Viernes 21 de abril de 2017
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La marginalidad, lo moralmente establecido y los prejuicios sociales, el ámbito de la conciencia religiosa y el pecado, las necesidades humanas de subsistencia, los hogares destrozados con carga de violencia intrafamiliar, entre otros, contribuyen ineluctablemente a que la transición al umbral de la prostitución por la inocente mujer que descubre en su anatomÃa un desesperado escape y solución inmediata para subsistir, sea una decisión que, usualmente, las malas amistades con sus insinceros consejos y los proxenetas encubiertos que desdibujan con retruécano la sórdida realidad de la prostitución, inclinan a su ejercicio. Entonces, la mujer iniciada en la actividad, engendra en esa fase impulsos autodestructivos que le inducen, no en la generalidad, a excesos en la ingesta de alcohol y desaliño en el cuidado de la fisonomÃa, para mitigar las primeras experiencias, desagradables, por cierto, con los infaltables clientes de talla rufianesca.
Mientras persistan diferencias entre los hombres, no solo en la diversidad de juicios de valor sobre las mujeres que ejercen esa actividad y lo que es la realidad objetiva, esta se exacerba aún más en lo que conceptúan la propiedad de una cosa. Cuando se trata de la mujer los hombres modestos pero egocéntricos considerarán como prueba el poder disponer y obtener placer del bello cuerpo femenino. Otros, acendrados machistas, exigentes y superlativamente inseguros demandarán saber si la mujer no solo se entrega a él cuando dispone sino también abriga la desproporcionada pretensión de obligar a la mujer a renunciar a lo que le pertenece, como es su libertad de decisión o a lo que sueña lograr, sólo en ese estado cree poseerla; la tercera clasificación de hombre es la impronta del creciente resquemor en su afán de posesión y aspiran a saber si la mujer ha renunciado a todo por amor a ellos pretendiendo ser conocidos a profundidad antes de abrigar la certeza de ser amados.