Vivimos una época de continuas dictaduras, donde todo se supedita a las reglas de mercado, que imponen sus propios referentes, sin importar para nada los valores morales. Por desgracia, muchos líderes no ven más allá del mero lucro, alimentan la usura, y olvidan la satisfacción de una vida austera, entregada a los débiles, sencilla, de incondicional servicio. Continuar con esta cultura de intereses, de búsquedas absurdas, de negocios mundanos, nos lleva a una opresión preocupante. Por lo tanto, cuanto más nos alejamos de aquellos cultivos esenciales y auténticos, respetuosos con toda vida humana, más nos exponemos al fracaso. Sólo abriéndose a un proceder de asistencia, y fraternizándose con nuestros análogos, podemos caminar, vivir y dejar vivir. Para empezar deberíamos poner en orden a nuestra mente e indagar sobre la verdad, que hoy tanto se enmaraña de falsedades, para que podamos perdurar en el tiempo y dar consistencia a un horizonte de respeto y a un camino en el que puedan coexistir todos los pensamientos. Nadie puede quedar aislado por mucho poder que aglutine. Tampoco se puede actuar unilateralmente.
No podemos ignorar que una mentalidad dictatorial todo lo oscurece. Los horrores de esta cultura manipuladora, que despoja al indefenso de los derechos humanos, y esclaviza la realidad de la persona, hemos de pararla, por muy difundida que esté en los medios de comunicación social. Los nuevos signos de los tiempos han de liberar al ciudadano. El culto al dios dinero no puede cohabitar por más tiempo, en este siglo de avances tecnológicos y de pensamiento; orientémonos hacia una madurez más afectiva, de mayor diálogo entre culturas, sin etiquetar a nadie. Sabemos que, hoy las necesidades de los refugiados e inmigrantes en todo el mundo son mayores que nunca, por lo que han de recibir en términos de protección, asistencia y oportunidades de reasentamiento el cobijo de toda la humanidad, independientemente de su religión, nacionalidad o raza. Por consiguiente, la suspensión de aperturas o el levantar muros o alambradas, es una señal de deshumanización que nos deja sin palabras. Olvidamos que, a veces, para defenderse hay que salir corriendo, o quedarse y hacerse valer, pero siempre hay que tener ternura.
En consecuencia, y ante esta atmósfera de divinización de los caudales monetarios, debemos estar vigilantes e invertir mucho más en una educación verdadera, que nos haga mejores seres humanos. A propósito, quiero recordar, que en la reciente ceremonia conmemorativa anual de Naciones Unidas en memoria de las víctimas del holocausto, António Guterres advirtió que se ven repuntes de antisemitismo, racismo, xenofobia, odio hacia los musulmanes y otras formas de intolerancia, promovidos por el populismo y figuras políticas que utilizan el miedo para alcanzar votos. Cuidado, con estos cultivos dictatoriales del ordeno y mando, incapaces de consensuar posturas y de generar un clima armónico, como si el mundo fuera exclusivamente del poder, pues no, detengamos a ese poder discriminatorio, insensible, cuando su principal deber es auxiliar a todo el linaje, sin excepción alguna. No podemos normalizar lo anormal, prender los sentimientos de odio y venganza, dar rienda suelta a los prejuicios. Sin duda, es el momento de recapacitar sobre nosotros, fortaleciendo el espíritu democrático, más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos, frente a monopolios de dictadores, que lo único que hacen es dividirnos, para ellos seguir cosechando caudillajes.
Desde luego, quien quiera trabajar por una cultura que avive la unión y la unidad entre todos, no puede prescindir de nadie. El abecedario de la marginación ha de estar ausente en todos sus proyectos de trabajo. Por otra parte, ante este cúmulo de amargas experiencias que se vienen sucediendo, es preciso reaccionar, no cruzarse de brazos, reafirmando un nuevo humanismo que active el mundo de las ideas junto al de las actitudes. La falta de sentido humano, de conciencia democrática de algunos dirigentes, genera unos frutos de intolerancia y despotismo como jamás. Estoy convencido, de que si algunos políticos tuviesen otro corazón, los conflictos se resolverían mucho antes. El mundo, a mi juicio, tiene una gran epidemia, la de dejarse adoctrinar, la de vivir en la ignorancia, la de no aprender a quererse a sí mismo. Ojalá despertemos, y lo que hoy nos parece corriente, como es la no consideración de los derechos humanos para algunas gentes, deje de serlo, y así poder construir un mejor orbe para todos. También cuesta entender esa impunidad que en algunos países, que se dicen democráticos y de derecho, ostentan algunos poderosos. No hace mucho leíamos que expertos de Naciones Unidas instaban a apoyar a los defensores de los derechos humanos como México, Brasil, y tantos otros lugares. Para desgracia nuestra, todavía seguimos amedrentando a los que luchan por algo prioritario como el pan de cada día, y que es la paz diaria.
En efecto, deberíamos volver la vista atrás. La humanidad en su conjunto tiene que aprender de su propia historia. Ya no puede perder más tiempo. Andamos al borde del precipicio. Hace falta que todos los continentes se dejen cautivar por la propia naturaleza de la vida. Estamos, mal que nos pese, en un momento muy crítico. Las culturas dictatoriales injertan poderes que abusan hasta el extremo de volvernos juguetes para su necio divertimento. Sería una estupidez, igualmente, plegarse a los vientos del populismo. Debemos construir un mundo que proteja y humanice. Tal vez sería saludable tomar tres palabras claves: ilusión, fortaleza y esperanza. Hay que salir de la decepción, ilusionarse con otro espíritu que no sea el del dinero, sino la fortaleza que da impulsar otras búsquedas, con otros horizontes más humanitarios, en el sentido más profundo y esperanzador del término.
Estamos hartos de dejarnos llevar por las modas, de leer la realidad acorde con el poder, sin apenas tiempo para nosotros, para poder vivir nuestra existencia sin miedos, ni complejos, ya que hasta ahora únicamente nos han tratado como materia de producción. Me niego a seguir con esta cadena. Reivindico la otra dimensión, la espiritual, o si quieren la trascendente, aquella que me facilita otros regocijos más internos, más de cercanía, más del alma. De ahí, lo fundamental, de sentirnos libres para poder transformarnos y, a la vez, justos más allá de las palabras de la ley, bajo la sublime perspectiva de la concordia; pues son las relaciones entre culturas lo que da sentido a la vida, sobre todo, sabiendo que cohabito, en gran medida, para los demás y por los demás.
(*) Escritor
corcoba@telefonica.net
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