Los seres humanos hemos construido sociedades para lograr entendemos y comprender lo que nos rodea. Y estas sociedades crecen mediante el debate (la discusión política), los deberes pactados y los derechos resultantes de ese cumplimiento. La sociedad es lo que nos hace socios, partícipes y actuantes. También lo que permite delinear un futuro colectivo. Las sociedades, entonces, para poder funcionar, establecen la ley, aquellas normas precisas y pactadas como buenas, que definen la calidad del comportamiento dentro el entorno social. La ley establece las jerarquías, las instituciones y las acciones previo conocimiento y entrenamiento posibles para una optimización del espacio vital construido: la sociedad, entendida a través de sus pactos (sociedad civil), de sus ritos comportamiento cívico, para sostener la imagen de la sociedad y generar identidad y urbanidad: comportamiento ritual con el otro y de sus logros.
Podríamos decir entonces que en el principio social fue la ley, la norma, nacida de unas creencias comunes de no haber sido así no se hubiera podido pactar y de unos intereses que delineaban progreso para todo el colectivo.
Pero esa ley, en lugar de ser el fiel de la balanza, se convirtió en paradigma. Y que cada vez que se revisa, siempre llega tarde a la realidad que acontece. Es que actúa sobre lo conocido y no sobre lo que acontecerá. La ley no prevé que las costumbres son mutantes, que la moral varía (o témpora o mores) y al presentarse estos cambios la ley deja su condición de línea rectora para convertirse en objeto de represión bajo la excusa de salvaguardar las costumbres. Costumbres que varían y enfrentan espacios vitales sociales: lucha de clases, violación de la ley, ruptura ética. Parodiando a Rousseau, podría decir que el hombre nace bueno, pero la estaticidad de la ley lo corrompe. Y lo corrompe porque su espacio vital no crece y entonces hay un ahogo y, como consecuencia, una salida violenta.
La ciudad, símbolo y construcción de la sociedad, se ha tenido siempre como un espacio de protección. Ya en la antigüedad, los hombres se refugiaban en las ciudades. Entraban allí y se ajustaban a unos deberes (comportamiento, pagos de impuestos) y a cambio recibían la protección del señor de la ciudad, afincado en un castillo elevado desde donde lo podía dominar todo. Un todo era fácil de controlar dentro de la muralla y desde las torres y las almenas. Pero cuando la ciudad pierde su demarcación física, cuando comienza a girar alrededor de una plaza (como en el caso de las ciudades latinas, donde la ciudad crece alejándose del poder central o se extiende siguiendo una calle (la ciudad sajona, en la que sucede algo similar a la ciudad latina), el control se hace más difícil.
En la ciudad primera comienzan a construirse otras micra-ciudades, pero no aisladas de la ciudad inicial sino creadas dentro de ellas. Estas unidades culturales, no subculturas, como la intolerancia ha querido denominarlas, se definen en condiciones sociales (clases), de oficios actividades industriales y comerciales, religiosas etc. y, aunque hacen parte de la nacionalidad, tienden a separarse de ella por su ejercicio de costumbres. La ley comienza a no ser para todos, ya por desconocimiento de la ley no hay presencia de ella, o porque la ley desconoce las nuevas entidades sociales y no actúa debidamente sobre ellas. O actúa dando lo que en principio es básico servicios públicos, permisos de establecimiento, pero no permitiendo que se avance para que eso básico se sostenga y sea la base para el progreso de lo social, La educación se detiene, las posibilidades de trabajo disminuyen, la protección buscada cada vez es más escasa, el ejercicio del poder más violento etc.
(*) Abogado
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