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Domingo 23 de abril de 2017

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Cultural El Duende

La compleja relación entre la ficción y la realidad

23 abr 2017

H. C. F. Mansilla

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Para preservar el mundo contemporáneo, sus ecosistemas y nuestros logros culturales en favor de generaciones futuras, necesitamos a escala mundial un espíritu crítico en la enseñanza, en los procesos decisorios políticos y en la concepción del porvenir, que renuncie a ver el progreso en los índices de incremento material y de productividad. El criterio central debería ser la conciencia de que la Tierra y sus posibilidades son finitas y limitadas y que toda política responsable tendría que guiar sus pasos a la preservación de nuestro planeta, cuya biosfera se halla en un estado de precario equilibrio. La gran literatura de todos los tiempos, que es algo así como la consciencia crítica de la humanidad, nos puede aportar una ayuda imprescindible en este sentido.

Es una esperanza modesta, destinada a salvar algo conocido, no a construir algo incierto. En los países ya industrializados hay que reducir drásticamente los niveles de producción y consumo, mientras que en el Tercer Mundo hay que dirigir los esfuerzos colectivos hacia la satisfacción de las llamadas necesidades básicas y no hacia la imitación del modelo metropolitano de desarrollo. O sea: el quehacer económico-social en las naciones periféricas debería dejar de lado ambiciosos programas de industrialización y concentrarse en el mejoramiento de la alimentación, la vivienda, la salud y la seguridad social, mientras que las sociedades ya desarrolladas podrían intensificar el fomento de los bienes inmateriales, de las actividades culturales y del buen uso del tiempo libre.

Sostengo que la literatura y las artes representan la forma más noble y elevada de la creación humana, la realmente perdurable, la única que merecería sobrevivir a la conclusión de nuestra historia sobre la Tierra. Los productos más importantes de la filosofía y las ciencias no alcanzan ese nivel de lo excelso y sublime propio del arte. La esfera de la literatura y las artes poseen una eminencia superior a las ciencias porque está vinculada con la verdadera inmortalidad. Para escribir un voluminoso tratado en ciencias sociales se requiere de disciplina y esfuerzo, de rigor y dedicación. Pero para componer un himno (en el sentido de la Antigüedad clásica), para crear una leyenda o para inventar una epopeya resulta indispensable un toque de inspiración casi divina: el haber sido, aunque sea por un instante, el favorito de las musas.

Dentro de los géneros literarios la novela es aquel que más me gusta. El largo y a veces enmarañado texto de una novela está sometido ciertamente a criterios estéticos más laxos que el cuento o la poesía. Se parece algo al ensayo y al panfleto porque se apoya en hipótesis extraliterarias y a menudo transmite experiencias razonadas e ideas sociales, políticas y filosóficas. Lo que más me impresiona de las grandes novelas es que irradian una visión coherente del mundo junto con los avatares particulares de individuos inconfundibles.

No hay duda de los progresos de la novelística latinoamericana en las últimas décadas. Y ello se debe no sólo al excelente dominio de técnicas literarias, sino también a la cosmovisión y a la mejor formación intelectual de los grandes autores. Las obras bolivianas de ficción van por ese camino promisorio.

Curiosamente la novelística boliviana no ha incursionado todavía en una gran temática: la reconstrucción de pautas de comportamiento y valores de orientación de la vieja aristocracia terrateniente, normativas que corren el peligro de desaparecer de la memoria colectiva de la nación. Y si estos asuntos emergen en las novelas del país, lo hacen bajo la forma de la caricatura. Ayer y hoy la literatura boliviana ha celebrado otras cosas: la lucha de los explotados, la vida de los campesinos y mineros y las temáticas urbanas contemporáneas de las aborrecibles clases medias, es decir motivos que me parecen trillados y hasta tediosos. Sostengo que hay que recuperar algo que es valioso, precisamente porque la mayor parte de la sociedad boliviana se niega a reconocerlo como tal: las normas aristocráticas de comportamiento, el buen gusto formado en el hogar paterno, la elegancia que viene de generaciones, la distinción que requiere de siglos para consolidarse. Estos hábitos aristocráticos -que no tienen nada de oligárquicos- están contrapuestos a las horribles usanzas de los nuevos ricos contemporáneos y de las plutocracias mafiosas que nos gobiernan. Una visión aristocrática del mundo (en cualquier parte del planeta y en todo periodo histórico) no tiene nada de reaccionaria: en política está vinculada a una ética estricta de servicio público, su estética tiene bases más sólidas (apoyadas por un depurado buen gusto que ha resistido el paso de los siglos y las edades), y su moral está anclada en un pesimismo fundamental que no excluye el amor al prójimo, la auto-ironía y la lucidez que brinda la consciencia de la propia debilidad.

