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Domingo 09 de abril de 2017

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Cultural El Duende

Un hombre en llamas frente a la catedral

09 abr 2017

Gabriel García Márquez

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Fue una inspiración súbita, aunque tenía un fundamento racional indudable. Me parecía que el tren era el medio más seguro de viajar dentro de Chile, sin los controles que hay que sortear en los aeropuertos o en las carreteras. Y sobre todo porque se aprovechaban las noches, que eran inútiles en las ciudades por el toque de queda. Franquie no estaba muy convencido, pues sabía que los trenes son el medio de transporte más vigilado. Pero yo alegaba que, por lo mismo, son más seguros.

A ningún policía se le ocurre que un clandestino suba en un tren vigilado. Franquie, al contrario, creía que la policía sabe que la gente clandestina viaja en los trenes, porque piensa que los lugares más seguros son los más vigilados. Creía, además, que un publicista rico, con una larga experiencia y grandes negocios en Europa, está dispuesto a viajar en los estupendos trenes europeos, pero no en los pobres trenes de la provincia chilena.

Sin embargo, lo convenció mi argumento de que el avión de Concepción no es el más recomendable para cumplir una cita o un plan de trabajo, porque nunca se sabe si la niebla le permitirá aterrizar. La verdad, entre nosotros, es que yo hubiera preferido el tren de todos modos, por mi miedo incurable al avión. Así que a las once de la noche tomamos el tren en la estación central, cuya estructura de hierro tiene la misma belleza incomprensible de la torre de Eiffel, y nos instalamos en un compartimento confortable y limpio del vagón dormitorio.

Me moría de hambre, pues lo único que había comido desde el desayuno eran dos barras de chocolate que me vendieron en el cine mientras el joven Mozart daba saltos de acróbata frente al emperador de Austria. El inspector nos informó que sólo podíamos comer en el coche comedor, y que éste estaba incomunicado del nuestro por disposición reglamentaria, pero él mismo nos dio la solución: antes de que partiera el tren debíamos ir al restaurante, comer como pudiéramos y regresar al dormitorio una hora después durante la parada en Rancagua.

Así lo hicimos, a toda prisa, porque ya había sonado el toque de queda, y los inspectores nos azuzaban a gritos: "Apúrense, caballeros; apúrense, que estamos violando la ley". Sólo que a los guardias de la estación de Rancagua, soñolientos y muertos de frío, no les importaba un rábano aquella violación consentida e inevitable de la ley marcial.

Era una estación helada y vacía, sin un alma, cubierta por una niebla fantasmal. Idéntica a las estaciones de las películas de deportados en la Alemania nazi. De pronto, mientras los inspectores nos apuraban, se nos adelantó a toda barrera un mozo del restaurante, con la clásica chaquetilla blanca, y llevando en la palma de la mano un plato de arroz con un huevo frito encima.

Corrió unos 50 metros a una velocidad inconcebible sin que el plato perdiera su equilibrio mágico, se lo dio por la ventana del vagón de cola a alguien que, sin duda, le había pagado para eso, y antes que nosotros llegáramos al nuestro ya había regresado al restaurante.

Recorrimos en absoluto silencio los casi 500 kilómetros hasta Concepción, como si el toque de queda no sólo fuera obligatorio para los pasajeros de aquel tren sonámbulo, sino para todos los seres de la naturaleza. A veces me asomaba por la ventanilla, y lo único que alcanzaba a ver a través de la niebla eran estaciones vacías, campos vacíos, la vasta noche vacía de un país desocupado.

La única prueba de la existencia del hombre sobre la tierra eran las interminables cercas de alambre de púa a lo largo de la carrilera, y nada detrás de las cercas, ni gente, ni flores, ni animales: nada. Me acordé de Neruda: "En todas partes pan, arroz, manzanas; en Chile, alambre, alambre, alambre".

A las siete de la mañana, cuando aún faltaba mucha tierra para que se acabara el alambre, llegamos a Concepción. Mientras decidíamos el paso siguiente pensamos en buscar donde rasurarnos. Por mí no había problema. Habría aprovechado el pretexto para dejarme crecer la barba una vez más. Lo malo era la catadura de forajidos que iban a vernos los carabineros, en una ciudad que está en la conciencia de todos los chilenos como el escenario de grandes luchas sociales.

Allí nació el movimiento estudiantil de los años sesenta, allí encontró Salvador Allende un apoyo decisivo para su elección, fue allí donde el presidente Gabriel González Videla inició las represiones sangrientas de 1946, poco antes de fundar el campo de concentración de Pisagua, donde se entrenó en las artes del terror y la muerte un joven oficial llamado Augusto Pinochet.

* Gabriel García Márquez. Escritor y periodista colombiano, 1927 - 2014.

De: "La aventura de Miguel Littín

clandestino en Chile", 1986.

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