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El muchacho sacaba el pecho en cada ocasión que escuchaba murmurar: ¡Y nació para cantar! Ã?l seguÃa orondo con la cabeza erguida, levantando la mano a todo transeúnte que volteara la cabeza para conocer a la gran atracción de aquel pueblo.
Era un pueblo chico, con veinte calles rectas y unas cuantas plazuelas, dos cines y cincuenta cantinas.
HabÃa cantinas para cada 100 personas, ciento cincuenta jóvenes y doscientos párvulos y párvulas.
El nombre del muchacho no fue tomado del santoral. La madre era muy católica; en cambio el padre era un tarambana metido a la bohemia, criticón militante y conspicuo músico de banda. El abuelo convocó a un concurso familiar para elegir el nombre de la criatura. Luego de muchas cavilaciones y reuniones con música de fondo, decidieron bautizarlo como Orfeo, por aquel dios griego que amansaba a las bestias con su cÃtara.
HabÃa nacido en la calle muy cerca al lugar que denominaban supaywasi y cuentan que gracias al llanto del niño, el diablo que moraba en esa zona habÃa huido despavorido, a grandes zancadas, quemando con su patas las piedras que pasaba. ¿SerÃa Atila?, se preguntaban los paisanos que al pasar por la calle olÃan el azufre y la putrefacción que duró más de cuatro años.
Cada noche, en aquella zona se escuchaba el llanto que los vecinos consideraban el más bello y melodioso canto.
Y asà fue pasando el tiempo y Orfeo era espectáculo en las sastrerÃas, panaderÃas y lugares de concentración de mucha gente. Escuchaban sus primeras canciones con la boca abierta y con lágrimas en los ojos y, cuando terminaba de interpretar, la gente aplaudÃa a rabiar. AplaudÃan tanto, que algunas palmas se gastaban. Ya no era el sonido del aplauso lo que se sentÃa, era el tintineo de huesos.
Los años fueron pasando. Orfeo en la escuela era nombrado para actuar en cada hora cÃvica, interpretando la canción de moda, siempre se le exigÃa. ¡Jamás nadie le otorgó premio alguno!
Orfeo era nominado en todas las horas cÃvicas y todas las letanÃas en las tres iglesias de la población. El aleluya y el Ave MarÃa eran las mejores piezas musicales que el niño cantaba cada viernes, sábado y domingo. Pero ni de ese ejercicio se le concedÃa premio alguno.
Su madre, abandonada por su padre, se dedicaba a ganarse la vida elaborando ricos platos y Orfeo era el que llevaba los platos que los artesanos pedÃan para la sajrahora. Cuando llegaba el niño con la merienda, los obreros aprovechaban esa visita para hacerle cantar. Un mendrugo de pan guardado bastaba para compensar su arte.
Asà fue creciendo aquel niño que con su voz hizo escapar el diablo de supaywasi.
Ya habÃa actuado en el teatro del pueblo, acompañado de tres guitarristas de los más diestros de la población, quienes estaban orgullosos de acompañar a tan linda voz que les deleitaba, les embrujaba.
Cansado de actuar a diario y sin ninguna remuneración, Orfeo se reveló y protestó vehementemente ante autoridades, maestros, estudiantes y padres de familia.
Su protesta era en verso y con una voz de tenor. Empezó a reclamar, a protestar desde las seis de la mañana y cantó tanto, pero tanto, que el aire del poblado estaba lleno de arpegios. Todo era música, verso, música y verso.
Canto tanto que cayó exhausto, cansado, sin posibilidades de mantenerse de pie. Sus ojos empezaron a cerrarse, su linda voz se convirtió en murmullos penas audibles. Luego se convirtió en un ronquido asonante que contrastaba con los arpegios que su protesta dejó.
En su onÃrico tránsito, soñó que le habÃan preparado en un cerro chico de su pueblo un entarimado y un escenario que continuamente ascendÃa hacia las nubes.
El sol derretÃa las nieves de los cerros y alrededor del escenario se arremolinaban miles de personas que aplaudÃan a rabiar y su voz opacaba el sol y las nubes huÃan, y la luna y las estrellas lloraban en una lluvia tenue y silenciosa.
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