Loading...
Invitado


Domingo 12 de marzo de 2017

Portada Principal
Cultural El Duende

Las alas del sol

12 mar 2017

Gonzalo Lema

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Difícil explicar por qué todo o cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, que empezó y se esfumó en una niebla; en todo caso se puede decir que es una costumbre la bicicleta en el verano y que muchos jóvenes se reúnen a la madrugada en la cabeza de cualquier carretera y desde allí, sin presentaciones ni nada por el estilo, recorren largos trayectos hacia los pueblos vecinos; los veteranos los escuchamos organizarse respetuosamente y asentimos sus órdenes como un retorno a antiguas recomendaciones.

Casi da gusto ser mandado por los jóvenes, precauciones tan conocidas como conservar la derecha, no amontonarse nunca, no dejar que la bicicleta se embale en las bajadas, tienen en sus voces un aire nuevo, y no es cuestión de reírse y empezar a hacer lo que la voluntad manda, porque en todo caso ellos frenan la marcha y lo obligan a uno a pedalear al medio por seguridad, cosa incómoda, pues se debe estar atenti con la rueda trasera del que va delante , con la delantera del que va detrás, y a los cinco kilómetros, más que un paseo, empieza a funcionar como una práctica militar.

Yo respeto sus normas y generalmente cierro la marcha: un poco por mi disciplina, y mucho por mis años, gozo de la confianza de los jóvenes habituales que no encuentran mayor problema en ubicarme a la retaguardia, ellos saben que ese es mi puesto, que por muy distraído que esté con los cuentos de Ximena tengo un ojo alerta en cada nuca, porque Ximena está a la altura del kilómetro cinco, cuando la atención de cualquier ciclista ya se ha desplazado de las piernas a los recuerdos.

Difícil entender que no hay obligación visible para explicar detalles, las cosas que sucedieron sin principio y se olvidaron sin fin son sobre todo Ximena, esta ausencia que ahora puebla mis madrugadas de hombre solo, tiñe mi mirada en el jardín, me obliga a escribir con una absurda esperanza de conjuro, como si un manantial de palabras torpemente relacionadas pudieran suponer una bandada de muchachos que gozan de la bicicleta en el verano y por lo tanto Ximena; de todas maneras el jefe que yo prefería era Álvaro, un estudiante de Derecho libre de arcaísmos, y la compañía de sus amigos Santiago y Eric en quienes los veinte años parecían a punto de estallar; los restantes no eran siempre los mismos, gente que sabía de oídas lo que sucedía en las madrugadas de todos los veranos y llegaba por curiosidad y nunca más volvía, diversos rostros que no modificaban los paseos, por lo menos ninguno era importante para Ximena, aunque se plegaran a nuestras charlas en los altos del camino con una vieja camaradería de dos horas de antigüedad; en esos altos Ximena me abandonaba y tomaba muy en serio su curso de primeros auxilios, maletín en mano se la veía a la distancia: nunca se sabe lo que pasa o puede estar pasando en el físico: los muy jóvenes mueren con la sonrisa desplegada ante un fulminante ataque cardíaco, los más viejos mueren en calma: tú los ves tranquilos, recuperando fuerzas, y no es otra cosa que la muerte que les va ganando despacito.

Ximena no me tomaba en cuenta en los descansos, en momentos de contrabandeo de naranjas y limones prefería acercarse a los compañeros casuales y alguna vez a Álvaro, a Eric y Sandro con quienes había estudiado en el colegio; en el botiquín llevaba coramina, mentiolate y otra suerte de ungüentos capaces de transformar a cualquiera en un burdo payaso de circo pobre; no tuvo ocasión de sacar a relucir sus conocimientos, sin embargo era pieza fundamental en la seguridad del grupo y por suerte jamás faltó, salvo la mañana en que Álvaro y Eric continuaron una parranda de dos días; esa mañana la jefatura del grupo estuvo a cargo de Sandro, quiénes por delante, quiénes por detrás, las recomendaciones de siempre y el mismo camino, sin embargo Ximena no apareció en el kilómetro cinco, ni en el seis, ni en el resto del paseo; en los altos obligados nos mirábamos con Sandro, ambos cómplices de tanta ausencia, seguro yo más temeroso que él de los infartos.

Sandro saludaba con la mirada, sus ojos parecían tendiendo la mano: era el más joven de los cuatro; esa fue la primera vez que conversamos, yo lo conocía porque escuchaba cómo se llamaban y por las confidencias de Ximena, pero ellos a mí solo de vista, así que esa mañana ambos dimos los rodeos de rigor antes de acercarnos.

-Se extraña a tus amigos? -dije cauteloso.

-¿Eh? ¡Ah, sí! Al menos a Álvaro que sabe cómo meter en vereda a los más jovenzuelos.

-Eric también es importante -dije, no muy seguro de lo que afirmaba-. Ximena también, nunca pensé que el paseo fuera tan largo.

Me miró sorprendido.

-¿Usted es pariente? ¿Tío o algo?

-De quién? ¿De Ximena? -pregunté-. No, la conocí aquí, en los paseos, igual que ustedes.

Sandro no pareció salir de su asombro, miró a los cuatro costados, simuló que reparaba en los sembradíos de maíz al margen del camino, cuando volvió a mirarme fue para hacerme otra pregunta:

-¿Usted conversa con ella?

Asimilé su pregunta como un trago amargo, se notaba que los celos superaban con creces su buena educación, tuve miedo de una reacción más bien violenta.

-Podría ser su padre, me cuenta sus cosas, me habla de ustedes y yo la escucho.

Por la noche no dejé de pensar en sus preguntas: ¿se habría molestado? ¿Por qué no esperó para hacérmelo saber? Luego de esa breve conversación cada uno partió a su punta y no volvimos a hablar, pero yo terminé el paseo con un sentimiento de culpa y de vergüenza, retorné a casa dispuesto a no frecuentar más el grupo, a unirme a otro donde no estuviera Ximena y alejarla así de mis desvaríos otoñales.

Sin embargo volví unos días después aprovechando los feriados; simulando tranquilidad esperé que Álvaro organizara el paseo, la ceremonia de siempre, luego asumí la retaguardia, no ya como un puesto de honor de quien termina un camino, sino de quien llega a una fiesta a la que no ha sido invitado; Sandro me vio acomodarme en la cola, me pareció que me seguía con la mirada pero no estuve seguro de los ojos con los que lo hacía, suficiente vergüenza para un hombre que hace años dejó la juventud y labró cierta conciencia; Eric y Álvaro se hicieron señas al verme. A la altura del kilómetro cinco Ximena estaba conmigo, la misma cuesta para un saludo distinto.

-Hola, perdido.

El trepado empinado, la planicie para recuperar fuerzas, el dolor en la boca del estómago, las ganas de quedarse en el camino y contemplar tranquilamente la represa y sus lanchas de pescadores; Ximena trepó conmigo aunque una vez más en la otra franja. Antes de hablarle advertí que Sandro miraba hacia nosotros.

-Los jóvenes no desean pasear con papá?

Ximena no entendió en un primer momento, pero luego reaccionó con una sonora carcajada.

-No son celos, ellos saben que los quiero como a hermanos y sé que me quieren como a una hermana.

-Y yo podría ser tu padre?

-No lo eres, podrías ser Dios -dijo insólitamente furiosa- y tampoco lo eres.

Pero en un alto del camino me humedeció la mejilla con un beso que olía fuertemente a naranja y limón, luego se dedicó a los jóvenes ingenuos ante los ataques cardíacos y a dos o tres veteranos resignados a su destino; una vez volteó a mirarme y me sonrió, mientras tanto yo cobraba coraje para lanzarme a fondo en la primera oportunidad que se presentara, ínfulas de viejo que se las sabe todas, y se presentaron dos o tres pero me limité al tanteo periférico: no es fácil desandar caminos, a los cincuenta años se está más seguro de lo que no debe hacerse que de lo que se debe, exactamente lo contrario de lo que pasa en la juventud : de todas formas ese tanteo sirvió para que fijara su rostro en mi memoria y descubriera así que ese aire de misterio que la acompañaba estaba presente en todas sus facetas, algo irreal había en ella que sin embargo era lo más real que tenía, y por mucho tiempo la recordé inmersa en su niebla, la veía aparecer y convertirse en una transparencia, hasta que al fin se dibujaban sus contornos.

De vuelta en la ciudad, desapareció; una señal de Sandro con la mano me detuvo unos minutos en la cabeza de la carretera, Eric y Álvaro se acercaron también, ellos y yo preocupados.

-¿Usted la vio hoy día? -me preguntó Sandro, anulando esa timidez que parecía formar parte de su piel. Eric y Álvaro esperaban mi respuesta, yo me sorprendí de semejante pregunta y hubo un segundo de incertidumbre, pero entonces Sandro volvió a hablar-: ¿Usted la ve, verdad? -Álvaro y Eric seguían con creciente expectativa las preguntas de su compañero, me miraban, parecían pendientes de mi respuesta.

-Qué juego es este? -respondí, una leve aspereza trascendió en mi voz-. Claro que la veo, ¿ustedes no?

Fácil comprender la mueca de asombro que invadió mi rostro, tonterías universitarias para dejar en ridículo a un pobre hombre que se bate en retirada; el silencio nos llegó espeso, pareció cubrirnos íntegramente, situarnos al margen de una realidad matutina que comenzaba a desperezarse: por un momento fuimos estatuas, hombres de Lot que el tiempo y las circunstancias renovaban.

Se fueron detrás de Sandro y los vi más fuertes y jóvenes que ningún otro día; jamás hasta entonces había tenido conciencia de nuestras distancias: cuando se es viejo solo se piensa hacia atrás, cuando se es joven se piensa y se observa hacia adelante.

Tuve temor al advertir a un joven ciclista esperándome en la esquina: era un ocasional, al menos no me pareció haberlo visto siempre.

No esperó que llegara a él para hablarme:

-El anterior verano se juntaba conmigo. En colegio fui su primer enamorado, ¿sabe?

Tal vez en aquel momento perdí el posible acceso al mundo-Ximena, jamás sabré por qué acepté la fácil hipótesis de los muchachos en lugar de buscar otra explicación, no se me ocurrió pensar que podían estar llevando a cabo una broma dolorosa, desgarradora.

No era dueño de mí cuando calculaba los días que faltaban para el fin del verano: una ironía misteriosa había trazado nuestros caminos, tan solo como ella quedaría yo en el invierno, el otoño, y en esa soledad debía alimentar mi amor para el próximo verano: sin duda era demasiada muerte para tan poca vida.

A la mañana siguiente Ximena pedaleó a mi lado hasta un descanso; estaba fatigada, en su rostro el cansancio dejaba profundas huellas.

-No estemos tristes -dije, definitivamente inexperto-. El próximo verano estaré aquí, todos los veranos.

Ximena lloraba.

* Gonzalo Lema.

Escritor, narrador y

novelista tarijeño (1959).

Para tus amigos: