Hace pocos días se inauguró en Orinoca, Oruro, un museo dedicado al Presidente Evo Morales Ayma, algo inusual en el mundo cuando se rinde homenaje a una persona viva. Y aquí no están en debate los méritos legítimos o supuestos que pueda tener el Primer Mandatario boliviano. Si los tiene es una cosa que deberá ser definida por la historia y si existen personas que le guardan admiración o cariño, estos deben mantenerse dentro de estrictos límites marcados por la prudencia política, al menos es lo que recomienda el necesario equilibrio del poder en una sociedad democrática, aun cuando solamente sea en las formas.
Este escenario cultural ha logrado recopilar casi 13.000 piezas, entre regalos y objetos que pertenecieron, ¿o todavía pertenecen?, al Presidente de Bolivia. Además, se muestran sus títulos honoris causa, conferidos en sus numerosas visitas al extranjero. También se exhiben objetos personales del mandatario, como las abarcas que usó cuando era niño, su trompeta y su radio. En el mismo espacio, se exponen varias de las prendas del mandatario, como la chompa con líneas que usó en varios actos durante su primer Gobierno y una selección de fotografías que invitan a conocer su infancia y juventud.
Al margen de si es merecido o no el homenaje, financiado con recursos públicos, el hecho podría derivar en responsabilidades ejecutivas, administrativas y económicas, las que se encuentran bien tipificadas en la Ley "Safco". Los recursos gastados superan los siete millones de dólares americanos, algo inaceptable cuando se observa por ejemplo la situación del Museo Tihuanaco, tan venido a menos por la intromisión perversa de los comunarios del lugar en un centro cultural de importancia nacional. La responsabilidad política merece otro análisis.
Lo peor de todo es que se invierta dinero de todos los bolivianos en enaltecer la figura de una persona viva, algo reprochable en cualquier lugar del planeta en el que vivimos. Es evidente que en el pasado se sucedieron hechos similares, pero estuvieron relacionados con dictadores de la peor catadura como Mussolini o Hitler, o con la figura de José Stalin, un hombre que cometió muchos abusos a los derechos humanos. Existe una gran diferencia con respecto a Fidel Castro, el fallecido líder cubano, quien pidió que en su país no se le dedique con su nombre ningún edificio ni plaza, ni calle o avenida, ni cualesquier tipo de infraestructura.
Se observa en este hecho lamentable, el de la construcción e inauguración del susodicho museo, una definición política por el culto a la personalidad, o sea una práctica poco común de ensalzamiento a una figura, las más de las veces inmerecido, de exageración de sus facultades, de una suerte de endiosamiento con carácter pernicioso que en el fondo perjudica más que favorece su trayectoria y tiende a devaluarla, fuera por completo del equilibrio y la racionalidad que deben primar en los hechos sociales de semejante trascendencia. Al final, para evitar consecuencias lamentables, se pudo haber optado por construir el museo con fondos privados o hacerlo mucho después, cuando el tiempo decante la contaminación ideológica del hecho.
Lo que se hace evidente es que los oportunistas de coyuntura, acostumbrados a adular con fines prebéndales, podrían despertar las figuras, reprochables en cualquier contexto, del narcisismo: excesiva complacencia en la consideración de las propias facultades u obras, y de la egolatría: culto, adoración, amor excesivo de sí mismo. Y aunque esto no partiera del personaje, la tendencia existe.
El culto a la personalidad es sumamente peligroso porque tergiversa la realidad y profundiza las pretensiones totalitarias, creando ídolos funestos para la sociedad en la que se introduce, provocando apetitos represivos hacia manifestaciones contrarias a esta conducta antidemocrática. No tiene nada que ver con el sincero aprecio a los pensamientos y realizaciones de un auténtico líder histórico, por ello debería ser rechazado.
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