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Domingo 26 de febrero de 2017

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Cultural El Duende

El relativismo de valores desde el manierismo hasta la actualidad

26 feb 2017

H.C.F. Mansilla

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El mundo del presente, marcado por el relativismo de valores en la esfera moral y por el predominio del principio de eficacia en el campo de la economía, desprecia las normativas éticas y estéticas de pasadas generaciones. Lo dicho hasta aquí parece que corresponde a la dimensión del humanismo, que, según los postmodernistas, estaría ligado hoy al ámbito de la mera nostalgia, que es casi siempre la esfera de la caducidad. Pero hay que insistir en que la nostalgia posee una función eminentemente crítica, pues es la consciencia de la pérdida de cualidades y valores reputados ahora como anticuados (por ejemplo: la confiabilidad, la perseverancia, la autonomía de juicio, el respeto a la pluralidad de opiniones y el aprecio por el Estado de Derecho), que han demostrado ser útiles e importantes para una vida bien lograda. El rechazo de la nostalgia crítica conlleva el empobrecimiento de la existencia individual y social en nuestro siglo. Una de las primeras manifestaciones del relativismo de valores ocurrió durante el siglo XVI en la esfera de las artes plásticas, bajo el rótulo general de manierismo.

Entre el Renacimiento y el Barroco (sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI) se halla la etapa del manierismo, que, sin producir las obras maestras de los otros periodos, ha engendrado arquetipos de gran persistencia para el arte y la literatura posteriores. El manierismo es difícil de definir claramente, pero puede ser calificado como una reacción al agotamiento de los paradigmas clásicos, ante todo en una época marcada por las guerras religiosas y la dilución de las seguridades provenientes de la Edad Media. Un testimonio de ello es la experiencia traumática de la naturaleza deleznable y efímera de los modelos clásicos. La serenidad y el equilibrio que se atribuía a las obras clásicas llegaron ser percibidos como una mentira cultural o como una simplificación de la compleja vida social. La armonía clásica fue vista como una máscara que revestía mal una realidad sórdida y desconcertante. El manierismo produjo un arte pesimista, que correspondía a la entonces novedosa idea -propagada por el protestantismo luterano- de que Dios es la raíz de lo arbitrario y lo imprevisible. Este periodo manierista experimentó la consolidación de la autonomía de la esfera política y su separación definitiva de la ética, el surgimiento de los más diversos fenómenos de alienación, el individualismo extremo -el egocentrismo de intelectuales y artistas- y el relativismo de valores. A ello contribuyó la despersonalización de los vínculos humanos en los terrenos de la política y la economía.

En aquella época el arte y la literatura tendieron a transformarse en algo muy artificial y artificioso, en pura extravagancia. Era la propensión a lo anticlásico. Esto puede convertirse en un juego inofensivo, repetitivo y tedioso. El arte deviene un mecanismo de expresión de una fantasía ilimitada, a menudo sin control de calidad estética, un mero diseño metafórico: un arte que nace del arte y que se alimenta de sí mismo, siguiendo un ritmo hiperbólico que tiende rápidamente a la sobresaturación del observador y del mercado. El impulso contraclásico (encarnado por los grandes pintores Parmigianino, Pontormo, Bronzino, Rosso Fiorentino, El Greco, Arcimboldi) es, sin duda alguna, importante: nos muestra la relación problemática que tenemos con nuestro propio yo, lo que hace avanzar nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos. Los artistas se esmeraron en mostrarnos lo irracional, lo enigmático, lo exagerado, lo problemático y hasta lo irreal de la naturaleza y de la sociedad. Al mismo tiempo la época manierista generó una ars combinatoria que abarcaba la alquimia lingüística y el culto de lo estrambótico y excéntrico, es decir algo muy similar a la época actual, pero lo hacía mediante obras de arte de carácter exquisito, lo que se manifestaba en el amor por los objetos bellos, exóticos, raros y curiosos. El manierismo es, desde luego, la primera consciencia crítica de las alienaciones modernas, pero precisamente estos fenómenos de extrañamiento promueven inclinaciones narcisistas. El amor narcisista, como afirma Arnold Hauser, no es un amor feliz.

En las artes plásticas el manierismo terminó siendo un juego reiterativo. La similitud con el postmodernismo contemporáneo es fácilmente palpable. Por otra parte era innegable su potencial para suscitar nuevas perspectivas, referidas al carácter primordialmente problemático del Hombre, que mezcla razón y sentimiento, cálculo y pasión, lógica y locura. Los artistas manieristas fueron los primeros que otorgaron primacía al propio arte por encima de la naturaleza; una actividad humana se emancipaba así de los modelos convencionales y consuetudinarios. Sus productos eran a menudo fríos, pero de un acabado perfecto; sus matices y proporciones rebasaban lo normalmente admitido. Sus inclinaciones sofistas, relativistas y subjetivistas han sido evidentes e intencionadas, pero, a diferencia de todas las corrientes postmodernistas actuales, el manierismo jamás renunció a la calidad exquisita de la ejecución técnica, al amor por el detalle desarrollado con virtuosismo y al designio de crear belleza.

Para nuestro propio desarrollo es indispensable reconocer el valor de algunos postulados manieristas: el mundo es un laberinto, la fantasía poética es tan enriquecedora como la mística religiosa auténtica y el raciocinio más elevado puede convivir con los afectos más extremos. El manierismo nos ha ayudado, finalmente, a comprender los fenómenos complejos, a afinar nuestra sensibilidad frente a lo misterioso y lo ilógico y a desarrollar nuestra paciencia frente a los dilemas de nuestra propia constitución psíquica.

Hay que reconocer positivamente los méritos del manierismo y de corrientes afines contemporáneas. Al mismo tiempo debemos, sin embargo, mantener una posición crítica ante la mayoría de los intelectuales latinoamericanos, quienes rara vez ofrecen resistencia a los movimientos que están en boga y que poseen la fuerza normativa de las grandes modas seculares, todas ellas muy alejadas de cualquier humanismo. El marxismo de estos intelectuales, por ejemplo, se convirtió rápidamente en una pasión, una fe y una esperanza -es decir: en impulsos teológicos- y dejó atrás la distancia crítica e irónica que es indispensable en todo proceso cognitivo serio. La falta de una instancia autocrítica empuja a estos intelectuales a identificaciones fáciles con lo que ellos suponen que es lo positivo y lo ejemplar, lo que a menudo está personificado por el caudillo que apoyan para la conquista del poder. Estas identificaciones fáciles denotan un grave inconveniente: dejan de lado los sentimientos de culpa, responsabilidad y previsión, que han sido la base de un desarrollo cultural maduro a lo largo de milenios, y los conduce a sobreestimar lo propio -la ideología a la que se adscriben habitualmente, las normas axiológicas que vienen de atrás, las convenciones y las rutinas de su entorno- en detrimento de los valores encarnados por los presuntos adversarios. Si la mentalidad colectiva preserva por periodos muy largos sus rasgos arcaicos y si sus grandes pensadores insisten en explicar la "esencia" de la identidad nacional por medio de doctrinas arcaizantes, como es el caso en el ámbito andino, entonces el peligro es la aparición de un infantilismo ético y político. Esto es lo que puede resultar de una actitud generalizada que sobrevalora la dimensión de los sentimientos y las intuiciones y que, al mismo tiempo, menosprecia el ámbito del racionalismo aplicado a asuntos históricos, culturales y políticos mediante el fácil argumento de declarar que este ámbito pertenece a la herencia del colonialismo occidental.

Uno de los fundamentos de la mentalidad conservadora-convencional prevaleciente en América Latina -muy alejada de un sentido común crítico y del humanismo clásico- es paradójicamente una visión celebratoria de la modernidad: la convicción de que esta no es una creación específica de un grupo de naciones -para la que fueron imprescindibles la ciencia y el racionalismo, cosas que se dieron en pocas regiones del mundo-, sino un fenómeno general y natural, al cual accederán, más temprano o más tarde, todos los pueblos del mundo. Esta cualidad de lo universal y lo obvio atribuida al proceso de modernización tiende a sobreestimar sus aspectos positivos y a pasar por alto sus lados negativos. Ya que la modernización es considerada como algo fácticamente inexorable, la consciencia intelectual ha evitado todo cuestionamiento serio y profundo de ese objetivo tan anhelado. En la praxis lo que ha resultado de todo esto puede ser descrito como una modernización imitativa de segunda clase que es vista como si fuese de primera. La consecuencia inevitable es una tecnofilia en el ámbito económico-organizativo: los intelectuales del Tercer Mundo no han desarrollado la ciencia contemporánea ni creado los grandes inventos técnicos, y precisamente por ello tienen una opinión ingenua y casi mágica de todo lo relacionado con la tecnología. Numerosos sectores sociales desdeñan la esfera del pensamiento crítico-científico con el mismo entusiasmo con que utilizan las técnicas importadas, sin reflexionar sobre las consecuencias a largo plazo de tal comportamiento. El resultado general es una mentalidad colectiva predominante en extensas porciones del Tercer Mundo, que puede ser calificada como una fatal combinación de autoritarismo y tecnofilia.

Esta mentalidad tiene algunos inconvenientes adicionales. No es una actitud que examina con ánimo esclarecedor ni la propia tradición ni la recepción meramente instrumental de la civilización occidental. Es más bien una renovación de la apología convencional del propio pasado, que ahora, con autoridad "científica", subestima el legado autóctono de despotismo e irracionalidad. Por ello el autoritarismo y la adopción de una modernidad acrítica y tecnocrática van bastante bien de la mano, desatendiendo los problemas del medio ambiente, minimizando las deficiencias de la urbanización acelerada, callando los excesos del desarrollo demográfico y celebrando los modestos logros de una industrialización dudosa. Todo esto representa, por otra parte, un aporte apreciado y popular para consolidar una identidad colectiva devenida precaria y una contribución intelectual muy esperada para reafirmar una tradición nacional que pierde prestigio ante el avance imparable de la globalización occidental. Es precisamente esta concepción la que dificulta la difusión de un espíritu crítico y democrático: promueve una visión complaciente y embellecida de la historia de cada pueblo latinoamericano, atribuye todas las carencias del pasado y de la actualidad a los agentes foráneos y evita un cuestionamiento del comportamiento, la mentalidad y los valores de orientación de la propia comunidad. En este campo las corrientes izquierdistas y nacionalistas no han significado una ganancia cognitiva y más bien han contribuido a menudo a consolidar los aspectos autoritarios de la sociedad respectiva, incluyendo el mundo indígena. Esta inclinación fundamentalista, aunque atenuada por la globalización, impide el autocuestionamiento de uno mismo, de sus valores de orientación y de sus metas históricas, y dificulta la búsqueda de soluciones innovadoras para el problema de la pobreza crónica y para los dilemas que conlleva la evolución del mundo actual.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua.

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