A más tardar desde Cervantes y Don Quijote se conoce la peligrosidad social y política que está inmersa en toda literatura, sobre todo en las grandes obras de ficción. Por algo Platón, en su República, hace 2400 años había decretado el destierro de los poetas y la prohibición de las bellas letras, porque podían poner en cuestión su utopía perfecta. Homero y Hesíodo, sobre todo, fueron condenados al olvido porque sus lectores podían dudar de la omnipotencia y de la sapiencia de los dioses, es decir: de las autoridades. La lista de novelistas, poetas y fabuladores que estuvieron prohibidos en la Unión Soviética y en otros países del régimen socialista, era inmensa e incluía a los autores más ilustres, como Franz Kafka y Albert Camus.

Sobre esta temática Mario Vargas Llosa ha publicado numerosos ensayos y artículos. Su brillante ensayo, La tentación de lo imposible, es como un resumen de su teoría, explicitada en un hermoso análisis de Víctor Hugo y su gran novela Los miserables. La literatura que merece este nombre -y no los tediosos experimentos de escribidores adscritos al postmodernismo y tendencias afines- despierta en sus lectores un sentimiento de insatisfacción con la realidad y un anhelo de alcanzar la perfección prefigurada y celebrada por las fábulas, los dramas, la poesía y los relatos de alta calidad. El anhelo de modelar la prosaica realidad cotidiana de acuerdo a las ficciones determina un paradigma de idealismo, generosidad y hasta sacrificio, paradigma que casi nunca abandona el plano de lo teórico, como se decía en épocas clásicas. Pero aun así nos hace la vida diaria más llevadera y menos gris, lo que no es poca cosa como resultado de leer libros.

El tema posee otros aspectos. Alphonse de Lamartine, el célebre novelista y crítico literario, acuñó la expresión "la pasión de lo imposible" para referirse a los efectos que causan ciertas novelas y relatos sobre la psique colectiva, expresión que fue transformada por Vargas Llosa en "la tentación de lo imposible"·, para señalar, como decía Lamartine, "la más homicida y la más terrible de las pasiones" que se puede infundir a las masas. Lamartine, que tuvo lamentablemente un rol fundamental para derrocar la monarquía francesa en la revolución de 1848 e instaurar la Segunda República, sabía de lo que hablaba. �l, que fue el ministro más influyente del nuevo régimen republicano, tuvo que llamar al ejército para sofocar a los sectores populares radicalizados, que tomaron en serio las promesas y los postulados de la revolución y que fueron reprimidos en junio de 1848 con un saldo de cerca de diez mil muertos.

Lamartine creyó que Los miserables de Víctor Hugo representaba una historia truculenta y exagerada, llena de quimeras sociales y políticas, peligrosas para el pueblo por su "exceso de ideal" y por suscitar la pasión de lo imposible. El "progreso sin límites" es una de esas ilusiones colectivas que rayan en lo absurdo. Toda aspiración, por más noble que sea, pero que se halla allende la frontera de lo razonable, se convierte en una fuente estéril de rebeldía y trastorno sociales. (Subrayo lo de estéril a causa de innumerables experiencias históricas.) Ciertos entusiasmos revolucionarios, inspirados en ficciones de gran calidad, pueden sembrar discordias improductivas y destruir la precaria arquitectura social: el remedio puede ser peor que la enfermedad.

Como asevera Vargas Llosa, no hay duda acerca del papel digno y honroso que pueden jugar las grandes invenciones literarias y artísticas. Nos ayudan a comprender las imperfecciones y los horrores del orden social. Son ellas las que nos hacen vivir una existencia más rica, apasionada, intensa y fascinante que aquella que nos ofrece la vida cotidiana. En base a ellas concebimos un mundo más justo, racional y bello que aquel en el que vivimos. Hacen retroceder la barbarie y brindan un sentido a la historia. Pero el peligro reside en que a veces los lectores toman estas creaciones demasiado en serio y borran las diferencias entre ficción y realidad, entre literatura y vida diaria.

Hoy en día casi nadie se preocupa por las grandes obras del arte y la literatura. Pero ha surgido algo más grave aún. Las películas, las telenovelas y otros productos irradiados por los medios masivos de comunicación han hecho conocer al grueso público del Tercer Mundo un modelo civilizatorio signado por el alto nivel de vida y el consumismo irrefrenable. Y todo esto aparece ahora ante los ojos de los ingenuos como algo fácilmente asequible si hay la voluntad política correspondiente. A esto se une la idea moderna de que la tecnología puede transformar en factible todo designio humano. Algunos de los problemas que aquejan a Bolivia en los últimos tiempos tienen que ver directamente con la ilusión de que el progreso humano es algo que se halla al alcance de la mano para las llamadas mayorías nacionales, y que sólo la perfidia de los intereses externos -y sus lacayos nacionales- impide su realización práctica. Siguiendo el relato bíblico sobre el maná, se supone que el gas y el petróleo producirán una abundancia de rentas e ingresos, que lloverá del cielo sin esfuerzo propio y caerá de manera equitativa y democráticamente distribuida sobre toda la población. Lo que concuerda, finalmente, con uno de los "mitos profundos" de Bolivia, como decía Guillermo Francovich: el país es riquísimo en recursos naturales y sólo falta una adecuada política para que sean utilizados en provecho de toda la sociedad. De estas ficciones vive el alma popular, que a menudo y en épocas grises sucumbe a la tentación de lo imposible.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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