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Domingo 26 de febrero de 2017

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Cultural El Duende

¡Música Maestro!

26 feb 2017

Víctor Cárdenas

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El muchacho sacaba el pecho en cada ocasión que escuchaba murmurar: ¡Y nació para cantar! �l seguía orondo con la cabeza erguida, levantando la mano a todo transeúnte que volteara la cabeza para conocer a la gran atracción de aquel pueblo.

Era un pueblo chico, con veinte calles rectas y unas cuantas plazuelas, dos cines y cincuenta cantinas.

Había cantinas para cada 100 personas, ciento cincuenta jóvenes y doscientos párvulos y párvulas.

Eran cantinas "transformers": en la mañana eran cafés, restaurantes, pensiones. Por las tardes, un salón de té con masitas, empanadas, tortas y todo pastel. Por la noche, cantina disfrazada de discoteca o karaoke. De ahí que casi todos los habitantes o eran cantores, músicos o relamidos serenateros.

El nombre del muchacho no fue tomado del santoral. La madre era muy católica; en cambio el padre era un tarambana metido a la bohemia, criticón militante y conspicuo músico de banda. El abuelo convocó a un concurso familiar para elegir el nombre de la criatura. Luego de muchas cavilaciones y reuniones con música de fondo, decidieron bautizarlo como Orfeo, por aquel dios griego que amansaba a las bestias con su cítara.

Había nacido en la calle muy cerca al lugar que denominaban supaywasi y cuentan que gracias al llanto del niño, el diablo que moraba en esa zona había huido despavorido, a grandes zancadas, quemando con su patas las piedras que pasaba. ¿Sería Atila?, se preguntaban los paisanos que al pasar por la calle olían el azufre y la putrefacción que duró más de cuatro años.

Cada noche, en aquella zona se escuchaba el llanto que los vecinos consideraban el más bello y melodioso canto.

Y así fue pasando el tiempo y Orfeo era espectáculo en las sastrerías, panaderías y lugares de concentración de mucha gente. Escuchaban sus primeras canciones con la boca abierta y con lágrimas en los ojos y, cuando terminaba de interpretar, la gente aplaudía a rabiar. Aplaudían tanto, que algunas palmas se gastaban. Ya no era el sonido del aplauso lo que se sentía, era el tintineo de huesos.

Los años fueron pasando. Orfeo en la escuela era nombrado para actuar en cada hora cívica, interpretando la canción de moda, siempre se le exigía. ¡Jamás nadie le otorgó premio alguno!

Orfeo era nominado en todas las horas cívicas y todas las letanías en las tres iglesias de la población. El aleluya y el Ave María eran las mejores piezas musicales que el niño cantaba cada viernes, sábado y domingo. Pero ni de ese ejercicio se le concedía premio alguno.

Su madre, abandonada por su padre, se dedicaba a ganarse la vida elaborando ricos platos y Orfeo era el que llevaba los platos que los artesanos pedían para la sajrahora. Cuando llegaba el niño con la merienda, los obreros aprovechaban esa visita para hacerle cantar. Un mendrugo de pan guardado bastaba para compensar su arte.

Así fue creciendo aquel niño que con su voz hizo escapar el diablo de supaywasi.

Ya había actuado en el teatro del pueblo, acompañado de tres guitarristas de los más diestros de la población, quienes estaban orgullosos de acompañar a tan linda voz que les deleitaba, les embrujaba.

Cansado de actuar a diario y sin ninguna remuneración, Orfeo se reveló y protestó vehementemente ante autoridades, maestros, estudiantes y padres de familia.

Su protesta era en verso y con una voz de tenor. Empezó a reclamar, a protestar desde las seis de la mañana y cantó tanto, pero tanto, que el aire del poblado estaba lleno de arpegios. Todo era música, verso, música y verso.

Canto tanto que cayó exhausto, cansado, sin posibilidades de mantenerse de pie. Sus ojos empezaron a cerrarse, su linda voz se convirtió en murmullos penas audibles. Luego se convirtió en un ronquido asonante que contrastaba con los arpegios que su protesta dejó.

En su onírico tránsito, soñó que le habían preparado en un cerro chico de su pueblo un entarimado y un escenario que continuamente ascendía hacia las nubes.

El sol derretía las nieves de los cerros y alrededor del escenario se arremolinaban miles de personas que aplaudían a rabiar y su voz opacaba el sol y las nubes huían, y la luna y las estrellas lloraban en una lluvia tenue y silenciosa.

Pasaron las horas y Orfeo no despertaba. Quienes le rodeaban empezaron a llorar al sentir que el cantor ya no respiraba y estaba frío, pero frío como un témpano. Ahora solo los acompañaría el más triste de los silencios.

Víctor Cárdenas.

Escritor potosino.

De: Gaceta del Sur, Potosí, 1999.

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