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Domingo 09 de abril de 2017

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Cultural El Duende

Tiempos de revolución

09 abr 2017

Vicente González-Aramayo

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A fines de 1951 me fui a Potosí a rendir un examen de desquite de colegio, entonces aproveché la oportunidad para ver a Natty, mi enamorada, una colegiala del liceo Sucre. Estábamos en la minoridad todavía, pero yo al filo del servicio militar. Con la intención de quedarme en el regimiento Bullaín de la Villa, me presenté al reclutamiento, pero el tiro de salió por la culata cuando me enviaron a Catavi, al Regimiento Andino N° 4. Sin que los soldados pudiéramos darnos cuenta, y, quizá también la oficialidad joven, íbamos a ser los guardianes de los intereses de la Patiño Mines.

Catavi era el núcleo del poder y, probablemente el ejército se constituía en garantía para el magnate como lo fue en Uncía bajo Saavedra (l911) y Catavi, bajo Peñaranda (l942) y Urriolagoitía (l949).

Cuando llegué al cuartel me encontré con varios amigos, incluso compañeros de escuela y colegio, como Carlos Badani y David Rueda. Desde 1951, gobernaba una junta militar, presidida por el general Hugo Ballivián Rojas, quien había reemplazado al presidente Hertzog mediante defenestración, en lo que denominaron jocosamente "mamertazo". Se había convocado a elecciones generales y, contrariamente a lo que aspiraban los partidos tradicionales como el PURS con Gabriel Gozálves y el Liberal con José M. Elío, se impuso el MNR que participaba en la justa electoral casi sin esperanza, pues se le creía proscrito.

Sin embargo, Urriolagoitia no le dio ese derecho, entregó el poder a la Junta Militar de gobierno y con a Hugo Ballivián salió del país en secreto. Esta situación podía considerarse también un segundo Mamertazo".

Hasta ahí me sentía ubicado en la historia del país. Recuerdo bien cuando nos llevaron en tren de Oruro a Cancañiri, y de allí al valle de Catavi. En aquella ocasión conocí, entre otros, al que sería mi comandante de pieza, el teniente Arturo H. Prado Nava y al comandante del regimiento, coronel Enrique Vacaflores. Mientras bajábamos en camiones contemplé Catavi: aunque era un campamento minero, por el aspecto de sus edificaciones, se mostraba como centro empresarial donde residía el personal de mayor jerarquía.

La población se hallaba rodeada de montañas difuminadas por la lejanía y llanuras de tierra dura con esmirriada vegetación. El cuartel estaba situado en el centro del campamento, y desde allí un senderito bifurcaba hacia varios lugares, entre ellos la pequeña capilla que, en las noches, cuando la corneta anunciaba el silencio, tañía su campanita en señal de acuerdo. Esta sonoridad melancólica nos ponía nostálgicos y las añoranzas inundaban los corazones. Había un campesino de Tinquipaya, valle de Potosí, que lloraba recordando a sus vacas.

Catavi era un pueblo apacible mientras no hubiera problemas laborales o políticos. Por las noches, en medio del silencio sepulcral, yo tocaba muy quedo mi armónica cromática de tres octavas, que no parecía molestar a nadie porque todos dormían como marmotas.

Una de las mitades del destacamento Andino comprendía la compañía de ametralladoras, y la otra, de morteros. Cuando nos organizaron, los bachilleres fuimos asignados como comandantes de cada una de las piezas de mortero Brandt 81 mm. El comandante de la Compañía era del teniente Prado Nava, un oficial muy considerado con todos, de buen humor, a quien era raro verlo serio o enojado.

Había que ser muy paciente en la instrucción sobre todo con los campesinos, generalmente analfabetos y quechua hablantes, pues casi todos eran reclutados de las provincias de Potosí. El cuartel contaba con personal relativamente joven, el mismo Vacaflores no debía pasar de los cuarenta, sin embargo, entre los personajes pintorescos había un viejo suboficial que padecía de hernia y tenía un humor de los mil diablos. Cuando le tocaba la guardia todo el mundo temblaba, pues menudeaban las llamadas vigilancias con golpes de abarca en las manos, cogotazos sonoros, y calabozo. Comentaban que este viejo clase, por las noches se vestía con el uniforme de general, prendiéndose una estrella en su presilla, e iba a lugares solitarios actuando como si estuviera al frente de un gran batallón.

