Loading...
Invitado


Domingo 19 de febrero de 2017

Portada Principal
Revista Dominical

La desesperación de la falta de sentido

19 feb 2017

Por: Álvaro Villarreal Arcón - Psicólogo

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Una de las principales características de la sociedad materialista en la que vivimos es la falta de sentido trascendente de las personas, la gente ahora vive con una desesperación que en su expresión colectiva convierte a la sociedad impotente al esfuerzo vital, que carga en las espaldas de los hombres contemporáneos con multitud de afecciones y trastornos mentales que la moderna psiquiatría ha catalogado exhaustivamente y que en síntesis se concretan en una falta de voluntad para seguir viviendo. Y es que esta es la falta más grande de la sociedad actual; el vacío existencial que acaba gangrenando nuestras fuerzas biológicas y espirituales.

El hombre no puede caminar sin afirmarse, es decir sin apoyarse en algo, pero la mayoría de personas han convertido ese apoyo en bienes materiales, en glorias fugaces, o en relaciones enfermizas. Que como una muleta plagada de termitas no soportará por demasiado tiempo el peso de nuestra realidad y nos precipitará a la desesperación, con el sentimiento profundo de que la vida no tiene sentido, de qué todo es un engaño, el vacío existencial se hará intolerable, pero no hay nada intolerable cuando el paciente puede afirmarse de algo, cuando cree con firmeza que un día acabará su sufrimiento y que al final será dichoso.

Esta desesperación paradójicamente puede camuflarse en nuestra época de alegrías eufóricas y vociferantes, llenas de sed de destrucción y nihilismo, que hacen añicos al hombre, reduciendo el espíritu humano a un repertorio de pulsiones que exigen satisfacción inmediata, desestructurando la vida moral, auspiciando el consumo bulímico de placeres que a la vez que embriagan los sentidos trasmiten una impresión fugaz de euforia, anestesian la sensibilidad, ofuscan la conciencia y dejan a modo de resaca un dolor que no remite nunca y que para ser aplacado exige unas dosis cada vez mayores de falsos lenitivos, que a la larga no hacen sino exacerbarlo.

Tal vacío acaba manifestándose en dos expresiones que a simple vista parecen contradictorias, pero que albergan una misma aversión por la vida; por un lado el miedo a la soledad, a la vejez, al abandono y a la muerte. Por el otro un deseo de acabar cuanto antes con un sufrimiento que ni siquiera podemos comunicar, que ni siquiera podemos explicar que se nos presenta muchas veces como absurdo.

Sin embargo, esta lacra del vacío vital no es nueva, aunque sea en nuestros días que la enmascaremos con un enjambre de nombres nuevos, etiologías diversas, para tratar de comprender un fenómeno que se nos está yendo de las manos. Los antiguos la llamaban acedia y la describían como una tristeza caracterizada primero por el aburrimiento, el torpor, el desinterés por las cosas y por los hombres y luego a medida que va tomando posesión de nuestras almas por el hastío, la ansiedad y las tentaciones suicidas.

San Gregorio Magno allá por el siglo VI ya numeraba las consecuencias de esta tristeza desesperada: desaliento, mal humor, amargura, indiferencia, tedio, dispersión, desazón del espíritu y del cuerpo, precipitación que embotella el alma y endurece el corazón aislándolo de su fuente divina.

Pero si bien este mal no es originario de nuestra época, llama la atención que esta enfermedad lejos de ser atacada en sus orígenes haya sido estimulada por sistemas de pensamiento que la fomentan y propagan, favoreciendo la ruptura de los seres humanos con todos aquellos lazos que dan sentido de pertenencia y permanencia a su propia vida.

En estos tiempos se ataca la fe religiosa, acabando con las esperanzas del hombre en una trascendencia allende la materia. Se desnaturalizan las relaciones e instituciones humanas primordiales convirtiéndolas en instrumentos de veleidades. Se imponen nuevas formas de trabajo que rompen los ritmos vitales, incomunicando a las personas convirtiéndonos en tristes solitarios.

Viktor Emil Frankl decía que ésta es la mayor enfermedad del alma, la pérdida de que la vida es significativa cuya consecuencia última conduce a configurar al hombre como un ser liberado de ataduras en constante búsqueda de cosas que le llenen el corazón de hastío, que acaban instaurando una civilización de la inmanencia.

Al respecto decía Aleksandr Isayevich Solzhenitsin "Al negarnos a aceptar un poder superior inmutable que nos supera, hemos colmado el vacío a golpe de imperativos personales y, súbitamente, nuestra vida se ha vuelto espeluznante."

El hombre peregrina por la vida en busca de sentido, y esta necesidad espiritual en esencia no puede ser comprada con dinero, como acostumbra a hacer el hombre contemporáneo, sino requiere de esfuerzo de un autoanálisis de redescubrirnos como seres valiosos, y no como meros generadores de recursos materiales.

Para tus amigos: