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Domingo 26 de febrero de 2017

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Cultural El Duende

La opción de escribir

26 feb 2017

Mariano Baptista

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"La incurable comezón de escribir se apodera de muchos" escribió ya hace tiempo Juvenal en sus Sátiras.

Es cierto, pero ¿por qué escribimos?

Típicamente, Bernard Shaw prefirió decir que aunque era hombre de letras nadie debía suponer que no había intentado ganarse la vida honradamente.

¿Escribir libros o columnas en los periódicos puede parangonarse a cualquier otra actividad como colocar ladrillos o hacer botas?

Tolstoi quizá habría contestado que sí, pues entendía a la literatura y la zapatería como actividades socialmente útiles y él mismo dio el ejemplo al fabricar botas para sus mujiks con las mismas manos con las que compuso sus páginas inmortales.

¿Se escribe para ganar dinero? La respuesta debe ser ambigua.

¿Cuántos autores han debido sufragar los gastos de edición de sus obras nunca leídas por el público?

¿Cuántos, en fin, han debido arrastrar una existencia miserable pues no deseaban, ni sabían hacer, otra cosa que escribir?

Pocos han sido los grandes escritores que con su pluma hubieran podido costearse siquiera un modesto pasar.

Siglos atrás debían depender del favor de un mecenas, subir a las tablas como Shakespeare que habría agradecido que se le torne por buen actor, o refugiarse en la quietud y la tranquilidad de un convento.

En el prólogo a la segunda parte del Quijote, Cervantes que siempre estuvo en terribles apreturas económicas, se vio obligado a escribir sin rubor:

"Viva el gran Conde de Lemas, cuya cristiandad y liberalidad bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma de caridad del Ilustrísimo, de Toledo, don Bernardo de Sandóval y Rojas..."

Es el mismo Cervantes que se desquitará haciendo hablar al Quijote:

"Las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas, son ataduras que no dejan campear el ánimo libre. Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación que agradecer a otro que no sea el mismo cielo."

No era de oro precisamente el siglo, para estos escritores geniales. Góngora también debía humillarse, como revela su epistolario, a un Don Francisco del Corral, para que lo sacara de apuros:

"Muy Sor mío y mi amo: Abriome V.m. ventana a el purgatorio con la libranza de los dos mil reales, de que le he dado gracias al amigo y besado las manos a V.m. por lo que escribí el martes pasado. Ahora lo vuelvo a hacer tantas veces como tenía maravedís la póliza, y aun quedo debiendo agradecimientos al cuidado de V.m. por el que tiene de solicitar sufragios a las penas que se padecen bebiendo y esperando...

"Al fin, señor mío, por cualquier camino de aquí a Pascua se me provea lo restante de los seis meses, advirtiendo que seiscientos ni setecientos reales son migaja en capilla, como dicen, porque no hay mes que no gaste ochocientos reales y a no tener pagada la casa hasta 20 de septiembre no pudiera pasar con ochocientos, porque un coche es grifo de las manzanas y a veces de las caperuzas, cuando no es avestruz, como ha sido esta semana en digerir hierro..."

La imagen de Ba1zac, asediado de acreedores y escribiendo como un poseso para atender algunas de sus deudas, es familiar a todos los lectores.

Los 97 volúmenes de su Comedia: humana, son escritos en veinte años, en jornadas que muchas veces se prolongan por dieciocho horas al día.

En una carta que le envía a su amante Madame Hanska, confiesa Balzac que trabajar es levantarse a media noche, escribir hasta las cinco de mañana, desayunar en cuarto de hora volver al escritorio hasta las cinco de la tarde, comer rápidamente y dormir para repetir al día siguiente.

Por el contrario, Alejandro Dumas o Dickens que amasaron grandes fortunas con sus plumas, ¿habrían escrito tanto de no haber contado con la admiración fervorosa del público?

Son legiones los escritores que, hoy como ayer, dicen cuanto tienen que decir sin esperar

recompensa, sin buscar honores, sin hallar la más módica retribución.

Muchas veces poniendo en juego su seguridad y su vida misma como los escritores rusos contemporáneos que desafían al régimen soviético sufriendo cárcel y confinamiento.

¿No sería más fácil quedarse callados o someterse a las normas literarias y políticas de los comisarios?

Hay muchos autores que han dado respuesta a la pregunta de qué los mueve a escribir.

Juan Bonet, el novelista catalán, interrogado sobre este tema acaba de decir en una entrevista, que escribe:

"�Para quedar y no morir en la memoria de los hombres. Para hacer señales a los amigos. Para evitar llegar al crimen, y también por pereza y asco de todo lo demás. Para probarme a mí mismo mi existencia y saber que camino, que hablo, que peco, que respiro y todo eso... tal vez en resumen sigo escribiendo por amor. No me hagan declarar ese amor de un modo público."

Uno todavía tiene sus pudores. Amar al prójimo como a ti mismo está además pasado de moda... Son sin duda, muchos motivos, algunos inconfesados, como el puro narcisismo. George Orwell, en uno de sus excelentes ensayos señala que en todo autor, poniendo del lado la necesidad de ganarse con algo la vida, existen en diferentes proporciones, cuatro motivos: principales:

1. El simple egoísmo, el deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que se lo recuerde después de muerto, característica que los escritores comparten con otros segmentos de la humanidad como los artistas, científicos, políticos, jefes militares, etc. En su "Carta al Greco" confiesa Kazantzakis:

"Y sin embargo ¡ay!, no existe otro medio de comunicar a los hombres la única cosa que es inmortal en nosotros, esta: ¡Ah...! ¡las palabras!, ¡las palabras!

No hay para mí otra salvación.

Sólo tengo en mi poder veintiséis soldaditos de plomo, las veintiséis letras del alfabeto o yo decretaré la movilización, formaré un ejército, lucharé contra la muerte.

Este anhelo de trascender, de no morir del todo, le hace decir también a Unamuno:

Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada, más allá de la tumba", y en otra oportunidad: "un tormento, una congoja de eternidad me persigue dondequiera."

2. El entusiasmo estético, la percepción de la belleza en el mundo exterior y el deseo de describirla o de recrear un evento, transmitiendo al lector las mismas emociones y sentimientos que ante ese hecho experimenta.

Isaac Babel decía que nada hiere tan profundamente el corazón de un hombre como un punto puesto en el lugar exacto. Es como una estocada capaz de quitarnos el aliento por el puro deleite de leer una frase, equiparable a recrear la vista en un paisaje imponente o escuchar una bella melodía.

Kant, que tenía fama de imperturbable, caía como cualquier mortal bajo el sortilegio de la palabra escrita. "Debo leer y releer a Rosseau -decía- hasta que la belleza de su expresión ya no me turbe, porque entonces lo podré entender por la razón."

Lograr un estilo original e inconfundible ha sido siempre uno de los impulsos que más han atenaceado a los hombres de letras.

Stendhal consultaba el Código Civil antes de empezar a escribir, para castigar su prosa, y se declaraba enemigo de la banalidad y el preciosismo. Cuenta su biógrafo Zweig que una sola frase azucarada en extremo o hinchada patéticamente, podía echarle a perder un libro.

3. El deseo de restablecer la verdad histórica; de registrar los hechos verdaderos: para legarlos a la posteridad.

Aunque este impulso puede quedar evidentemente adulterado en forma inconsciente por el autor cuando su versión queda teñida por sus prejuicios nacionales o clasistas, o por la pretensión de servir a un fin superior, deformando intencionadamente los acontecimientos.

En los países con historia oficial, ¿no desaparecen acaso como por encanto, personajes y hechos, cuando los gobernantes de turno así lo dictaminan?

4. El propósito político, en su más amplio sentido; la intención de influir sobre nuestros contemporáneos, de empujar nuestra comunidad y el mundo en una determinada dirección, de influir sobre las vidas de los demás o mejorar nuestro tiempo.

Lo dice Blas de Otero:

"Escribo por necesidad, por contribuir (un poco) a limpiar la sangre y la iniquidad del mundo."

Dickens que describe las condiciones de vida del pueblo menudo y la explotación de los niños en la Inglaterra victoriana, Tolstoi y Dostoyevski que pintan todo el horror y la estolidez de la sociedad zarista, o Balzac, la avidez de dinero de la burguesía francesa bajo la restauración, son en este sentido escritores políticos y en efecto, sus testimonios resultan más reveladores de las épocas en que vivieron, que cualquier libro de economía o sociología.

Después vendrán los novelistas sociales que relatan la existencia de los oprimidos, como Emile Zolá, George Eliot o el propio Disraeli.

Vale pues, son dos motivos básicos que mueven en diversa medida; a cada escritor a tomar la pluma.

Otra pregunta pertinente es la de si todavía vale la pena escribir cuando todo hace pensar que es casi un esfuerzo inútil: nadie parece leer, harían falta varias vidas para hojear una mínima parte de cuanto editan las prensas en una semana en el mundo.

Finalmente ¿puede abrigarse la ilusión de que cuanto uno escriba puede servir, bien sea en una ínfima proporción, a mejorar la vida de los demás?

Sartre declaró que era absolutamente inútil toda la literatura mientras los niños sufrieran hambre y los mayores castigos.

Campean sobre nuestra época, las cuatro viejas temibles de Fausto: Sorge (la angustia), Mangel (la precariedad) Shuld (la culpa) y Not (la miseria humana) acompañadas de Tod (la muerte) que acabará con todo. ¿Vale la pena entonces todavía, escribir?

"Lo mejor es callarse para siempre y volverse hacia los demás", escribió Camus en un momento de desesperanza. Pero él no calló y tampoco podrá callar el escritor de vocación verdadera.

La incertidumbre, la precariedad, el pasmo y el dolor de nuestra época pueden ser mitigados por el milagro de la palabra escrita.

En un tiempo así, reflexiona Hernando Track en su modestísima pero admirable obra Tiempo de callar escribir no es un oficio honorable.

A continuación, sin embargo, interroga:

"Pero, ¿se preguntará si es necesario ser honorable en una época que inventó el horno crematorio, la matanza a control remoto, la cámara de gas? Mejor entonces, escribir que fusilar, escribir que interrogar, escribir que asfixiar."

Una vez tomada esa opción se comprende por qué, pese a todo, escribir puede no ser un

ejercicio inútil.

Mariano Baptista Gumucio. Periodista, historiador y Académico de la Lengua.

De: "Este país tan solo en su agonía", 1972.

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