver algunos intelectuales del periodo, que la modernidad no existiera como experiencia histórica en el continente: "Tal vez modernidad marginal, desigual, deformada (o designable con adjetivos similares), por esas causas, pero al mismo tiempo real y necesaria en sus propios territorios, en cuanto prolifera desde sus propios ejes y sus propias posibilidades" (Cerna-Bazán).

La era moderna se inició en Bolivia en 1880, cuando, después de la derrota ante Chile en la guerra del Pacífico, la élite minera e industrial creó los partidos liberal y conservador e impulsó un proyecto modernizador que, como en otros países del continente, se concentraba en el progreso económico de la nación y no en la transformación de las tradicionales estructuras de participación ciudadana, que excluían de la esfera pública a la mujer y al indígena. La literatura de la época registró la configuración simbólica de este proyecto en la novela Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre (1885). En este texto, considerado por la crítica como la ficción fundacional de Bolivia, se postulaba al mestizaje como el elemento integrador de la nacionalidad. Pese a su aparente connotación positiva en la novela de Aguirre, el mestizaje en realidad escondía una compleja pero implícita jerarquización racial: la contribución criolla "blanca" en el mestizaje era vista como superior a la contribución indígena.

El mismo año de publicación de Juan de la Rosa, el historiador Gabriel René Moreno escribió "Nicómedes Antelo", texto que iniciaría el discurso de la degeneración en Bolivia. Este discurso, surgido en la segunda mitad del siglo XIX en Europa, trataba de explicar los "efectos" anormales de la modernización a través de teorías médico-biológicas. Hechos tan disímiles como la extrema pobreza, el aumento del crimen y la violencia, la alienación espiritual o la inestabilidad política eran susceptibles de ser explicados a través de este discurso. En sus teóricos más radicales, la patologización del análisis social llegó a situar como sujetos degenerados a un número cada vez más creciente de individuos que mostraban algún tipo de diferencia frente al ciudadano "normal" de la burguesía europea: a fines de siglo los degenerados podían ser tanto los criminales como los artistas, los homosexuales. Los judíos, o todos aquellos que no eran de raza "blanca". Los intelectuales latinoamericanos no tardaron en apropiarse de este discurso, pues permitía dar validez científica a prejuicios raciales que existían desde la colonia: nombres como los de Gobineau, Haeckel, Morel, Lombroso y LeBon se convirtieron en moneda corriente en la región. En los "sabios modernos" para concentrar su análisis en una clase particular de degeneración: la producida por causa de la mezcla racial. Si Aguirre podría, pese a sus jerarquizaciones, articular la nación a través del mestizaje, Moreno señalaba la imposibilidad de esta articulación si se quería pensar en una nación moderna. Los indios debían ser eliminados para así evitar el mestizaje: "la exterminación de los inferiores es una de las condiciones del progreso universal". La masacre de Mohoza en 1899, en la que indios aimaras mataron a 130 soldados criollos y cometieron actos de antropofagia, pareció confirmar, en el grupo criollo, las sospechas de Moreno. El proceso Mohoza (1899-1904), en el que, a través del juicio a los aymaras participantes de la masacre, el universo criollo enjuició simbólicamente al indígena, inició el periodo del "darwinismo a la criolla" en Bolivia, marcado por la exacerbación del marxismo de la era republicana.

El escritor paceño Alcides Arguedas (1879-1946) apareció en un escenario cultural obsesionado por la búsqueda de los elementos esenciales de la identidad nacional, de las causas profundas de la inestabilidad republicana. Junto a él, intelectuales como Bautista Saavedra, Jaime Mendoza y Franz Tamayo intentaron respuestas marcadas por los tres factores principales identificados por el pensamiento determinista del francés Hyppolite Taine (race, milieu, momento), en la mayoría de los casos con clara preponderancia del factor racial. El problema era que, después de Mohoza, estaba claro que para los intelectuales era imposible postular el mestizaje como elemento cohesionador de la nacionalidad. Lo mestizo adquirió una connotación negativa -lo cholo-, y, como señala agudamente la historiadora Marta Irurozqui, las definiciones de la identidad nacional quedaron suspendidas entre una utopía (el mestizaje) y una fatalidad (lo cholo).

En el caso de Arguedas, los prejuicios raciales venían acompañados de un cuestionamiento de los triunfos del proyecto oligárquico, en el contexto histórico negativo de los primeros años del siglo: la guerra civil de 1899, Mohoza, la derrota en la guerra del Acre con Brasil y el tratado desfavorable con Chile en 1904, por el cual Bolivia renunciaba a la salida al mar a cambio de compensación económica. El cuestionamiento de Arguedas no se refería a la limitada democratización de la esfera pública, sino a la forma casi exclusivamente material con la que parecía entenderse la idea del progreso. Aunque Arguedas reconocía que este proyecto había producido cambios notables en la nación, tales como la vinculación de algunas regiones a través del ferrocarril, su crítica se debía al hecho de que estos cambios no atacaban la raíz del problema: la necesidad de una "regeneración" del país a partir de una revolución moral en el sujeto boliviano. Sin un cambio en las costumbres que permitiría la construcción de un nuevo sujeto boliviano, el país jamás alcanzaría la modernidad.

Arguedas había leído a pensadores de la degeneración de pensadores como Gustave LeBon antes de su primer viaje a Europa en 1903. Sin embargo, fue este viaje el que solidificó su visión del problema nacional. Su paso por España y su contacto con los regeneracionistas españoles (Altamira, Ganivet, Maeztu, Costa) dedicados a explorar las causas profundas de la crisis de España, lo convencieron de su misión. En el lenguaje médico-biológico de la época, que concebía a las naciones como organismos, Arguedas, como tantos otros intelectuales hispanoamericanos del período, sería el doctor encargado de diagnosticar los males del "pueblo enfermo" y proponer una "terapéutica". Esta misión intelectual era ambiciosa, pues Arguedas consideraba su análisis del "pueblo enfermo" como una contribución no solo al análisis del continente hispanoamericano, sino también al de países que, "libres de mescolanzas europeas", tenían problemas debidos al "clima, la educación, la herencia": cumplo con el ineludible deber de declarar que no he andado muy corto de vista al analizar, desde Europa, los males que gangrenan el organismo de mi país, y los cuales -y esto es preciso no olvidarlo para ser más equitativos- no son exclusivos de él y sí muy generalizados no sólo en nuestros países hispano-indígenas.

Sin embargo, este diagnóstico se hallaba sobre determinado negativamente desde el principio, pues era hecho con la mediación del discurso europeo de la degeneración, que condenaba de antemano a las sociedades hispanoamericanas debido a su inferioridad racial. La apropiación de este discurso científico europeo podía en algunos casos ser vista, de manera paradójica, como una forma de regeneración, una suerte de ingreso a la modernidad y afirmación de una nueva cultura y un nuevo sujeto histórico. Esto no ocurrió con Arguedas; su obra, que buscaba la regeneración del país a partir de un discurso de la degeneración, se hallaba, de entrada, limitada en sus posibles respuestas a la crisis. De hecho, Arguedas jamás pudo escapar al determinismo tan predominante en el pensamiento científico de finales del XIX. Sus intentos regeneracionistas terminaban ahogados por su íntima convicción de que los males del país eran inherentes a su composición racial, y por lo tanto carecían de solución. La derrota en la guerra del Chaco con el Paraguay (1932-1935) lo llevó a admitir explícitamente lo que se podía leer de forma implícita en sus textos: era inútil cualquier terapéutica, Bolivia jamás sería un país moderno. Así, toda su obra, tanto sus novelas como su obra historiográfica y sociológica, puede leerse como la narración lineal de la enfermedad, del fracaso de Bolivia en su intento de constituirse en una nación moderna.

