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Domingo 26 de febrero de 2017

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Cultural El Duende

Edwin Guzmán Ortiz

26 feb 2017

Edwin Guzmán Ortiz. Oruro, 1953. Escritor, poeta y crítico de arte. Ha publicado en poesía: De / lirios (1985), La trama del viento (1993), Juegos fatuos (2007). Es coautor con Alberto Guerra de la antología La poesía en Oruro (2004)

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La cara en la máscara

Cae la máscara sobre el rostro, la máscara que acaba fundiéndose en la cara. Un aire de eternidad el mito reconviene; la historia mascullando su irreverencia se yergue como un árbol a pesar de sus frutos. Incorporados detrás de la máscara danzamos también con el gesto, danzamos y la muerte ha dejado de abrazarnos. Acaso todos agolpados tras la careta abarrotada, tras el rostro que no deja de encaramarse en la máscara, atravesando un puente de identidades magnánimas. La banda comienza a enardecer la mirada abrazada por los destellos; respiramos nuestro grito, nos respiramos, y al fundirnos en el hálito crece la certeza de un corazón fascinado

¡Levantad los cetros!

¡Levantad los cetros!

¡Consumaos en vuestras devociones!

Con la matraca en alto y el cuerno en la siniestra, el paso nos conduce a nosotros, a nosotros que miramos, allá en la Plaza del Socavón, la �usta del Santuario.

Danzad para ahuyentar los maleficios, para anudar el día y la noche, danzad que la tristeza no deja de fundar una esperanza subversiva, un interregno de placer donde la voracidad de lo desconocido nos erige en un poema heroico:

Ah, hombros culposos

resistid el peso

del monumento artesanal,

no dejéis que el viento venoso

os derrumbe,

tiemble el cielo

y no el suelo de las prosternaciones.

Hemos aprendido a vivir transitando estas reconditeces. Algo de coca, vino, mineral y sangre nos desvela. Mientras las tubas salmodian imbatibles melodías, la boca recita fervorosas promesas. La vida y la muerte, el pasado y el futuro, el cuerpo y el espíritu, el cielo y el infierno se agitan en el sudoroso semblante.

El cuerpo cimbreante ya no nos pertenece, sus apetitos se consuman en la vehemencia plural. Resplandor y deseo nuestro tránsito.

El sudor nos recuerda que también somos un río de recónditos orígenes. Mas, la herida fulgura y sus belfos cantan la canción de los desposeídos.

Nacemos y morimos mientras la máscara nos luce impertérritos frente a la muchedumbre. Sí, alguien nos mira agitándose con matracas y látigos, con corpulencias inéditas labradas por la historia: caras de negros, rumorosa rebeldía de guiñapos, proceloso gemido de los condenados.

Y rotar los ojos trescientos sesenta grados para avizorar algún universo mayor, y rotar trescientos sesenta grados el cuerpo para saber qué ovaciones ostentan los suspiradores sacros.

Y si hay devoción y aguardiente y lo otro, el íntimo incólume se prosterna máscara a la redonda.

Soy el liberto mayestático, el achachila erotizando su jadeo entre dos reinos, soy el sueño que suda la máscara y se perla en su denodado tránsito, soy la comba en que se instauran preces angustiadas.

Pero también soy el cuerpo que asciende cual sustancia intocable hasta rematar en un sol rotundo sobre la barroca faz de la careta.

Casi loando en el abismo soy mi propio cómplice, mi propio caporal, mi propio pasado que me pervive.

Algún trópico acusa este fervor, negra piel trastocada en cobriza voz que no se apaga. Pesadas cadenas atadas a los huesos de nieblas coloniales.

Oscuros hisopos salpicando de sangre el negro de la mita, íngrimas duenderas sonsacándole infinito a la tambora, y del oscuro vino que los sentidos albrician el levitante néctar de la coca.

¿Qué impenitente mirada hizo resucitar del malamado corazón nocturnal este cuerpo que se agita con paso lento sobre el pavimento vesperal?

Por las ranuras de la máscara espío la exultación del prójimo. El escarceo de su humanidad empuñando otro cetro de hirsuta algarabía. Y el deseo que maquilla sus ficciones, para abrirle con puñal de obsidiana el pecho al protocolo. Santiguándose la panza los corifeos de la fanfarria, agitan las fámulas, reinventan su carne manchada por la rutina y dan de comer y beber a quienes les dan de comer y beber con un sonido de trompeta y un olor a eternidad.

Entre la cara y la careta hay una jeta de distancia. Me hundo en la licuefacción de los sentidos. Lenguas de fuego que se aferran a lenguajes de juego, las botas han crecido hasta ahorcarme, un aliento tibio y turbio es traspasado por el aliento de una idea:

La plenitud es la mejor venganza contra la muerteÂ?

"Carnaval de Oruro, lo mejor del mundo"� Mi voz estalla en un ¡carajo!

Venal el sopor como una alegoría,

mientras el jadeo remonta el suspiro,

el socavón ritma el alma de la respiración,

el corazón/ la matraca/ el paso

y el pestañeo ebrio de la tarde.

La ñufla es un don para quien enciende velas al crepúsculo. Y entre oblaciones, ovaciones, filmaciones, confusiones y delectaciones, como un bruñido astro cuyo asunto es este mundo, la banda Poopó, Poopó, la banda Poopó, Poopó.

Cascadas de terciopelo o piel de lobo y tempestades de seda junto al ancestral tejido de voces, bordada la lejanía en el fervor del deseo, el alma en ristre, la piel en vuelo y yo, furioso, pleno de mí mismo, tras las mostacillas apócrifas forjándome el instante, ¿qué soy dentro este portentoso animal pintiparado y destellante, qué negro lacónico, qué mestizada fe, qué viento subversivo?

Entrando al templo la Virgen Morena me guiña

Afuera, la estrella de la mañana refleja un atardecer antiguo.

Cae la máscara

y alguien retorna con la mirada inocente

al corazón del silencio.

El Risiri

Demasiado oscuro el día para abrir los ojos. Mientras la temperatura de la fe se asume como una lluvia recóndita, el corazón del deseoso invade la fragorosa memoria que divaga imprecisa en el otoño en la sangre. El cielo parece un ayllu, la oración un cifrado monumento donde el sol se posa como un ave.

Orar es reinventar un cielo posible, construir un dios con algo de barro y melancolía. Ser sed, tornarse horizonte bajo el peso de la desmesura.

Y así tu vida, más aquí de la mistura y el huayño jubiloso es un vagabundeo entre chirriantes oscuridades, sobre la escala relampagueante que convoca a los muertos desde sus terrosas voces.

Y así tu vida, con el mundo repartido en la piel y el tintineo del sol colándose entre los poros del atardecer.

Palpas las quebradizas hojas de la coca escuchando inacabables voces, vientos cuyos colores ignoras y que bien podrían ser los dones de algún dios olvidado.

Palpar es ver, y ver es acoger la creación con asombro y rabia: ese espejo trizado en cuyas entrañas el fuego declama cual histrión proclamando la carcajada del absurdo.

Tu voz extraviándose en tu voz, vistiendo la ventisca sigilosa de tu cuerpo con un aire de resurrección.

Azarosa búsqueda desde el reverso de la luz

Memoria cabalgada del violín

Artesanía de la prez

Alma vieja

Muru alma

Sullka dios

Para escribir con el bastón sobre el archivo cotidiano los éxtasis del ácido, las carátulas del párpado translúcido y remontarse como un cóndor sapientísimo sobre la sustancia que guardan las comarcas, sobre el viento ungido de la sangre, sobre la umbría catedral habitada por pájaros tenaces.

Primer Viernes

Huidiza al verbo

desde la transparencia de las cosas

oficiando entre los velos del pensamiento

desde las bocas prolongadas en la niebla

la noche.

La penumbra acurrucada en los actos

en los encumbrados silencios

es un antiguo pacto

que despierta las cuitas

de la sangre

la cacharpaya de una herida

errando los misterios de la tierra.

Sukaj Mallku

Sajama Mallku

Qemparani Mallku

Tunupa Mallku

La noche posada en el brasero

yergue un fuego silvestre

mariposas de alas subterráneas

serpientes verticales.

Para tus amigos: