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La selva es una sinfonÃa en verde. Rara vez hay silencio en ella. Solo cuando la tempestad tropical se aproxima y todos los habitantes de las ramas buscan refugio, hay como una calma solemne entre el armazón de los ramajes. Después noche y dÃa los pájaros y las bestias pueblan sus entrañas de gritos que asustan al afuerino. Ya es el grito destemplado del tucán, la algarabÃa de los loros, los cuchicheos de los monos o los gruñidos del chancho montés, el pecarÃ, que pasa al trote por sus caminos, en busca de la aguada propicia o del pastizal donde hoza con deleite, en busca de las raÃces jugosas o de los tallos tiernos que aún no han visto la luz.
De noche es el grito del huajojó, pájaro agorero que hace temblar a los nativos, los chillidos y el canto funeral del búho de grandes ojos rojizos. Hay crujidos de ramas, ruidos misteriosos, sutil murmullo de algo que se desliza sobre las hojas muertas y entre las hierbas y el coro gigantesco de las ranas y los rococós en los remansos del rÃo o en las charcas que cubren las algas de un verde claro como de pradera nueva. Pero por encima de todo se destaca el grito ronco de él, del manchado señor de la espesura. Grito ronco, inolvidable de monarca de la selva y de la garra, fiero señor dueño de la maraña.
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Su piel está tatuada por el sol al colarse por entre los ramajes. Sus ojos son lumbre en la noche rayada de luciérnagas y son rubios pedazos de sol en el dÃa. Su gesto es displicente. Tiene como un viejo esplÃn, un gesto de cansancio y un lento y ondulante andar que nadie imaginarÃa toda la fuerza y la fiereza que disimula.
A veces endereza la cabeza y con las orejas tensas escucha. ¡Ah!... no es sino una anta torpe que trota quebrando matorrales. Otras veces mira atentamente a los pájaros que pasan o saltan en las ramas. Parpadea y sigue lento, como cansado. El mono huye ante su presencia sin atreverse a chillar siquiera. Ã?l ni lo mira. Se parece tanto al palo seco que camina en dos patas y que hiere, cobardemente, desde lejos. Y va a pescar. Le distrae y le gusta ese deporte. Son tan tontos los pecesÂ? acuden a ver si en la burbuja que ha formado su saliva hay algo que comer. Un zarpazo certero los lleva a tierra. Ya es algoÂ? A veces también pasan piraguas por el rÃo. Son los palos que caminan los que van en ellas. Ã?l los mira con desprecio. Siempre hacen ruido. Cantan o emiten unos sonidos rudos que debe ser un idioma, idioma que se no se entiende en la selva.
La boa es un peligro, el caimán es una pesadilla, pero la boa es escasa, mientras el otro, el hediondo, está siempre con hambre, llora como las crÃas de los palos ambulantes, tiene una cola peligrosa y mandÃbulas feroces. Son los únicos de quienes debe cuidarse. Los otros, los toros selváticos por ejemplo, pierden el tiempo en escarbar el suelo, en bramar amenazantes y cierran los ojos al embestir. Son brutos que solo por una casualidad pueden herirle. El único peligroso en realidad es el palo que anda y que mata con tanto ruido hiriendo con un dedo largo y negro que va siempre con él.
¿Cuántos de esos animales verticales ha muerto? Acuden a su memoria el recuerdo de seis. Pero a ninguno quiso comer. HedÃan tantoÂ? Uno de ellos exhalaba por la boca un vaho repugnante que mareaba. Otro estaba lleno de sarna, otro más blando, con una especie de calabaza en la cabeza, se quiso defender. Sacó ese dedo negro y largo y una cosa candente y brutal le atravesó una pierna. Pero un certero zarpazo le degolló. Bebió un poco de su sangre con un dolor tan extraño, que tuvo que ir al rÃo a lavarse la boca. Otro sarnoso más y uno alto y muy flaco que debÃa ser de las lejanas montañas, no pudieron despertar su apetito. Los mató porque sÃ, porque odiaba a ese palo ambulante que se creÃa dueño y señor de todo.