Acontece que llegó a Llallagua la hermana de nuestro camarada Percy Velarde, trayéndole una valija repleta de cosas, golosinas y dinero. Era una joven muy simpática de quien se enamoró nada menos que el viejo clase, naturalmente sin éxito. Ella se sentía atraída por el guapo joven suboficial Guillermo Hieber, hijo de un alemán y una tarijeña. Fue entonces que el viejo desfogó su despecho castigando a todos en su tiempo de guardia.

Hubo otro oficial que, al igual que Prado, decía: "En mi guardia no hay plantones ni calabozos". Era su forma de mostrar tolerancia y comprensión que no se veía en la mayoría de los suboficiales.

No se puede dejar de mencionar a las tres mascotas pintorescas del cuartel: un chivo con quien compartíamos los "puchos" de cigarrillos que el artiodáctilo saboreaba con entusiasmo. Había una perra, gran danés, y un cóndor que no bajaba de los techos sino cuando le daban trozos de carne.

Por las mañanas, después del frugal desayuno, aunque con panes de buen tamaño que proveía la Patiño Mines, salíamos a campo abierto, a la instrucción de tiro de mortero. Entonces, poco a poco me fui adentrando y no tarde en dominar lo que hasta ese momento había sido para mí un secreto: la estructura del mortero, principalmente su goniómetro. Había que aplicar algo de álgebra para conocer la combinación del plato y el tambor y para verificar en el caso de tiro, la deriva, es decir, la dirección de los costados de objetivo a batir y, el alza, para medir el ángulo de la distancia.

El teniente Prado nos dotó de tres regletas para ambos casos (que las conservo aún). Las granadas de mortero eran de dos tamaños: una de tiro normal y otra de gran capacidad. La ventaja del mortero que resaltaba el teniente Prado era su tiro curvo, porque podía pasar sobre las tropas durante el combate, logrando gran efecto.

Siempre nos hallábamos desasosegados� siempre cansados, con hambre y deseos de fumar. Casi nadie tenía dinero. Mi madre llegó dos veces trayéndome golosinas y dinero. El dinero se esfumaba en la llamada "cantina" donde tomábamos café con pan. El rancho era lagua de maíz o quinua y al principio echábamos al caño, pero solo al principio, porque cuando el hambre aprieta�

He de anotar dos situaciones que se pueden calificar como una combinación de trabajo y satisfacción. El coronel Vacaflores supo que yo era yo dibujante y pintor mediante una carta de una tía que había sido su novia en las mocedades de ambos. Un día me llamó a su casa y "me ordenó" que pintara el retrato de Eduardo Avaroa para el desfile de marzo. Ocupé cuatro días en concluir el cuadro de 90 por 50 cm. El desfile fue en Llallagua. Resultó solemne porque además Chile repatriaba los restos del héroe y en el altar de homenaje ¡se lucía mi cuadro!

El otro acontecimiento que me llena de satisfacción fue el siguiente: Un día se le ocurrió al subteniente Durán organizar un festival de arte en el hermoso teatro "Albina Patiño". Ordenó participación a todos los que tuvieran talento para cantar, tocar instrumentos y declamar. Fui tomado en cuenta por "denuncia" de un compañero que tocaba la armónica. Aquel día el gran teatro estaba repleto. Todos actuaron y fueron aplaudidos. Por recomendación, yo toqué la pieza norteamericana "Oh, Susan!", porque se hallaba en lugar preferente del palco el señor Flayton, norteamericano, superintendente de la Patiño Mines, Consolidated, Incorporated, Enterprises. El público estalló frenéticamente� tuve que repetir. Entonces toqué "Ora stacatto" de Dinicu, y otra vez la bomba. Por supuesto que aquel público no conocía esa música, pero aplaudió sólo por oír tocar. Cuando todo terminó, el coronel Vacaflores me llamó a su casa. Allí estaba Flayton. Después de elogiarme me entregó Bs 500, y me contó la historia de Ora stacatto y cómo el violinista Jascha Heifetz, en su visita a Hungría conoció al gitano Dinicu e hizo un arreglo a la pequeña obra para violín.

La noche del 8 de abril, tres soldados nos escurrimos al cine. A la vuelta, el teniente David Zambrana nos castigó al plantón con seis fusiles sobre los hombros. Fue una tortura terrible. Esa noche no dormí, y por la mañana tuvimos que ir a la cañada a cumplir un ejercicio, pero el comando ordeno nuestro repliegue al cuartel. Se distribuyó el rancho y cuando descansábamos, el intolerante Paz Soldán, un suboficial beniano, rubio, bien parecido, con bigotes borgoñones, nos sacó a latigazos de las cuadras. Se leyó un Orden del Día adicional haciéndonos saber que había estallado una revolución y debíamos marchar a Oruro. Se repartió armamento, tres escuadras de mortero y tres de ametralladoras fueron dispuestas. Abordamos los camiones, en el primero iba la plana mayor. Las mujeres nos despidieron poniéndonos cruces con los dedos. Después de tres horas de viaje llegamos hasta la bifurcación de Machacamarca - Oruro. Allí nos detuvimos varias horas, engañando el hambre con una única ración de pan. Luego, en lugar de seguir a Oruro, viramos rumbo a Challapata, a tomar contacto con el regimiento Ingavi y el coronel Pinto Tellería. Juntos emprendimos la marcha a Oruro. Después supimos que fue mala maniobra. Faltaban solo veinte kilómetros cuando seguimos a pie, en columna de tiradores en tiradores, según la jerga militar. A esa hora, el cuartel Camacho había caído rendido y gran parte de la plana militar huía por sus vidas. La resistencia duró toda la noche. Así supimos que les dimos ventaja a los atacantes. Se dice que por esta falla logística en la ecuación militar, la revolución se consolidó en Oruro. Aquel día los del Andino y del Ingavi fuimos envueltos por tropas civiles y la batalla estalló bajo un sol asaz picado en esa llanura dura, arenosa y yérmica denominada Pampón. Mis camaradas Rueda, Bernardo Guzmán y yo sorteamos toda la jornada las ráfagas de balas que pasaban rozando nuestro cuerpo y nos helaban la saliva en la boca. Al caer la tarde del 9 de abril fuimos encerrados en la tenaza. Mi mortero había actuado sólo dos veces para abatir un nido de ametralladoras que vomitaba fuego desde la ventana de un solar de adobes. Tuvo que ser un ¡sálvese quien pueda! en medio de un desbande general. Fuimos llevados a pie hasta la ciudad con el cañón de los fusiles punzándonos los riñones. Nuestros captores eran civiles con un bollo de coca en la boca y los ojos enrojecidos. Temíamos que hubiera venganza, ¡pero no!... la verdad que fueron indulgentes. No hubo ajusticiamientos. Supimos que mientras aún nos hallábamos en Catavi, la revolución tenía pendiente a Oruro.

En La Paz, el general Seleme había derrocado a Ballivián, pero no pudo sostener el golpe y le entregó el mando a Siles Suazo. Entonces se generalizó la lucha. En Oruro, el general Blacutt, so pretexto de entregar el cuartel al comando del MNR, fue hasta allí, ingresó y ordenó abrir fuego. De ahí que esta unidad resistiera hasta la madrugada. Y esta era la apertura y plataforma de la que sería la gran revolución del Movimiento Nacionalista Revolucionario, entidad ideológica que tras una docena álgida de años se diluyó en la bruma de la historia. Ciertamente plasmó grandes obras como el Voto Universal, la Reforma Agraria y Nacionalización de las Minas, pero fueron mayores sus defectos tal como señala Tristán Marof. Después de doce años tambaleantes, el MNR cayó merced a la deslealtad de un arrogante general de aviación, René Barrientos, quien fue nada menos vice presidente de aquel período de gobierno de Paz Estenssoro. Quizá por falta de memoria social, poco después Barrientos fue elegido presidente en las urnas y, por obediencia al mandato del imperio, abrió la brecha de la dinastía de las dictaduras militares.

Para terminar, he de citar una frase del gran escritor Augusto Céspedes que, con respecto a la caída del Dr. Paz Estenssoro, expresa: "Devino el polarizador de las ansias de la masa. Alcanzó un nivel de incomparable superioridad sobre los políticos de la Rosca a quienes desbarató con su palabra de catedrático inflamada de pueblo. La revolución rebasó su capacidad espiritual y sus conocimientos. Llevado en l952 a hacer la revolución desde el gobierno, cayó en 1964, dejando a medio desmontar la maquinaria rosquera sin haber podido armar otra para el país. Quiso combatir la burocracia con el caciquismo, el provecho con el poder, y quebró su temperancia embriagándose de maquiavelismo paisano hasta desplomarse. Le faltaron la "gratitud y la pureza" que Nietzsche aconseja al grande hombre en su libro titulado "Más allá del bien y del mal", que no es ningún tratado de finanzas"

* Vicente Gonzaléz-Aramayo Zuleta. Oruro, 1932.

Escritor, novelista, cineasta

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