Arguedas vaciló entre la literatura y las disciplinas de las ciencias sociales. Aunque comenzó escribiendo novelas, nunca terminó de sentirse cómodo con estas. La literatura era para él un medio para un fin, no un fin estético en sí mismo: las novelas le permitían explorar, en el código del realismo con matices naturalistas, las leyes de funcionamiento de la realidad social, en este sentido, su antimodelo era el modernismo, a quien veía algo estereotipadamente, como un movimiento escapista cuyo principal error era dar la espalda a la realidad del continente, loar "las cabelleras blondas y los ojos azules de sus amadas" sin percatarse de que "por las venas de sus amadas corre pura sangre mestiza y que sus cabelleras no son blondas, sino negras, y no azules sus ojos, sino pardos y negros?". La intención de Arguedas se intervenir en el debate público terminó chocando con sus percepción de que las novelas no eran tomadas en serio y eran vistas, a lo sumo, como sofisticados entretenimientos. Poco a poco, su literatura fue dando paso a la sociología con Pueblo enfermo (1909), y a la historia, en la década de los 20. El abandono de la literatura nunca fue total; de hecho, publicó la novela Raza de bronce en 1919, y continuó revisándola hasta el final de sus días. Aún en ese caso, gran parte del valor que le asignaba se debía a su creencia algo ingenua en que esta había producido cambios importantes en la realidad nacional.

En lo que jamás vaciló Arguedas fue en su postura moralista. Sus novelas eran, por ello, melodramas. El melodrama fue el modo narrativo preferido por los escritores latinoamericanos del fin de siglo, debido a su flexibilidad para narrar cuestiones del deseo y sus excesos en sociedades inestables, en flujo. Las novelas fundacionales del XIX pueden leerse como alegorías de la nación que proponen modelos de armonía social a través de alianzas familiares entre razas y clases: son narrativas románticas en las que el deseo tiene un fin utilitario, se halla subordinado a los proyectos liberales de construcción nacional. Los acelerados cambios en la sociedad del fin de siglo atacan este modelo; lo que pasa a primer plano en escritores como José Martí y mercedes Cabello de Carbonera son los problemas causados por el descontrol del deseo, para los cuales el melodrama era un modo narrativo más apropiado que el romance. Para Arguedas, el melodrama era atractivo porque permitía simplificar la confusión social en una maniquea lucha entre la virtud y el vicio, ante la cual era fácil adoptar una postura moral. Su uso del discurso de la degeneración complicó este panorama, pues en sus novelas incluso la virtud resultaba, de un modo u otro, degenerada. El melodrama arguediano es la visión de un pueblo en el que todos están enfermos, en el que lo que cambia es la gradación de la enfermedad.

La enfermedad nacional fue también explorada históricamente por Arguedas, con limitaciones de periodización: su cronología comenzaba en 1809 para concentrarse en el período republicano. Sus dos primeras novelas usaron hechos históricos como contexto para la trama; a partir de Pueblo enfermo, puede verse una profundización de su visión histórica, un intento de narrar los males nacionales a partir de la "barbarie" de los caudillos mestizos del XIX, y de su relación dialéctica con la masa popular. Su creciente interés en la historia terminó convirtiéndolo en historiador: en los años 20, con la ayuda del industrial minero Simón I. Patiño, publicó Historia general de Bolivia, de la cual llegó a escribir cinco de los ocho volúmenes proyectados. A pesar de sus declaradas intenciones positivistas de narrar los hechos con objetividad, su obra historiográfica era, en realidad, muy subjetiva. Más que precisión factual, lo que Arguedas perecía haber encontrado en su nueva disciplina era un espacio desde el cual su intervención en el debate público sería tomada en serio.

Esta intervención era muy moralista: Arguedas creía que la historia era "moral en acción", que las lecciones del pasado podían servir para enseñar a los bolivianos la forma adecuada de comportamiento para evitar la repetición de los males: su Historia General, ese libro "severo, triste, honesto y de una moral trascendental" estaba dedicado "a la juventud estudiosa de mi país? porque, a través de la desolación que descubre el libro sugiere, implícitamente, el deber de abandonar ya la tortuosa senda trillada hasta aquí, para emprender por nuevas y anchas rutas si es que de veras se ama la patria y se tiene fe en sus destinos".

La dedicatoria no decía que la sugerencia implícita era ahogada por un texto muy explícito en su condena determinista de la nación.

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