Y los perrosÂ? ¡qué lacayos eran! DefendÃan a palo seco más que a sà mismos. Le meneaban la cola, le lamÃan las manos y le obedecÃan en todo. Se dejaban poner pedazos de cuero, con espinas, en el cuello, se dejaban atar, siempre sumisos, meneando la cola, humildes y bajos, como lo que eran: como perrosÂ?
El gato que era un bravÃo hermano suyo, que también habitaba en el monte, se cobijaba a veces en los nidos verticales que hacÃa el palo seco andador. Pero el gato no rendÃa pleito homenaje a ese que creÃa ser su dueño. al contrario. Se vengaba de él en la primera ocasión. Y era libre. SalÃa a su antojo. Y volvÃa al nido vertical porque le convenÃa y nada más.
Qué despreciable era el palo ambulante. Recordaba haber presenciado desde la linde del bosque una especie de alboroto formado por muchos de ellos reunidos. HabÃa hembras y machos. BebÃan algo que no era agua, lanzaban alaridos en conjunto y hacÃan sonar unas tripas estiradas encima de una especie de calabazas alargadas. Se tambaleaban. Miraban a sus hembras como si se las fueran a comer y ya se habÃan comido un novillo. Después, algunos de ellos salieron al patio y allà se dieron zarpazos que apenas hacÃan brotar sangre, mientras chillaban sus hembras y gemÃan los pequeños palitos ambulantes. Qué despreciable era ese animalÂ?
Los troncos algo desnudos parecen las columnas de una enorme, infinita catedral. El señor manchado de la cabeza gacha y de la larga colar en curva, recorrer con paso lento, largo y afelpado el camino hacia la aguadaÂ? No hay ningún rumor que le inquiete. La selva extática parece adormecida por el sol. Su piel lujosa brilla como seda. Es el emperador de la espesura. Su fuerte runruneo parece marcar el compás de su paso. Ya se ven los matorrales que bordean el riacho donde él bebe. Es el momento de tomar precauciones. La boca, el caimán y acaso el paso andador, pueden estar por allÃ.
Sus ojos claros lo miran todo. Sus orejas tiesas auscultan y sigue su marcha lenta, ondulante como fatigada. Ya ve las aguas del remanso. Se detiene. Lástima que el viento leve, sople hacia el rÃo. Asà sus narices no pueden percibir el olor de sus enemigos. ¿Pero qué? Y avanza con cautela disimulándose entre los matorrales. Ya llega a la orilla y empieza a beber, siempre atento, el agua tibia de la ensenada medio oscura.
De improviso algo silba en el aire y siente en su lomo un leve pinchazo. Algo sutil venido desde lo alto se le acaba de clavar. Se revuelve con furia y arranca la espina que termina en una pluma de pájaro. Adivina. Es el palo ambulante que le espera escondido en la copa de un árbol. Mira por todas partes y al fin le descubre encogido sobre unas ramas flexibles donde él no puede llegar. La brisa adversa no le deja sentir su olor. Pero� ¿qué le puede hacer ese pinchazo? Y se interna en la selva, por las ramas, seguido de ese palo ambulante que entonces se parece más a los monos cobardes.
De improviso siente como un gran cansancio. Le pesan las patas y el corazón se le encoge. Sigue un corto trecho, pero la fatiga, una fatiga extraña, le obliga a tenderse. Se le van nublando los ojos y cae una sombra, como de noche, sobre él. El indio baja jubiloso. Acaba de cazar un jaguar de hermosa piel son su dardo envenenado de curare. Saca el cuchillo y desuella al animal y con la piel goteando regresa a la aldea. Está risueño, feliz. Ya tiene para beber una semana.
* Luis Toro Ramallo.
Sucre, 1898 - Santiago, 1950.
Escritor y narrador.
De: "Jaguares" - 1946.